Andreína

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Querida Andreína:

Sobre ti llevas el nombre recurrente en muchas novelas de los escritores rusos, los más grandes que ha parido este planeta.

Si algún día lees esto que estoy escribiendo es porque has sobrevivido, porque la vida, el destino, tienen cosas caprichosas, una ruleta ineluctable y, aunque le seamos esquivos y no queramos, nos encontrará nuevamente como el eterno retorno del que habló Nietzsche. Si llegas a leerlo es porque resististe a la intemperie, al sol canicular, a una de las tantas hordas de los que se dicen llamar “hinchas” de fútbol que recorren las desoladas carreteras colombianas, encaramados sobre tractomulas armados con machetes y cuchillos asaltando sin piedad a los migrantes que van camino hacia ninguna parte, “raponeándoles” sus pocas pertenencias. Ante ti se abría como espejismo una incandescente autopista de 500 kilómetros que te hacían falta para llegar caminando a Cali y de ahí pasar a un país vecino. Esa lustrosa carretera parecía un espejismo de agua por los efectos del astro rey. 

(Lea también: El drama de ser discapacitado en Colombia)

Venías caminando con tu padre Héctor que lleva el nombre de uno de los grandes guerreros de la mitología griega, con tu madre cuyo nombre no recuerdo  y un pequeño niño, quien era tu hermano de cuatro años metido en un desvencijado coche. Ese pequeño carrito infantil empujado por tu padre llevaba anudado sobre su improvisado techo algunos  bártulos. Con escasos ocho años, venías rezagada al final de esa pequeña fila. Jadeante, tocabas las hojas de algunos matorrales que estaban al borde de la carretera; tus zapatos desgastados por la caminata no tenían casi plantilla; tus rizos de color cobrizo por la inclemencia del sol ocultaban tu mejilla izquierda inflamada por los efectos de una afección odontológica. En ese incandescente meridiano, seguías avanzando con tus progenitores en fila india porque había que darle paso a las tractomulas que pasaban raudas transportando las riquezas de este país y a los incontables vehículos que transitaban con el afán de llegar a algún sitio. Más adelante, un retén de militares con aspecto humilde que levantaban el dedo en señal de victoria a todos los viajeros que pasaban, te cerraban el paso. Seguramente eran esos muchachos de la misma estirpe de los que habló un general campeón en falsos positivos cuando se refirió a ellos tratando de lavarse las manos como Poncio Pilatos: “esos muchachos ni siquiera sabían cómo coger cubiertos ni cómo ir al baño”. Ustedes eran parte del paisaje; se veía en tu rostro el cansancio, el agotamiento porque, según me comentó tu padre, que seguía empujando exhausto el pequeño carricoche, hacía 15 días habían salido del vecino país en busca de un mejor destino. Lo más difícil según escuché de tu padre fue pasar el páramo de Berlín, ubicado entre Cúcuta y Bucaramanga, un yermo donde en las noches la temperatura puede oscilar entre menos cinco y diez grados. Esa noche, para calentarse, se acurrucaron con otros migrantes en una estrecha casucha para sobrevivir a esa gélida madrugada. Al día siguiente, no querías avanzar. Querías morir ahí, pero tu padre te animaba como en la película de “la vida es bella” y se inventó un juego infantil que consistía en contar todos los carros de color verde que pasaban para ocultarte el horror que estaban viviendo.

Andreína, yo había salido el día 4 de agosto del presente año a uno de los pueblos de Santander a celebrar ( este año no fue de celebración, sino de reflexión por el tema de la peste) como todos los años con un grupo numeroso de sacerdotes la fiesta de San Juan María Vianney, patrono de los párrocos, un humilde cura francés que fue enviado a una aldea lejanísima en lo más apartado de la  Francia rural llamada Ars, casi que en castigo por su poco rendimiento en los estudios en su paso por el seminario. Dicen que se ordenó de “carambolas”. Cuentan los biógrafos que la pequeña aldea de Ars, luego de la llegada de ese cura, fue centro de peregrinación de miles de almas, entre príncipes, cardenales, gente del común… que querían confesarse, enmendar su vida. Cuando partió camino a Ars, llevando pocos bártulos, extravió el camino y se encontró con un niño al cual le preguntó dónde quedaba el pueblo. El infante diligentemente le indicó el sendero y el sacerdote le respondió agradecido: “niño tú me has enseñado como llegar a Ars yo te mostraré el camino para llegar al cielo”. Hoy Ars como Asís es un lugar de visita obligada en especial para aquellos que se creen el ombligo del mundo. Dicen los que han estado en esos dos sitios que se siente un sobrecogimiento, algo extraordinario sobre la humildad, una conexión que no es de este mundo. 

