El hombre que no fue más a la guerra

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“Uno piensa, no somos campesinos. Somos mecánicos. Pero ni los campesinos son lo bastante torpes para creer en la guerra. Al frente de los países hay gente estúpida que no comprende y no comprenderá nunca nada. También se enriquecen con ella. Adiós a las armas.

Ernest Hemingway.

– ¿Quién es ese Rambo?

– Mi hijastro – responde el mulato de ojos zarcos y mirada triste acostado en una hamaca debajo de un caluroso pretil cruzándose de piernas.

El mulato, un hombre de mediana edad con su rostro bronceado y agrietado por la canícula del trópico, cada vez que sonreía dejaba entrever un rictus de dolor en la comisura de sus labios. Su cabellera negra se ocultaba por el polvo gris que se filtraba de la desolada y polvorienta calle, personaje que encarnaba el sufrimiento y la miseria, extraído de uno de los cuentos de Emile Zola.

De un descascarado televisor se escuchaba una melodía; la foto de Rambo seguía ahí: su torso desnudo lo cruzaba una canana de balas; en su mano derecha sostenía con orgullo una M60.

Desde un patio lleno de cuerdas con ropa secándose al sol, emerge una menuda y escurridiza mujer. Su cuerpo mojado por la faena de la batea indica que ha culminado su labor, el televisor seguía encendido, ahora la melodía, monótona como salmodia de convento la interpretaba un hombre de calvicie pronunciada y espeso mostacho que cantaba a la traición y al despecho. Era un lugar triste; por la sala principal cruzó presuroso un pato perseguido por un pedazo de escoba parecido a un obús dejando a su paso una estela de estiércol.

– ¡Pato hijueputa! – se escucha –  ¡Perdón, no sabía que había visita! – se disculpa la mujer, inclinándose y recogiendo lo que quedaba del proyectil.

Un rayo de luz penetraba la ventana desportillada que seguía filtrando polvo ocre de la calle.

– ¿Ha protagonizado muchas batallas Rambo? – pregunto nuevamente.

– Muchas – contesta el personaje columpiándose en la hamaca; debajo de ésta, el pato había conseguido asilo temporal.

—¿Sí sabía que, firmado el Acuerdo de Paz, no regresaría más a la guerra?

Queda en silencio, un silencio embarazoso; el pato se arriesga y cruza nuevamente la sala de forma desafiante.

– Mijo, es esa vaina que llaman el posconflicto – interviene nuevamente la mujer enviándole un salvavidas a su esposo, da un rodeo, pela algo que tiene en la mano y lo vierte en una olla humeante; saca al pato de forma definitiva de un pequeño puntapié y éste lanza un graznido dejando varias plumas regadas en el ambiente; se pierde en la distancia.

– La verdad es que no sabemos cómo se come eso – puntualiza con desdén mientras entorna los ojos por la acción  del humo que la asfixia, se mete en un profundo monólogo revolviendo la olla humeante que libera agua y burbujas de vapor que  tratan de apagar el fogón.

El tic tac de las primeras gotas de lluvia tamborilean sobre el pretil, son las últimas lluvias de verano, las gotas siguen acribillando el improvisado techo, aumentan gradualmente hasta convertirse en aguacero. La otra  mujer, que ha terminado su faena en la batea, está recostada a una pared ojeando el diario de ayer, intempestivamente lo arroja y corre a recoger la ropa de color que había esparcido de un lado a otro parecida a la carpa de un circo. Del otro lado de la pared construida en cañabrava y estiércol de ganado se escucha llorar un bebé. Rambo sigue ahí, en otra foto, laureado en un diploma de la básica primaria, sobre la misma pared hay una leyenda: “Fui lo que otros no pudieron ser, fui donde otros temieron ir”… (La oración del soldado) sigue con su cara de pocos amigos mostrando las cicatrices de la guerra.

– De los muchos años que ha estado combatiendo ha ganado muchas batallas… la única batalla que no ha podido ganar es la batalla contra la pobreza – interrumpe la mujer, enfundada en un vestido raído que en otra época debió ser rojo; atiza el fogón de leña que ahúma perpetuamente el pretil donde el mulato ya se ha incorporado, bosteza y silencioso mira fijamente caer la lluvia sobre el polvoriento patio. El olor a tierra recién mojada embriaga. Sobre las paredes pintadas con cal cuelga un afiche con una modelo ligeramente vestida promocionando un equipo de fútbol, desvencijadas sillas y mecedoras desfondadas completan la sala donde el único orgullo es la galería de fotografías con el héroe bicentenario.

