Hannah Arendt en Bogotá

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“Es absurdo.  Esto parece una nueva versión de la banalidad del mal…”, se reprochaba así misma Hannah Arendt en su apartamento en Nueva York, mientras leía las noticias que le llegaban de Colombia.

A mediados de mayo del presente año, revelaciones hechas por el diario New York Times dieron a conocer el posible regreso de los llamados “falsos positivos” en el Ejército Nacional.  Se trataba de nuevas “Órdenes de Comando” y el planteamiento de nuevos “Objetivos Operacionales” para los cuales se asumió el número de “afectaciones” como indicador de “eficiencia” y se permitió un mayor margen de error (reducción del “grado de perfección”) a la hora de medir el balance de las operaciones.  Según dichas instrucciones, no habría diferenciación alguna del tipo de “enemigo” a combatir.  En la práctica, no es la protección de la vida de los no combatientes, de la población civil, sino la cantidad de personas dadas de baja lo que sirve de principal indicador.  El medio se convirtió en el resultado a conseguir. 

Por su parte, luego de que se diera a conocer la noticia en el New York Times, en un tweet inicial de la cuenta oficial del Comandante en Jefe del Ejército Nacional, Nicacio Martínez Espinel, se leía: “Una onza de lealtad vale más que una libra de inteligencia”.      

– “Es absurdo.  Esto parece una nueva versión de la banalidad del mal…”, se reprochaba así misma Hannah Arendt en su apartamento en Nueva York, mientras leía las noticias que le llegaban de Colombia.  “Esto no se puede permitir en un Estado constitucional moderno.  No de nuevo.  Colombia no es una dictadura… ¿Dónde está el presidente? ¿Qué dice la gente del común, los medios?”, se cuestionaba en voz alta.  “Tengo que ir a Bogotá… no entiendo nada”.

Como humanista radical, la angustia de Arendt por lo que pasa en el país se encuentra más que justificada.  Lo dado a conocer en Colombia en las últimas semanas podría evidenciar no solo la comisión de delitos a nivel interno.  Vista la respuesta del aparato estatal luego de darse a conocer los hechos, adquieren especial relevancia las normas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y del Derecho Penal Internacional. El Art. 28 del Estatuto de Roma podría jugar un rol definitivo en el futuro.  

Aterrizamos a las 6:45 pm del día siguiente en el aeropuerto El Dorado de Bogotá.  Hannah Arendt aún intentaba organizar sus ideas y no paraba de escribir a mano en su libreta.  De hecho, nunca pudo dejar de hacerlo. 

– “Tengo que escribir para poder entender”, me dijo cuando bajábamos del avión.  “Este viaje a Colombia me hizo volver en el tiempo, a la época cuando tuve que afrontar la polémica por lo de Eichmann.  Perdí muchos amigos en Israel en ese entonces.  Casi todas las comunidades de judíos en Alemania, Europa y Estados Unidos en la época llamaron al boicot de un libro que yo no escribí.  Me atacaron sin piedad y sin si quiera haber leído mi libro.  No se lo deseo a nadie.  No quisiera volver a vivir eso de nuevo”.  Sin entender lo que me quiso decir, guardé silencio.  “Estuve tratando de analizar el prolongado conflicto interno colombiano y tuve acceso a muchas noticias sobre el país en estos últimos días.  El problema es que, en Colombia, con demasiada frecuencia se confunde violencia con poder.  La violencia en sí misma nunca puede ser legítima, y aunque pueda destruir el poder, en realidad la violencia es absolutamente incapaz de crearlo”,[1] afirmó mientras llenaba la tarjeta de inmigración.  Después agregó sin levantar la cabeza: “Es posible que esa sea una de las varias explicaciones que requiere la persistencia de la violencia en este país”.

Su vida parece una leyenda.  Nacida como Kant en Kaliningrado (entonces Alemania, ahora Rusia), la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt fue compañera de estudios de, entre otros, Edmund Husserl en la misma época en que tuvo una relación con quien fuera su profesor, Martin Heidegger (acaso uno de los más importantes filósofos en tiempos modernos).  Se doctoró en Heidelberg bajo la tutela de Karl Jaspers y fue amiga cercana de Walter Benjamin.  Perseguida por los nazis durante la guerra, en 1941 logró salir del campo de detención de Gurs en Francia para exiliarse en Nueva York de forma definitiva.  Su obra es una radiografía del siglo XX, pero sobre todo un monumento a la libertad e independencia del ser humano frente al fenómeno del totalitarismo.  Sus análisis están hoy màs vigentes que nunca.

