6.402 y una explicación pendiente

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Dos protagonistas de esta macabra película de horror deben responder ante el mundo: primero, Estados Unidos, que despilfarró recursos que habrían podido ser destinados a la recuperación de las zonas marginales de Colombia, y, segundo, el cuestionado expresidente y ex senador Álvaro Uribe Vélez.

Los enemigos del proceso de paz desconocen o cierran los ojos obcecadamente ante los evidentes y cuantificables logros alcanzados luego de su firma. Según la Agencia para la Reincorporación y la Normalización, se desmovilizaron 13.202 combatientes de los cuales se mantienen en el proceso el 98,6%.

Las cifras de muertos y heridos bajaron abismalmente. Solo en 2010, las bajas de la Fuerza Pública pasaron los dos mil quinientos mientras, en 2019, no alcanzaron los 100 hombres, según información presentada en El Tiempo.

Impresiona la cifra de 2010 debido a que marca el final de los dos periodos consecutivos del expresidente Uribe Vélez, los cuales se presentan ante el mundo como un logro para la democracia y la estabilidad del país.

Al revisar los números de los cultivos ilícitos en el territorio nacional entre 2001 y 2010, se evidencia que, luego de los ocho años de mandato y el apoyo económico y militar de los Estados Unidos, todavía continuaban 62.000 hectáreas de coca sembradas en territorio nacional, según lo informado por la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito en su informe anual de 2011.

El reciente informe de la JEP, que eleva el número de “muertes ilegitimas para ser presentadas como bajas en combate” a 6.402, coloca nuevamente en el ojo del huracán a la Seguridad Democrática y al Plan Colombia como su principal financiador, ya que su objetivo principal se enfocaba en la sustitución de cultivos ilícitos, el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el terrorismo y, con ello, la consolidación de la institucionalidad.

Sumadas las tres variables – muertes de militares, cultivos de coca y la práctica conocida como “falsos positivos” -, se hace necesaria la reevaluación del discurso que presenta la primera década del siglo como una etapa de reconstrucción de un Estado fallido a punto de colapsar.

Fue precisamente el concepto de Estado fallido en el cual nos enmarcó los Estados Unidos lo que motivó al gobierno de Clinton a suscribir el Plan Colombia con Andrés Pastrana. A partir de su entrada en vigor y el 9/11, Uribe Vélez encontró el camino expedito para implementar la seguridad democrática.

Por una parte, el Plan Colombia, lo dotó de recursos económicos para el fortalecimiento militar y por otra, los atentados a las Torres Gemelas le dieron la excusa a Bush para promulgar su doctrina contra el terrorismo, a la cual se unió sin vacilar el mandatario colombiano.

A partir de ese momento y producto de esa conjunción temporal de dos presidentes de derecha, se inició una carrera por mostrar resultados: desde los Estados Unidos, el respaldo a quien sería prácticamente el único fiel servidor en la región y, desde Colombia, la presentación de un escenario en el que se avanzaba raudos en la aniquilación militar de las guerrillas y, con ello, del flagelo del narcotráfico.

El desespero del gobierno colombiano llegó a su clímax con la secreta promulgación de la Directiva Ministerial 029 de 2005, mediante la cual se abriría una caja de Pandora de la que ya conocíamos una vergonzosa versión. No obstante, la profunda y seria investigación de la JEP ha conducido a que el mundo libre, civilizado y democrático eleve enérgicas voces en búsqueda de una explicación por parte de los responsables.

Dos protagonistas de esta macabra película de horror deben responder ante el mundo: primero, Estados Unidos, que despilfarró recursos que habrían podido ser destinados a la recuperación de las zonas marginales de Colombia, y, segundo, el cuestionado expresidente y exsenador Álvaro Uribe Vélez, quien ya no podrá continuar presumiendo en la arena internacional sobre unos inexistentes logros de sus ocho años de mandato.

Los hechos dejan sin argumentos a esos detractores de la paz, ya que las cifras ratifican que la negociación fue el único camino para reconstruir los cimientos de una nación bañada en sangre. Una nación en la que los muertos los ponen los más vulnerables y los beneficios de esa guerra los obtiene esa élite que gobierna la nación desde sus primigenios orígenes.

*Héctor Galeano David, analista Internacional.

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