Un inusual equilibrista

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La batalla por la paz, Juan Manuel Santos

Dicen los especialistas que el drama histórico surge en los grandes momentos de transición de la historia de un pueblo. Pues bien, esta extensa crónica que relata un crucial momento de Colombia, se asemeja a un apasionante drama shakespeariano: aquí encontramos personajes de la vida real asimilables a un engreído y cobarde Falstaff, algún que otro Calibán, el tirano Ricardo III, incluso los infaltables bufones; Próspero sin duda, el fiel Conde de Kent, y lamentablemente también un desatinado y cruel Tito Andrónico.

La trama de esta historia comienza cuando Santos cuenta que, desde su perspectiva de hombre formado en el ámbito liberal y posteriormente como militante de la llamada Tercera Vía, su objetivo era llevar a su país a un nivel de desarrollo que impactara y lograra cambios económicos reales en la población. Este plan, sin embargo -se lo mostraban una y otra vez políticos y economistas de varias partes del mundo- era completamente inviable mientras no se lograra poner fin al conflicto armado: “El capital no es amigo de las guerras, no es amigo de la violencia, no es amigo de la inseguridad, ni física ni jurídica”.

Muestra a un político de visión pragmatista, neoliberal y concreta: con guerra no hay sociedad de bienestar. Y como en cualquier drama shakespeariano, aparece la cuestión capital: la obtención del poder. Cuenta Santos su historial como político desde su desempeño como ministro, las agonías electorales, las conjuras, las traiciones, los sacrificios, hasta que lo logra. Entonces, el 7 de agosto de 2010, día de su posesión como Presidente de la República, anuncia el derrotero de su gobierno, el eje central de su política: la consecución de la paz para Colombia.

En una prosa fluida, impecable, esta crónica se presenta apasionante.  Es como esos libros en los que en el primer párrafo nos dicen quién va a morir y quién es el asesino, pero en los que la narración es tan versátil que lo que interesa son los detalles y cómo está contada. Porque, además de relatar de primera mano detalles y curiosidades de hechos históricos relevantes para nuestra historia, la forma expositiva que adopta el protagonista-narrador le muestra al lector que está ante un político sereno, de recia personalidad, un inusual equilibrista. Alguien que ejerce el poder como un estratega que aborda los temas con una perspectiva global, pero con tácticas concretas.

Naturalmente sale a la luz su origen en las élites colombianas. Tuvo la oportunidad de educarse en grandes universidades, es un conocedor profundo de la historia de su país –el recuento que hace de los procesos de paz anteriores es excelente- y es un hombre de una cultura nada despreciable. Y esto de la cultura tiene su importancia, mucha importancia, para su empeño en el proceso de paz, porque la empatía –de la que habla Marta Nussbaum- fue una de sus estrategias más certeras.

Volviendo a lo novelesco -entre otras cosas, los títulos de los capítulos y apartados, son increíblemente sugestivos-  el lector va descifrando la complejidad de la personalidad del narrador. Hay aquí una reflexión  sobre el poder y sobre un estilo de ejercerlo.  El tono del libro deja entrever que a quien está compartiendo estas experiencias le queda muy difícil deponer un cierto aire de ironía. Sin ninguna ampulosidad, relata acontecimientos de suma gravedad y, aunque a veces tenga un tono aparentemente jocoso, se sabe un texto cardinal para la historia.

En el relato de su reconciliación con el mandatario vecino, uno de sus más acérrimos enemigos, el papel del humor en momentos convulsos, refleja la cosmovisión de un hombre fogueado en varias plazas, sorteador de muchos peligros, y que, por otra parte, logra contar con sobriedad y elocuencia las operaciones militares que estuvieron a su cargo. En el tema de los enemigos nos deja la sensación de que separa muy bien –o intenta hacerlo- a la persona de las ideas que representa. Se toma con humor al personaje, pero combate fieramente sus ideas, como el caso de su acérrima batalla para desmentir el absurdo de que en este país no ha habido conflicto armado.

Logra establecer, además, una relación cercana con el lector cuando hace pequeñas confesiones personales; cuando señala uno de sus rasgos distintivos y que ha sido vital a la hora de gobernar y de sacar adelante un proceso que tuvo momentos terriblemente agónicos: “en mi vida he desarrollado una especie de coraza que me protege, en los momentos difíciles, del vaivén de las emociones”; o cuando alude a su alma de jugador, a su cara de póker, o cuando confiesa su debilidad por la Virgen de la Milagrosa y su cercanía con el mundo esotérico.

Igualmente, deja consignadas reflexiones y lecciones prácticas sobre su filosofía como negociador. Señala que es necesario desarrollar empatía con el adversario, asumir la perspectiva del otro, respetarlo, deponer prejuicios y generar confianza.  Junto a esto, tener el  talante para no perder de vista las líneas rojas, lo que para él resulta totalmente innegociable. Sin duda, es un documento capital, incluso un modelo para la formación estratégica de líderes en negociación política:

“El liderazgo para la guerra es vertical y, en ese sentido es más sencillo, pues divide el escenario entre buenos y malos, y con cada victoria, con cada trofeo, se ganan aplausos. El liderazgo para la paz en cambio, es horizontal, pues implica una negociación entre grupos y personas en los que ninguno puede considerarse por encima del otro. Y supone algo más, mucho más complejo y ambicioso: combatir prejuicios, superar el miedo que se disfraza de odio y el odio que se convierte en sed de venganza, y abrir mentes y corazones a la posibilidad de lograr acuerdos con el adversario”.

Se presenta como un político que quiere a toda costa distanciarse, muy críticamente, de la concepción populista del poder concentrado en el ejecutivo, encarnado casi siempre en un líder carismático que establece una relación mesiánica con el pueblo -del que se siente el único intérprete válido y depositario de su voluntad- y que le impulsa a imponerse a los demás poderes del Estado. Su respeto y valoración de las instituciones estatales parecen haber sido esenciales a la hora de encontrar una salida al tema de la justicia y de la participación política de su contraparte en los Acuerdos de Paz.

Con un talante alejado de cualquier nihilismo, este narrador nos deja la inquietante sensación de que, pese a que toda la historia ha sido una sucesión de crisis consecutivas, de violencia tras violencia, hay momentos en que hay que jugárselo todo, y apostar, lanzarse al agua por un objetivo, en este caso sellar un Acuerdo y pasar una de las páginas más dolorosas que puede vivir un país. Finalmente, Colombia es otra después de ese suceso histórico.

En estas memorias, se vislumbra al hombre y al mandatario. Probablemente, si como hombre no hubiera compartido una habitación cuando era niño con un mítico y sanguinario guerrillero, probablemente como político no habría entendido el factor humano de sus contrincantes y no se habría liberado de sus prejuicios para empeñarse cinco largos años en una negociación que de antemano se daba por perdida. Y, como lector y hombre inserto en la cultura, pudo tomar como guía para su derrotero político la definición de Civilización de Ortega y Gasset, que resume todos los empeños de la búsqueda de la paz: “Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación”.

*Consuelo Gaitán, graduada en filosofía y literatura de la Universidad de los Andes. Se desempeñó como Coordinadora del Grupo de Literatura y Libro de la Dirección de Artes del Ministerio de Cultura. Exdirectora de la Biblioteca Nacional.

                                                                                                       

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