(Texto relacionado: David y Goliat en las entrañas de una marcha pacífica)

Ese día del viaje había optado por no encender la radio; me quedaban tres horas de viaje. Por lo general en esos recorridos que siempre hago en solitario me abstraigo y pienso en algún final o inicio de una historia que se me ha quedado enredada en cualquier nudo gordiano; algunas veces, con remordimiento, corto de tajo dicho nudo en vez de desenredarlo. Rompí la promesa y encendí la radio; el dial sintonizó la noticia sobre un hecho de corrupción como es recurrente todos los días en el país, cuando un acontecimiento sepulta al otro. La noticia hablaba sobre una ministra que había adjudicado un infierno de plata con unas pólizas chimbas para la conectividad en las escuelas más apartadas del territorio. En medio del silencio del recorrido, escuchando a la sabuesa periodista de marras que le había hecho seguimiento al asunto, reflexioné mucho sobre el destino del país, de las profundas heridas y laceraciones que a diario deja este fenómeno que ha hecho metástasis en todos los niveles del tejido social.  Había avanzado media hora para salir a una autopista llamada la Ruta del Sol, engendro de Odebrecht, cuyo tramo entre Aguachica y San Alberto Cesar, Puerto Araújo y Puerto Boyacá tiene más cráteres que la superficie lunar. En este último tramo, han sucumbido vehículos que han arrojado varios muertos en pavorosos accidentes. Ahí están anclados los peajes más costosos del país. Por esa autopista venían avanzando a pie, dos adultos acompañados de dos niños; paré el vehículo. Mi primer impulso fue dar algo, ofrecer alguna cosa; luego se me ocurrió darles un envión y se me vino a la mente la peste, los contagios y, al final, orillé el carro y me dije para mí: “al diablo con la peste”.  La niña que iba con ellos se acercó al vehículo y me saludó: “hola, mi papá tiene un niño pequeño”. El papá empezó a recoger el pequeño coche, que permanecía suturado con alambre por todos los lados. Al fin, como pudimos, se embarcaron en el vehículo que arrancó por la lustrosa carretera. 

A la media hora de recorrido, tú y tu hermano dormían plácidamente sobre el regazo de tu madre; llevaban más de medio mes caminando. El padre que iba a mi lado iba relatándome el drama que les había tocado vivir; yo lo escuchaba atentamente mirando abstraído el negro asfalto. Finalmente me dijo que los mandatarios de ambos países hermanos eran dos burros; yo le asentí y no atreví a mirarle porque mis ojos permanecían nublados ante semejante tragedia. Al final del día, esa noche pensé mucho en ellos. ¿Por dónde irían caminando, cómo estarían? Pensé mucho en Andreína cuando se despidió. Sus ojos se le nublaron cuando le dije que rezara por mí, que yo iba a rezar por ellos para que un corazón compasivo los ayudara a seguir y algún día llegaran a su destino.  Hoy que escribo estas palabras pienso que ese fue el mejor regalo que me concedió el santo cura de Ars en esa fiesta: haber estado con esa familia y ser uno de ellos y encarnar ese dolor del Cristo que aún sigue sufriendo en la cruz cuando se les ve avanzando en largas filas bajo una canícula infernal con destino a ninguna parte.

(Le puede interesar: Breve encuentro con el padre Javier Giraldo)

*Ubaldo Díaz, sacerdote. Graduado en Filosofía y educación de la Universidad Católica de oriente. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB Barrancabermeja. Años 2018 -2019.

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