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Iván Duque marchará por última vez sobre su odiosa alfombra roja con rumbo hacia el olvido.
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Con asombrosa insolencia camina erguido como si su paso por la primera magistratura hubiera sido memorable o al menos aceptable. Se marcha con la íntima y no menos desvergonzada convicción del deber cumplido esgrimiendo cifras que más parecen de un reino escandinavo que de un país saqueado y empobrecido. Pero la evidencia es testaruda: entrega un país en ruinas, desfalcado en su erario y con un profundo déficit fiscal; uno de los mayores índices de inflación del siglo y a pesar de la recuperación, uno de los mayores niveles de desempleo de las últimas décadas; un sistema de pesos y contrapesos destruido reflejado en unas “ias” favorables al régimen y complacientes frente a los desmanes de los corruptos de marras.
Las cifras de masacres superan los 300 eventos en todo el país y la cantidad de líderes sociales asesinados casi llegan a los mil casos. 261 firmantes de la paz fueron silenciados para siempre durante el mandato del impresentable presidente. Con su retórica barata y mal hilvanada le mentía al mundo al referirse a la implementación de los acuerdos de paz y de medio ambiente, mientras de puertas para adentro se negó a reconocer el valor de las víctimas y los derechos de los firmantes comprometidos con el proceso, se empeñó de manera férrea en volver a los tiempos del glifosato y los pesticidas nocivos para la salud de los campesinos y a cualquier precio empeñó la vida por implementar el fracking en Colombia. Intentó acabar con la JEP, se disfrazó de policía después de la matanza de civiles durante la protesta, fue genuflexo frente a los poderosos, no reconoció el informe final de la Comisión de la Verdad, fue permisivo hasta la complicidad con los grandes saqueadores del erario y en sus cuatro años solo supo darle la espalda a la reconciliación.
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Muchos medios de comunicación fueron benévolos con su inexperiencia, al punto de llamar a su primer año de gobierno “un año de aprendizaje” y supieron ser favorables cuando la administración necesitó un empujoncito para subir sus precarios índices de favorabilidad.
Pero en algo sí que fue injusta la opinión pública: lo acusan de ser inepto e ineficiente; todo lo contrario: prometió en campaña hacer trizas la paz y en efecto la deja herida de muerte. Prometió trabajar para los grandes capitales ofreciéndoles prebendas y exenciones y así lo hizo durante la pandemia, salvando grandes compañías mientras le daba la espalda a los pequeños y medianos empresarios. Fiel a su espíritu neoliberal, dio subsidios de miseria a los pobres durante los meses de encierro y se negó a dar una renta básica digna a miles de hogares con trapos rojos en sus ventanas. Y lo más importante, en campaña, como en una especie de pacto no escrito, juró pasar sus cuatro años de gobierno de rodillas frente a su jefe natural, y así lo hizo.
En suma, entrega una casa en ruinas y allí viene a mi memoria aquella escena épica de la obra maestra de Sergio Cabrera, La estrategia del Caracol, en la que unos inquilinos entregan un predio destruido a sus propietarios originales con la consigna que le da nombre a esta columna, y aunque la comparación es odiosa, ya que en la película aquellos lo hacen por esa cosa llamada dignidad, en el caso de Duque entrega las ruinas de un país por cuenta de su propia mezquindad.
Cínico hasta el último instante, camina por su alfombra roja con su deleznable séquito de aduladores a sueldo, dejando atrás un halo de desvergüenza, y entre la bruma emergen en letras rojas la contundente sentencia: “Ahí tienen su hijueputa casa pintada”.
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*David Mauricio Pérez, columnista de medios digitales y cronista. Asiduo lector de libros de historia. @MauroPerez82