El televisor no ha parado de sonar, ahora quien aparece es un político rodeado de su secta, quien con su atronadora voz despotrica sobre el proceso de paz; el mulato que se ha introducido nuevamente en la hamaca, se incorpora y lo mira desde allá con profunda devoción. Al fondo, en otro patio vecino niños harapientos corren tras un perro. Es el reino de la miseria.

El lugar donde nació Rambo es un pueblo gris y olvidado ubicado en las estribaciones de la Serranía de San Lucas. Por sus calles, como parte del paisaje es normal ver manadas de burros deambulando, niños desarrapados cazando mariposas, maquinarias y retroexcavadoras pesadas como poderosos mamuts prehistóricos internándose en el bosque en busca de el Dorado. Después de un tiempo desaparecen dejando a los pobladores los socavones y la letal carga de mercurio en sus ríos y quebradas; es un caserío con tres calles principales, como todo pueblo olvidado en este platanal llamado Colombia, tiene puesto de policía, alcaldía, centro de salud, iglesia y una pequeña escuela donde se ve a una valiente maestra enseñar a un grupo de niños debajo de un agujereado e infernal techo de zinc la teoría física cuántica de Niels David Bohr.

Ha caído la tarde, ha dejado de llover; se escucha el ruido sordo, lejano, de algo que se acerca. Le pregunto al mulato qué es ese sonido y me dice: “son los remolcadores que bajan de Barrancabermeja a Barranquilla cargados de combustible”. En otra época, la guerrilla los hostigaba desde las orillas y ellos respondían en un fuego cruzado. “Hoy ya no sucede eso porque tenemos ‘seguridad’”, musita. Uno de los remolcadores con su enorme cubierta me turba cuando lo diviso, quedo boquiabierto como niño ante un juguete nuevo, baja lentamente con su cubierta parecida a un portaaviones copada por algunos militares semidesnudos cubiertos por una toalla, siempre terciando un fusil, estos lo custodian de un lado a otro; la raída y negruzca tricolor colombiana era ondeada por los fuertes vientos del estío. “Doña Leonor”, como bautizaron al remolcador, se perdió en la distancia indiferente a mi turbación.

El mulato, en una especie de ritual, baja todas las tardes al río con una carreta y regresa con tanques similares a unas ánforas cargadas con agua, agua amarillenta que deposita en un enorme recipiente y con un método artesanal le introduce piedras blancuzcas llamadas “alumbre” para purificarla; esta agua la consumirán por una semana hasta agotar su existencia hasta cuando el fondo del tanque queda convertido en un cieno color negro.

En la lejanía un trueno rompe el silencio de la noche, es señal de que va a seguir lloviendo, la noche es total; el aguacero no da tregua, se desgaja sin piedad, la frágil luz de la lámpara de kerosene alumbra la habitación donde las fotos de Rambo, dispuestas y ordenadas cuidadosamente, forman un pequeño altar.

Por la ventana se ve caer la lluvia, es tarde, las ranas inician su concierto, al cabo de una hora la fuerte lluvia se ha degradado en leve llovizna; el reflejo intermitente de las centellas sobre la calles inundadas dejan ver el reflejo fantasmal de una figura que se acerca, toca la puerta tres veces, pausadamente como un santo y seña, la diminuta mujer que permanecía acurrucada en una mecedora camina hacia la puerta que permanecía entornada, estupefacta cae de rodillas ante su hijo que empapado y tiritando de frío se deja caer en la vieja silla, se funden en un profundo y silencioso abrazo.

– “¡Mamá, he regresado de la guerra!” fueron sus primeras palabras. “¡He dicho adiós a las armas. ¡ Se ha firmado el acuerdo de paz! El acuerdo de paz del que habla Rambo es el pacto celebrado por un hombre de la oligarquía colombiana del linaje Santos Calderón y la guerrilla más antigua del mundo.

*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 -2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca. Email: [email protected]

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