El día que me quieras, historia de un asilo

1
736

About The Author

Sobre una pared pintada de blanco, tapizada en promesas políticas sobresalían puntiagudos vidrios parecidos a una penitenciaría, como si desde adentro quisieran fugarse. La canícula de la una de la tarde es abrasadora, nada se mueve, el timbre suena varias veces. Desde el fondo, emerge una diminuta mujer que se acerca lentamente. Al parecer, tiene todo el tiempo del mundo; de su cara redonda, sobresalen diminutos y oblicuos ojos parecidos a una muñeca de porcelana y el maquillaje barato de sus mejillas contrasta con el carmesí de sus labios semejante a la sonrisa morbosa del guasón. Un manojo de llaves tintineantes sobresalen de sus desgastados bolsillos.

  – ¿Puedo hablar con la madre superiora? –  pregunta la persona que oprimía el timbre.

La mujer gruñe y con indiferencia se aleja sobre sus pasos paquidérmicos, despacio, muy despacio. El tiempo se había detenido, no se movía una hoja en los arboles circundantes, el tiempo de horas y segundos como lo conocemos habíaa dejado de existir para los hombres y mujeres que vivían en ese sitio. A ellos se le puede aplicar la frase de San Agustín proferida en sus delirios seniles: Si me preguntan que es el tiempo no lo sé, mas si no me lo preguntan entonces sí sé qué es, porque lo que fue ya no es, ni mucho menos será y lo que estoy viviendo ahora en el acto ya dejó de ser. Siendo así, presente, pasado y futuro están en mí, como yo siempre he participado de ellos”.

La portera en actitud huraña seguía comunicándose por medio de gruñidos. Ahora caminaba por un sendero tapizado de adoquines; se detiene frente una puerta que vomitaba un penetrante olor a medicamentos. En el marco de esa puerta, sobresalía una placa en letra gótica que decía “madre superiora”. De ese lugar emerge una delgada y rigurosa mujer; la nieve de los años había alcanzado por completo su cabellera que hacía juego con su impecable hábito blanco; en sus delicadas facciones, con olor a santidad, aún se notaban rasgos de una belleza juvenil y, al verla, la mujer de los gruñidos bajó la mirada, enterneció sus rostro y la saludó con una ligera inclinación de cabeza.  Al fondo, sobre una desnuda pared, posa una foto en blanco y negro; a juzgar por sus facciones  era la de la madre general, una de esas mujeres francesas del siglo XVIII; en su rostro severo y adusto, aún permanecían las marcas de los ayunos y elevados misticismos, propio de la regla de los contemplativos. Un abejorro irrumpe por la ventana y se inmola como kamikaze en las aspas del ventilador de techo que despedía un sopor intenso. Desde un pequeño vestíbulo, se escuchan murmullos y voces acompañados de un lamento quejumbroso; era la segunda diálisis del día que le hacían a un anciano. Una veladora artificial, eternamente encendida, alumbraba la imagen de un cuadro con condenados abrasados en llamas que alzaban las manos al cielo, ante la mirada de una virgen con un niño de brazos, la Divina Comedia de Dante en versión criolla. Más abajo, había varios objetos terrenales: un mullido sillón en cuero, una linterna, un reloj que marcaba siempre la misma hora, una muñeca de trapo. Era una habitación triste.

Por la misma ventana que había entrado el inmolado kamikaze, a lo lejos, al otro extremo en un quiosco, algunos abuelos se mecían pausadamente en sus poltronas. Una enfermera con su traje blanco impecable cantaba a voz en cuello la “maldita primavera”, melodía que salía de un descascarado radio. Dicha mujer, mientras cantaba, limpiaba cuidadosamente una galería con apologías a la tercera edad. Sobresalían leyendas como: cuando sea viejo, hijo no me abandones, el día que me quieras, cuando yo no pueda…. Todo un muro de lamentaciones.  El refrigerador del otro lado de la pared zumbaba las turbinas igual a un pequeño reactor nuclear. Como salidos de la nada, una horda de chiquillos uniformados invadió el kiosco; algunos se acercaban con pasos cautelosos, ante la catequesis maniqueísta sobre el bien y el mal de la maestra que los acompañaba; era una mujer enjuta con el rostro delgado como El Greco; otros miraban furtivamente las manos temblorosas de los abuelos y ellos respondían con una sonrisa.  Al final de la tarde, las risas de los niños se confundieron con la de los ancianos en una ronda infantil donde estos últimos caminaban y cantaban pausadamente “el puente está quebrado”…

De esa ronda no participaba Juan, octogenario enfundado en una descolorida camiseta de un equipo de fútbol donde lo único visible era un escudo con un tiburón que hacía juego con el pantalón de una reconocida empresa estatal. Se mecía en su poltrona, indiferente a la ronda infantil; susurraba un monólogo ininteligible; la fanática de la maldita primavera barría y comentaba con otra persona que Juan hacía cuatro días no quería levantarse de la cama, había entrado en una de esas crisis de nostalgia que le duraban toda la semana, quería hacerlo todo en la cama, parodiando lo de Onetti en su ancianidad que, en la cama, se nace, se muere, se hace el amor, se duerme…

Un perro adormilado lanzaba furibundas dentadas capturando a unas moscas que lo molestaban; la fanática de la maldita primavera pontificaba acaloradamente con su compañera sobre cuál era mejor – el reggaeton o su música para planchar – .

Un cielo metálico se había instalado con manchas mandarinas, varios loros repetían un monosílabo triste, la campana había sonado para la dormida. Estaba anocheciendo; varios hijos conversan con un padre debajo de un árbol, prometiéndole que volverían a visitarlo. Varias literas de catres permanecían sujetas a una desnuda y blanca pared. Antes de entrar en estos amplios salones, había un letrero que decía: Hombres – Mujeres. Como si la senectud en los hombres, nos hiciera olvidar el género. ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos?

 Juan, seguía ahí, metido en su nostalgia, en su silencio, recordando a Borges cuando dijo que “la belleza y el silencio son esos misterios hermosos que no descifra ni la psicología ni la retórica”; a estas alturas de la tarde, era amo y señor de su silencio, de su monólogo; mascullaba palabras inaudibles y, a duras penas, se le entendió que había sido marinero, que en su mocedad navegó por el sitio donde el pirata inglés Drake dijo que primero jugaría bolos y luego derrotaría a la invencible armada española; que en los cuentos del mar se decía que un chino había venido a las Américas antes que Colón. Ante nuestra sonrisa,  ripostó: – no, no es un cuento chino, es cierto – . Con sus ojos llenos de picardía y en un susurro dijo que no se levantaba de la cama porque era el único sitio donde soñaba y deliraba con las mulatas ardientes que había dejado en muchos puertos.

Al anochecer, un grupo caminaba absorto en hilera hacia sus camarotes como aquellos judíos de los campos de concentración. Una de ellas se apartó de la fila y fue directo a la oficina de la madre superiora para que le entregará su muñeca de trapo, porque sin ella no podía dormir. Ahora entiendo menos el porqué de los vidrios puntiagudos en la blanca pared; de aquí, nadie se quería escapar, como si estar en un asilo fuese el precio por pagar una condena por el simple hecho de haber vivido.

Muchos de nosotros no sabremos donde será nuestro definitivo hogar. Tal vez, para ese tiempo, los políticos de los carteles de la entrada hayan cumplido sus promesas; tal vez, para esa época, la diminuta mujer con ojos de porcelana que gruñía todo el tiempo me regale una sonrisa.

*Ubaldo Manuel Díaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 -2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

Autor

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.