Idolatría

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En estos días, hemos visto caer estatuas de próceres y conquistadores históricos. Ojalá este contexto sirva para reflexionar sobre los pedestales en los que hemos montado a algunos ídolos de hoy.

La Real Academia Española define “idolatría” como el “amor excesivo o vehemente a alguien o algo”. En las religiones abrahámicas, su prohibición está en el primer mandamiento (“No te harás ídolo”, ordenó Yahvé al pueblo de Moisés). En la política, debería ser pecado capital.

Es difícil sostener que somos una sociedad pacífica. Solo el siglo pasado, Colombia padeció de casi todo lo que puede ocurrirle a un país (quizás, solo faltó una guerra mundial). Tuvimos guerras internas, internacionales, hegemonía conservadora, república liberal, dictadura militar, Frente Nacional, clausura del Congreso, quema del Palacio de Justicia, asesinato de candidatos presidenciales, la guerrilla más antigua, el narcotraficante más grande… Vivimos una época tan violenta que se llamó así, la Violencia. Pero, en cada momento, siempre hubo un ídolo, un personaje que nos salvaría al final y, por cuya virtud, saldría el sol después de la noche más oscura.

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Colombia es una epopeya. Cada tanto, algún héroe épico llega para sacarnos del abismo. Un líder “sin precedente” y, sin embargo, recurrente en nuestra historia. Alguien que rompe todo molde, no se parece a nadie y, por ende, se para en su propio extremo. En la literatura universal, tenemos a Gilgamesh, Aquiles y el Cid campeador; en la política criolla, a nuestros próceres y caudillos que, invariablemente, se caracterizaron por ser hombres de temple, de ideas claras y – literalmente – de armas tomar.

Nuestra sangre tiene el calor de los bolívares, santanderes, gaitanes y laureanos. Ese calor del grito de libertad. El de los discursos en la plaza de la ciudad y los cantos en el monte. Ese mismo calor que, hoy, es incendio.

Llegamos, nuevamente, al nudo de la historia. Desabastecimiento, devaluación, brutalidad, vandalismo, ignorancia, impotencia e indolencia llenan las páginas de este capítulo. Todo está perdido, “¡abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis!”. Nuestra situación no parece tener remedio. Pero, como en toda novela caballeresca, una figura improbable se separará de los demás en el momento más difícil y nos llevará al desenlace para escribirse a sí mismo como protagonista de nuestra historia.

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Llegó el momento del héroe, todos lo esperamos. Es momento de que un gran colombiano, el más humano, nos salve de este infierno. Necesitamos a alguien con determinación, que no vacile ante el peligro y que tenga el coraje para cambiar lo que tantos no han podido. Alguien con visión para encontrar el camino y valentía para transitarlo. Necesitamos un ídolo.

Pero, los ídolos necesitan la tragedia, como los dioses griegos necesitaban la adoración de los atenienses para subsistir. Bien lo dijo Nietzsche en “El ocaso de los ídolos (o cómo se filosofa a martillazos)”: la idolatría es la aceptación de algo que nunca ha sido, como aquello que siempre será. Es la promesa de salvación hecha por quien solo existe por la amenaza de una condena.

Es llamativo, por decir lo menos, que entre más estatuas de líderes históricos caen, más nos aferramos a los ídolos de hoy. A Colombia no le hacen falta más ídolos, sino gente de carne y hueso que sepa que, en nuestro país, las palabras matan. Que se reconozca imperfecto(a). Que dude. Que cuide sus opiniones.

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No necesitamos más héroes, sino que nuestra historia, pronto, cambie de género.

*Andrés Felipe Díaz, abogado y filósofo. Especialista, magíster y doctorando en Derecho Penal. Profesor de la Universidad Libre de Barranquilla.

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