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La indignación por la incompetencia e indolencia del Gobierno no puede llevar al dramático error de considerar su caída como una solución.
En la profunda crisis que vivimos, el grito de dolor y desesperanza de nuestros jóvenes se ha hecho estridente. Manifiestan su indignación y desasosiego masivamente y con una frecuencia que no se había visto. Viven un presente sombrío y presagian con horror su NO futuro. No soportan la corrupción, la exclusión, el clasismo, ni las fobias que nuestra sociedad les inculca. Repudian odio y polarización como pan de cada día, rechazan el legado de una cultura de intolerancia y muerte. Claman por oportunidades y esperanza. Cargan una angustia que la pandemia les ha hecho insoportable y anhelan una empatía, que este gobierno no conoce.
Es diciente que, según la reciente encuesta de Cifras y Conceptos, la Universidad del Rosario y El Tiempo, realizada entre el 6 y 12 de mayo, el 91% de los jóvenes no tenga confianza en la presidencia, el congreso, ni los partidos políticos y proteste contra el Gobierno nacional. Además, el 84% se siente representado por el paro, el 70% ha participado en marchas pacíficas y el 49% ha sido testigo directo de abusos policiales.
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Las expresiones de quienes, desde sus privilegios, califican de vagos, parásitos o delincuentes a los jóvenes que protestan y reprueban a las universidades por alcahuetas, por darles albergue, refuerzan la indignación juvenil. También lo hacen las declaraciones de dirigentes del partido de gobierno y funcionarios incluso del nivel de la Vicepresidente y Canciller quienes, después de casi tres años en el poder, siguen evadiendo sus responsabilidades y con el mayor cinismo continúan con su cómoda y trasnochada receta de culpar al gobierno anterior y los acuerdos de paz de todos los males, especialmente de aquellos que son consecuencia de su incapacidad.
De otro lado, es natural la creciente preocupación por las consecuencias económicas y de salubridad de manifestaciones y bloqueos. Los desmanes, el vandalismo, los destrozos en nuestras calles y los ataques a los policías, de los que no participan la inmensa mayoría de los manifestantes, producen indignación y requieren la más enérgica condena. Evitar más destrucción y caos es un clamor de la sociedad. Es necesario identificar, judicializar y hacer pagar a los vándalos y responsables de los delitos cometidos. Es urgente levantar los bloqueos de carreteras y regiones; estos han causado desabastecimiento de medicamentos y alimentos así como otros enormes perjuicios que amenazan con ser devastadores para el sector productivo.
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Pero la solución está lejos de ser a sangre y fuego. La protesta social no es un problema de orden público afirma con tino el facilitador Monseñor Henao. No estamos ante combatientes. Es prioritario mostrar algo de empatía por el enorme sufrimiento de gente que lucha por sobrevivir y escapar de la miseria. Ellos no pueden ser graduados por el Gobierno como enemigos.
La respuesta estatal a la protesta ha sido errática y desproporcionada. Ésta se rechaza en el mundo y, de nuevo, está llevándonos hacia un aislamiento que puede llegar a ser peor que el experimentado en épocas en las que fuimos parias.
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La censura no es por miopía de los observadores, ni porque haya una conspiración liderada por Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Comisión Europea, los parlamentarios del Partido Demócrata, la Cámara de los Lores y en la que participan muchas otras instituciones, organizaciones y medios de comunicación castro-chavistas alineados con Maduro y las disidencias de las FARC. Es porque múltiples hechos cometidos por agentes del Estado en medio de la protesta van en contra de múltiples compromisos internacionales suscritos por Colombia y no son tolerables.
En el país se han pretendido normalizar conductas que son inadmisibles. No es normal que durante la protesta se cuentan alrededor de cincuenta muertos y centenares de heridos por el accionar policial. No es normal que se abuse sexualmente de adolescentes en operativos. No es normal que en las manifestaciones se presenten desapariciones. No es normal que líderes hagan llamados al uso de las armas. No es normal que civiles armados se unan para hacer justicia por su cuenta. No es normal que éstos le disparen en la calle a los indígenas. Ninguna de estas conductas es aceptable en un país civilizado; son síntomas de una deplorable enfermedad que padece nuestra sociedad.
La indignación por la incompetencia e indolencia del Gobierno no puede llevar al dramático error de considerar su caída cómo una solución. Según lo que se ve en las redes, hay quienes de lado y lado coquetean con la idea. Unos para saciar su indignación y otros por considerarla funcional para impedir las elecciones en las que, no dudan, se les pasará factura.
Las manifestaciones de frustración y desesperanza, por un buen tiempo, seguirán haciendo parte de la realidad aquí y en muchas partes del mundo. El diálogo y la concertación con instancias en los que estén efectivamente representados los jóvenes son el camino para evitar mayores desastres. Pero, en las actuales circunstancias, señales que construyan confianza y contribuyan a contener el caos son urgentes. Por lo tanto, acuerdos inmediatos, realistas y verificables que se cumplan a corto y mediano plazo son indispensables y mucho más efectivos que cualquier embeleco autoritario.
*Juan Manuel Osorio, abogado experto en derechos humanos.