Una vez registrados en el hotel, me pidió que la acompañara un rato a la terraza antes de irse a descansar.  Como de costumbre, quería tener un espacio donde pudiera fumar sin ser molestada.  Fuimos a nuestras habitaciones, luego nos encontramos en el bar y nos sentamos en una mesa con buena vista a la sabana.  A pesar del cansancio del viaje, no paraba de reflexionar mientras observaba la carátula de un libro que había traído de la habitación.

“¿Ya lo leyó?”, me preguntó señalándolo con los mismos dedos con los que sostenía el cigarrillo.  Se trata de una publicación del periodista Javier Osuna, titulado “Me hablarás del fuego. Los hornos de la infamia”, del año 2015. 

En hechos ocurridos en Norte de Santander a comienzos de la década del 2000, grupos de autodefensa utilizaron hornos crematorios para calcinar y desaparecer los cuerpos de lo que se ha calculado que son 560 colombianos.  La historia, así como la noticia del ataque sufrido por el periodista que investigó los hechos fue dada a conocer en el año 2015 por parte del noticiero “Noticias Uno”.  Existen muy pocos registros de los hornos y, por desgracia, aún no se cuenta con la capacidad del Estado para investigar lo sucedido y establecer responsabilidades, dada la presencia de actores armados en la región.

“No. No conozco el libro ni el autor”, respondí. 

– “Cualquier comparación con el holocausto carece de sentido, pero es imposible evitar recordar esa época oscura cuando se lee ese relato”.  Hizo una pausa larga, mientras probaba el vino que nos acababan de servir.  Luego me preguntó: “¿En donde han estado los medios masivos de comunicación? Esta historia tiene más de una década y al autor le quemaron incluso todos sus archivos en su residencia acá en Bogotá para que no pudiera contarla.  ¿Como es posible tanta indiferencia, tanta pasividad de la sociedad frente a la barbarie?”. Su rostro reflejaba cierto desconcierto.

“Pues muy indiferentes tampoco es que hayamos sido los colombianos”, atiné a responder.  Y agregué: “Existen o han existido varias iniciativas ciudadanas por la paz, también hubo varias marchas contra la violencia, como contra las entonces aún armadas FARC, por ejemplo”

Hannah Arendt estaba impactada, pues considera que los colombianos actúan con cierta indiferencia social y política frente a la violencia.  Sabe lo que eso significa y no es para menos.  Hace algunas décadas, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, en un cuestionamiento radical a la consciencia del pueblo alemán que había tenido que convivir con la barbarie de la dictadura nacionalsocialista, fue ella quien se encargó de levantar la voz desde su exilio universitario en los Estados Unidos para poner en entredicho el rol de aquellos millones de ciudadanos alemanes que, sin ser fieles seguidores del partido nazi, nunca actuaron, no reaccionaron para evitar que se siguieran cometiendo todo tipo de crímenes, incluido el genocidio contra diversos grupos de población por razones políticas, ideológicas y particularmente por razones raciales contra el pueblo judío. 

“¿Usted cree que puede existir algo así como una responsabilidad personal bajo un régimen dictatorial, incluso bajo un régimen totalitario?”, me preguntó con agudeza. 

“No creo, en Colombia nadie se siente culpable.  Rara vez hay responsables”, aduje con cierta resignación, sin saber muy bien a que se refería.

“Por supuesto, yo me refiero a un concepto de responsabilidad que supera su connotación jurídica, relacionado más bien con el ámbito moral de todo individuo.  Es algo que ha sido muy debatido desde el final de la guerra en Alemania, aún hoy se mantiene vigente a manera de ¨culpa¨ en la consciencia de las viejas generaciones de alemanes como la mía”.

– “No, acá no sufrimos de eso.  Más bien nos gusta pensar siempre que son otros los responsables.  Los demás, por así decirlo, los “malos”, menos nosotros”, traté de aclararle.   

