Ataques a la JEP

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Para el Gobierno, la paz como signo de progreso histórico y moral de la Nación es una amenaza contra sus políticas, una afrenta a sus militantes.

Son casi inagotables los esfuerzos del uribismo y los sectores más conservadores por desprestigiar una corte y un juez indesprestigiables. Recurren a artimañas baratas, a falacias y calumnias, a unos ataques tan pobres y rastreros que no demuestran nada más que su ligereza intelectual. Para atacar apropiadamente a un enemigo, diría Chesterton, se debe reconocer sus fortalezas. Pero reconocer una bondad en el adversario es algo que le es imposible al uribismo. Su tonta vanidad solo reconoce sus propios logros inventados.

Los continuos informes de Naciones Unidas sobre los riesgos de obstaculizar la implementación de los acuerdos de paz o de entorpecer la Jurisdicción Especial de Paz – JEP – son una advertencia del inminente regreso de la violencia en regiones como el Cauca. Para el Gobierno, la paz como signo de progreso histórico y moral de la Nación es una amenaza contra sus políticas, una afrenta a sus militantes. El uribismo parece tener grabado en piedra esa máxima latina “Si vis pacem, para bellum” (si quieres la paz, prepara la guerra) y su gobierno se edifica sobre los hombros de Herodes, no conocido por sus habilidades administrativas, sino por su habilidad para pacificar llevándose por delante cientos de inocentes bajo su tiránico poder. Quizás por esta lógica los uribistas prefieren 80 veces un guerrillero en armas que un excombatiente en la Comisión de la Verdad.

El Gobierno insiste en sus penosos ataques, en una retórica eficiente aunque vacía, enceguecida con palabras de políticos y pastores que, sin fundamento o experiencia legítima, hablan de la paz y la guerra con una suerte de desagradable espíritu cruzado, tan alejado del Sagrado Corazón como cercano al de la Senadora Valencia, ese que considera la guerra y la violencia el único método para una aparente tranquilidad que ignora los verdaderos problemas nacionales.

Esto explicaría su impávida actitud ante los cientos de asesinatos de líderes sociales y de crímenes de Estado en el campo colombiano y su categórica reacción a atentados como el de la Escuela General Santander. Al parecer, a juicio de quienes atacan a la JEP, unas vidas son más valiosas que otras por el simple hecho de que para ellos existen los “buenos muertos” que, generalmente, son asesinados por líos de faldas o forcejeos, según las declaraciones de los exministros de defensa.

Critican la lentitud de la JEP, pero su pausado proceder es producto de la férrea e ilógica oposición en el pasado congreso por los afincados hoy en la Casa de Nariño. Además, el precario ritmo en los procesos o en las decisiones institucionales se trunca aún más por cuenta de la actual coalición de Gobierno. Su proyecto político es el control armado del territorio y la promoción de la guerra y, por eso, ven la paz como una abominación y no como progreso moral. Así, camuflada y soslayadamente, esconden la idea del único tipo de desarrollo que les cabe en la cabeza, aquel fundado en una economía de la guerra.

No es gratuita su injerencia en el Centro de Memoria Histórica o en la Comisión de Paz. Su ahínco por objetar la JEP responde a sus intentos por esconder las causas de la guerra, la memoria de las víctimas, los delitos de Estado y cualquier otra ganancia que nos garantiza la JEP y nos permite vislumbrar un horizonte esperanzador. ¿Podría alguno de ellos con legítima autoridad defender que todo pasado fue mejor sin recurrir a la tergiversación o a las verdades a medias? ¿Sin ser movido por su insólita inquina contra la JEP?

Si entendemos el progreso en términos de estadísticas amañadas, de megaproyectos infructuosos como Reficar o Hidroituango o de la posibilidad de viajar seguros a la finca en Anapoima, el desencanto es comprensible. Lo que la JEP representa es un progreso moral y político que sobrepasa la superflua y vacua mirada técnica y populacha.

Deben ser entonces ciertas las palabras de Gonzalo Arango: “los bellos mitos de la paz, la justicia y la libertad son privilegios exclusivos de las minorías dominantes”.

* Juan Camilo Perdomo Morales, filósofo egresado de la Pontificia Universidad Javeriana Cali y Magíster(c) en Filosofía Política.

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