A la espera del bicentenario

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La historia como base para la reflexión sobre el presente y el futuro me parece fundamental. Pero, en Colombia, parece que no nos gusta saber sobre nuestra historia y no nos gusta usarla para entender nuestro presente y planear nuestro futuro.

Colombia celebra este año, todos lo sabemos (creo), doscientos años de vida independiente. Colombia es un país curioso porque tuvo dos independencias: una en 1810 y otra en 1819. El bicentenario de 1810 no lo celebramos como era debido. Para comenzar, el museo del 20 de julio en Bogotá estaba cerrado el 20 de julio de 2010. Así como lo oye (o lee, en este caso): cerrado por renovación.

Al paso que vamos, el bicentenario de 1819 tampoco lo vamos a celebrar muy bien. No se ven preparaciones oficiales por ningún lado. Algunas editoriales se han puesto las pilas y han sacado volúmenes conmemorativos; el Banco de la República sí ha armado algunas exposiciones; el Museo Nacional ha tratado de terminar su renovación para estas fechas; y Colciencias sí sacó unas becas del Bicentenario. Pero del gobierno central no he oído nada. Tal vez esté equivocado. Tal vez la presidencia y el Ministerio de Cultura están haciendo mucho. Pero lo que están haciendo, la verdad, no se ve por ningún lado. ¿Hay alguna comisión de preparación de las efemérides? ¿Algo así existe?

Imagen: El Espectador 02/01/2019

Aún hoy es fácil encontrar evidencias de que, entre 1910 y 1919, el país se tomó en serio el centenario de su independencia. Por ahí quedan monumentos y documentos. Al paso que vamos, eso no va a pasar con el bicentenario. Llegará el 7 de agosto, y quizás el presidente visite el puente de Boyacá. Pero eso no será suficiente.

Es doloroso que Colombia tenga tan poca conciencia histórica. Me dicen por ahí que incluso la cátedra de historia fue eliminada del currículum escolar. Espero que no sea cierto.

Los 200 años de la independencia de Estados Unidos, en 1976, fueron celebrados por todo lo alto, e igual pasó con los 200 años de la Revolución Francesa, en 1989. Esas celebraciones son un tanto arbitrarias (¿por qué uno celebra los 200 años, y no los 199, o los 153?), pero sirven para hacer una reflexión como país sobre los logros alcanzados y sobre las tareas pendientes. La historia como base para la reflexión sobre el presente y el futuro me parece fundamental. Pero, en Colombia, parece que no nos gusta saber sobre nuestra historia y no nos gusta usarla para entender nuestro presente y planear nuestro futuro.

Lo que se necesita es que el país reflexione sobre su ser nacional, sobre el pasado como precondición para el futuro. Sobre sus evidentes logros, y también sobre sus evidentes fracasos. Mientras que la Colombia de hace 200 años no debía tener más de tres millones de habitantes, muchos de ellos sumidos en la pobreza, la Colombia de hoy tiene unos 45 y la pobreza se va superando poco a poco y mientras que, en el siglo XIX y en buena parte del XX, las instituciones democráticas fueron frágiles, hoy la democracia parece haber avanzado.

Mucho hace falta: más desarrollo, más equidad, más infraestructura, más educación, menos corrupción. Los más cínicos dirán que, mutatis mutandis, merecemos el mismo apelativo de patria boba que merecimos hace 200 años. Los más optimistas verán una senda continuada de progreso institucional y social. Las dos más grandes tragedias de Colombia son su violencia y su desigualdad. Los 200 años nos cogieron sin superarlas. Ojalá no nos toque esperar otros 200 años más para superarlas.

Desde mi punto de vista, Colombia es grande, no porque ha sido, sino por lo que puede llegar a ser. Por la promesa de futuro, no por la gloria del pasado. Pero, para realizar esa promesa de futuro, mucho de nuestra cultura tiene que cambiar. Nuestra cultura de la viveza y la ilegalidad. Las ganas de legislar para Dinamarca y no para Cundinamarca. El fetiche de la norma. La falta de solidaridad. La cultura mafiosa. La atracción por las formas, y no por el fondo. La cultura del atajo y el camino fácil. El irrespeto por los demás. La incapacidad de pensar en grande. El clasismo. El desprecio por la verdad, la ciencia y el conocimiento. No podemos dejar pasar esta oportunidad del bicentenario para repensarnos como sociedad.

*Daniel Castellanos, economista, director de la Fundación Impacta,  organización para la transformación social, @castellanosgd

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