– “La sociedad civil en Colombia tiene que dimensionar de una vez por todas la gravedad del conflicto interno.  O del posconflicto, no importa.  Lleva demasiado tiempo conviviendo con la violencia, tengo la sensación de que la gente se acostumbró a ella.  Eso es muy grave”; afirmó, algo contrariada.

– “Yo sé que este país es muy difícil de entender, especialmente para un extranjero”.  Le respondí, esta vez con cierto grado de certeza.  “Colombia a pesar de todo cuenta con una democracia estable, con instituciones fuertes.  La Corte Constitucional colombiana es, probablemente junto a la surafricana, el tribunal constitucional más respetado en el sur global.  Es decir, tan grave no puede ser.  Tan grave no podemos estar”. 

Hannah Arendt se había enfrentado con valentía a lo que significaba indagar a fondo las razones que posibilitaron la normalización de la barbarie durante la época del nacionalsocialismo en Alemania y quería dejarme claro lo que eso significa actualmente en Colombia.

– “Pues yo la verdad no estaría tan convencida de ese tipo de normalidad “a la colombiana”.  Lo que evidencian las noticias sobre el posible regreso de la política del “body-counting” en las Fuerzas Armadas es la absoluta ausencia de poder.  Si se analiza su historial, de acuerdo con la propia Comisión Interamericana de Derechos Humanos, dicha práctica se remonta a principios de los años 80.  El crimen de civiles no combatientes pareciera haberse convertido en una práctica normal en Colombia.  Lo único que se logra mediante la pretensión de querer imponer el poder mediante la violencia ilegítima y criminal, es destruirlo”.

“Sinceramente no entiendo”, le dije.

– “Colombia no es una dictadura”, afirmó mirando su cigarrillo.  Luego prosiguió: “Pero la violencia es cotidiana, las violaciones a los derechos humanos llevan décadas y no se terminaron con el acuerdo de paz con las FARCMas allá del rol del narcotráfico, para entender lo que pasa en el país y su violencia social y política, creo que es necesario diferenciar las formas de dominio en regímenes totalitarios de las formas de gobierno dictatoriales”. 

“¿Cuál es el punto?”

“En las dictaduras, se trata de una situación excepcional, temporal, en donde queda suspendida la garantía de derechos constitucionales, así como las libertades políticas y civiles.  En dicho sentido, en las dictaduras un partido tiende a apropiarse de la totalidad del aparato estatal a costa del régimen político, desapareciendo con ello la oposición.  Pero ese no es exactamente el caso colombiano”.  Y mientras apagaba el cigarrillo, agregó:“Bajo los regímenes totalitarios, en cambio, el ser humano no solo pierde sus libertades constitucionales y derechos políticos, también desaparece todo tipo de capacidad de reflexión individual.  La libertad que define al ser humano, su capacidad de juicio, de discernimiento, deja de operar.  Cuando ello sucede, nos encontramos ante una forma de dominio totalitario, pues es solo bajo dichas circunstancias de barbarie que se puede llegar a condicionar la libertad de juicio del ser humano.  Mientras los crímenes cometidos en una dictadura siguen siendo a pesar de todo la excepción, en un régimen totalitario se pierde la capacidad de reconocer su naturaleza criminal.  Los crímenes tienen el potencial de dejar de ser la excepción para convertirse en la regla”.[2]

Hannah Arendt tiene razón.  En muchas ocasiones, la percepción de la opinión pública en Colombia no logra diferenciar en los actos cometidos por los actores armados entre legalidad e ilegalidad, mientras los agentes del Estado insisten en utilizar métodos ilegales al momento de querer combatirlos.  Por su parte, el crimen sistemático de líderes sociales se minimiza de forma permanente.  Cierto sector de la sociedad incluso lo justifica.  Así, el crimen tiene el potencial de volverse la regla común, para dejar de ser la excepción.  La persistencia de la práctica de los falsos positivos o el crimen de lideres sociales, son evidencias de la existencia de un sistema totalitario en el sentido de Arendt, en la medida en que la sociedad a través del tiempo ha venido perdiendo su libertad de discernimiento al “normalizar” dichos fenómenos criminales.  La frontera entre lo legal y lo criminal ha dejado de existir.

“Según esa perspectiva, ¿lo que vivimos en Colombia es un régimen totalitario?”, le pregunté. 

“Así es.  Al no ser controlada la violencia generada en las regiones por la ausencia estatal, se ha venido normalizando de facto la barbarie impuesta por actores armados, con o sin participación de agentes del Estado.  Un Estado constitucional no puede existir parcialmente y solo se materializa en su capacidad para otorgar las más elementales garantías a sus ciudadanos, entre otras la vida y la seguridad, sin excepción a nivel territorial.  Incluso con un respetado tribunal constitucional y sus grandes avances, no es posible considerar que existe un Estado constitucional propiamente dicho en este país”, respondió de forma lapidaria.

En efecto, en los términos de Arendt se trata de una sociedad en situación de dominio totalitario, no a través de una dictadura estatal, sino a través de la violencia.  Colombia, sin estar viviendo formalmente en una dictadura, ha padecido a lo largo de varias décadas las consecuencias de la imposición de la fuerza armada en muchas regiones.  No se trata de una dictadura que abusa del poder estatal para imponer su régimen de manera temporal.  Se trata más bien de aquella situación particular de una sociedad, en donde se impone un régimen de dominio totalitario por parte de diversos actores armados a través de la violencia, con o sin ayuda de agentes del Estado, pero siempre aprovechando la ausencia de dicho poder estatal. 

En consecuencia, el número de víctimas que arroja el conflicto armado colombiano en todas las regiones del país, entre actores armados y agentes del Estado, particularmente la cantidad de desplazados y desparecidos, desde 1958 hasta la fecha, tiene pocos paralelos en la historia del continente americano y del mundo de la postguerra. 

Pero en Colombia pareciera que no somos conscientes de eso.  A pesar de lo dado a conocer en las últimas semanas, el Senado de la República aprobó con 64 votos a favor y uno en contra el ascenso a general de cuatro soles del Comandante en Jefe del Ejército Nacional, Nicacio Martínez Espinel.  Independientemente de los resultados de las investigaciones, al permitir que no exista ningún tipo de responsabilidad política luego de la ocurrencia de crímenes atroces, la sociedad evidencia su propio colapso moral, tal y como solo sucede en contextos totalitarios.

El Estado constitucional, a pesar de ciertos avances, no se ha podido materializar para millones de personas en Colombia.  En muchas regiones (y ciudades) gobernó y sigue gobernando la violencia.  Sin embargo, la persistente ausencia del poder estatal, el olvido de los territorios por parte del poder político no sería posible sin nuestra indiferencia.  No reconocer esa realidad significa hacernos responsables de que la violencia se prolongue; con nuestra indiferencia, no hacemos nada distinto que banalizar la barbarie.

Luego de su diagnóstico, ambos guardamos silencio.  Ya era algo tarde, y al siguiente día le esperaba un ciclo de conferencias desde bien temprano.  Antes de irse me preguntó:

“¿Ahora sí entiende por que no quería tener que recordar de nuevo la época del libro de Eichmann?  Lo único que hice en aquel entonces fue demostrar que existen seres humanos que carecen de capacidad de reflexión, del juicio libre de la razón, y que eso es lo que explica la barbarie que caracteriza un régimen totalitario.  Sigo considerando que el genocidio contra el pueblo judío es, ante todo, contra la humanidad.  Pero en Israel nunca me entendieron”.  

“¿Y eso que tiene que ver con el conflicto colombiano o con los colombianos?”, le pregunté mientras pedía la cuenta.

“Pues al dejar en evidencia el mito de la “normalidad institucional” en Colombia, y al insistir en que es ante todo la indiferencia social y política lo que permite que, como en cualquier régimen totalitario, se pierda la libertad de juicio y de reflexión ante actos de barbarie, temo perder los muy pocos amigos colombianos que tengo… Le pido un permiso, hasta mañana”. 

*Fernando Ortega, Abogado y docente universitario, hizo parte del “Masterclass 2019” del Instituto Max Planck de Derecho Público e Internacional en Heidelberg (Alemania).  Cuenta con una Maestría en Derecho Financiero Alemán y Europeo en la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz y es actualmente candidato a Doctor en Derecho a través de una beca del DAAD en la misma universidad, @FerOrtegaC


[1] Arendt, Hannah: „Macht und Gewalt“ (“Poder y Violencia“), págs. 52 – 53, 57, TB, München, Zürich 2003.

[2] Arendt, Hannah: „Was heißt persönliche Verantwortung in einer Diktatur?“ (“¿Qué significa responsabilidad personal en una dictadura?“), págs. 29 – 39, 2da. Ed., Piper Verlag GmbH, München, Octubre de 2018.  Dicho ensayo da lugar a las presentes reflexiones.  Tiene su origen en un manuscrito de la cátedra dictada por Arendt entre los años 1964 y 1965, en respuesta a las críticas recibidas tras la publicación de una de sus principales obras: “Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal”, publicada en 1964.

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12 COMENTARIOS

  1. Pues es una disertación filosófica muy interesante. Pero no toca el meollo: la posesión de la tierra, por parte del 1% de la población. Tampoco menciona los bajos salarios. La reforma agraria es nula.
    Es más largo el debate.

  2. Estimado Luis,

    Gracias por la lectura y los comentarios.

    Mi nombre es Fernando Ortega, y soy el autor de la columna. Utilizar como fuente de información veraz a Wikipedia no es lo mas recomendable. Existen fuentes que ubican el nacimiento de Hannah Arendt en la “ciudad de Kant”, (Königsberg/Kaliningrado), incluido un informe de un periódico especializado cultural alemán (“Die Zeit”) sobre Kaliningrado, así como la información biográfica del documental de la vida de ella, disponible en la página web de la primera cadena de tv alemana, “ARD”. Le remito los links (en alemán) para su consideración:

    https://www.zeit.de/1992/46/koenigsberg-kaliningrad
    https://programm.ard.de/?sendung=2811312890879104

    Sin embargo, en una de sus biografías mas leídas (Alois Prinz, 2012) se afirma que Hannah Arendt nace en Linden (hoy un barrio de Hannover) el 14 de octubre de 1906. Dado que toda su familia materna y paterna viene de Prusia oriental, la confusión se presenta por que el nacimiento de Hannah Arendt en Hannover (que en realidad se llama Johanna) sería más una casualidad porque su padre, Paul Arendt, había conseguido trabajo como ingeniero en una empresa de electricidad de dicha localidad, luego de vivir un breve lapso en Berlín. Siguiendo la mencionada biografía, en cualquier caso los recuerdos de infancia de la propia Arendt se remontan a Königsberg, donde esta claro que ella asiste a la escuela y transcurre toda su infancia y adolescencia.

    En cuanto a la técnica utilizada en la columna, debo aclarar que efectivamente se trata de una ficción. Nunca tuve una conversación personal con Hannah Arendt, y no encuentro registro alguno que indique que ella haya estado alguna vez en Colombia. Se trata de una técnica narrativa que me reservé el derecho de utilizar para comunicar de manera más efectiva y clara las ideas de Hannah Arendt. Valga decir que las fuentes de las afirmaciones las puede encontrar en la propia columna.

    Un saludo cordial,

    Fernando Ortega.

    En cualquier caso, la confusión se presenta por que el padre de Arendt trabajó un tiempo en Linden (hoy parte de Hannover) Hannah Arendt viene de una tanto las familias paterna y materna, como la propia infancia de Arendt

  3. Es un espacio importante para reflexionar, frente a la indiferencia de amplios sectores sociales que nos hemos acostumbrado a vivir en u. Régimen como el que vivimos día a día y que se reproduce y fortalece a través de la propaganda de los medios a su servicio

  4. Interesante reflexión, que al final es lo que cuenta, muy acertada y bastante actual por lo que estamos atravesando en este país, sin embargo al principio quedé algo confuso y molesto, pero luego comprendí su estrategia en la técnica de la redacción de esta columna.

  5. Excelente “cuento”. Un muy buen medio para aproximar el pensamiento y la ètica de Hannah Arendt con las circunstancias particulares de de la realidad política colombiana. Creo que, por lo menos en mi caso, logró su intención.
    Muchas gracias, Sr. Ortega.

  6. Muchas gracias por sus comentarios, Edilberto, Oscar Bustamente, Wilmar Fonseca y Raúl Jaramillo, sobre todo por tomarse el tiempo para la lectura.

    Saludos cordiales,

    Fernando Ortega.

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