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Javier Giraldo es un hombre tímido. Por el estereotipo que tenía, el día que lo vi, pensé encontrarme al súper cura, venerado por las familias de la comunidad de paz de San José de Apartadó.
Legendario jesuita famoso por las peleas con Álvaro Uribe y algunos generales del ejército, pero no, Javier Giraldo es un hombre tímido, frágil. Cuando nos encontramos, venía saliendo de la boca de un pasillo; por los cristales, se veía desgajar la eterna y fría lluvia bogotana. Algunos carros se deslizaban sobre la reluciente autopista. Caminó hacia mí, enfundado en una modesta chaqueta gris con sus puños ahogados dentro de sus bolsillos; sacando una mano de la chaqueta, me tocó el hombro y me invitó a seguir. Con su espalda de monje medieval, atravesó el umbral de una puerta separada por un jardincito cuidado con esmero por un hombre de piel cetrina que también guardaba el acceso a la puerta principal, el cual se inclinó con una venia a nuestro paso. Javier me invita a tomar asiento, cruza una de sus piernas, muestra unos zapaticos negros de niño aplicado muy bien lustrados. Al fondo sobre una desnuda pared, pende una pintura de San Ignacio de Loyola, fundador de la compañía de Jesús, orden a la cual pertenece el papa Francisco, expulsados de Colombia por el gobierno de José Hilario López, congregación que tiene elevados al altar 57 hombres y mujeres, entre ellos el gran Pedro Claver, Francisco de Borja, contemporáneo del estadista Tomas Moro – quien no es jesuita -, que fungía como canciller y sucumbió a la guillotina de Enrique VIII, cuando se negó concederle el divorcio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena. Ante esa negativa, Enrique VIII, forma rancho aparte y funda lo que hoy son los anglicanos. La congregación jesuítica se mueve entre la periferia y el centro, como es el caso de algunos curas que viven en las zonas más apartadas y deprimidas del país, donde no llega ni el diablo, luchando a brazo partido con los más pobres en la defensa de los derechos humanos, pioneros en Colombia con un centro de investigación popular llamado CINEP, que es la biblia de consulta para los teóricos serios de las ciencias sociales en cuanto al conflicto colombiano se refiere. Otro grupo rige una prestigiosa universidad donde se educan la mayoría de las élites que gobiernan a Polombia. Para algunos detractores de esta congregación religiosa, los jesuitas fueron hasta el siglo XIX,- por el cuarto voto de obediencia al papa -, una especie de servicio secreto del Vaticano. Hoy ese puesto, según sus contradictores es ocupado por las congregaciones ultraconservadoras – el “Opus Dei” y “los legionarios de Cristo” -, esta última conformada por jóvenes inmaculados, provenientes en su mayoría de familias italianas de abolengo y de la más alta alcurnia a quienes siempre se les ve enfundados perpetuamente en sotanas negras caminando en silencio sobre sus tacones y manos detrás de la espalda por los pasillos marmóreos del Vaticano. Según un vaticanista consultado, hoy Francisco los mantiene a raya, seguramente porque en su ancianidad el poeta Wojtyla – hoy elevado a los altares – sucumbió a los caprichos y hados maléficos del crápula Maciel.
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Javier Giraldo mira directamente a los ojos, no con ninguna pretensión de superioridad sino con un gesto de bondad e indulgencia cuando su interlocutor se pierde en los vericuetos de la historia del conflicto colombiano. Cuando no sabe alguna respuesta, agacha la mirada, la fija en uno de sus zapaticos, hurga en su memoria como conectando algún detalle y espera a que su interlocutor hable. Luego de ese silencio, sus palabras son contundentes, sentencias salidas de sus labios como un oráculo con la fuerza de un huracán. Es la fuerza del Logos, de la palabra como le llaman los filósofos de la metafísica; es un hombre de hablar pausado, nunca tiene afán. Por un falso cliché, a los teólogos se les tilda de analizar la realidad a partir de un dato revelado, pero este sacerdote siempre está preguntando, indagando por el porqué de las cosas, principio y fin último de la filosofía. Posee ese don sobrenatural de la escucha, que a pocos mortales se les ha concedido. Cada palabra y frase es respaldada por una anécdota, algunas de ellas dolorosas, y otras veces risibles: entre ellas contó lo que le sucedió con un ex presidente colombiano. Este último lo demandó por injuria y calumnia en aquel incidente en la prestigiosa universidad jesuita Georgetown con sede en Washington. Ese día, dicho ex presidente iba a dictar una cátedra en ese claustro. El padre Javier envió una carta a las directivas de la universidad sobre la inconveniencia de que el invitado dictara su conferencia. Fue demandado; tenía que comparecer ante un tribunal de Bogotá; no asistió porque, según él, en esos tribunales no pasa nada y, cuando es requerido, generalmente presenta una especie de tesis de 40 páginas amparado en un artículo de la Constitución nacional sobre la objeción de conciencia. Su contradictor sí asistió y esa misma noche se veía casi que asomado detrás de una selva de micrófonos, enviándole un mensaje: – “ese cura tira la piedra y esconde la mano” -. En pocas palabras le mandaba a decir “sea varón”, “quiere que le pegue en la cara mk”.
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La mañana sigue cayendo y nuestra conversación es más fluida. Una diminuta mujer se le acerca, le susurra al oído que si podía atender a una importante emisora bogotana y dar su opinión sobre el fallecimiento de uno de sus contradictores, ocasionado por un letal cáncer. Dicho hombre a esa hora iba conducido por Caronte en su barca, al viaje sin retorno, hacia el más allá. Hay un silencio, interrumpido por el rugido ahogado de los motores en v de los carros que siguen deslizándose sobre la autopista y el tic tac de la tijera que utiliza el hombre de color, que en silencio moldea un pino en el pequeño jardín. El sol ha salido por completo y ha derretido la fría mañana capitalina, uno de los rayos se difumina por los cristales. La mujer sigue de pie, como efigie esperando la respuesta. Javier adopta un gesto de reflexión casi que de oración que sólo es posible en los hombres que, a pesar de las diferencias, manifiestan un profundo respeto por la condición humana y el dolor. Con un suave ademán, le dice a la efigie que él no tiene nada que decir. La estatua da media vuelta, va y se sienta al lado de otra mujer que permanece absorta tecleando un ordenador. Mi tiempo con el padre Javier se agota, lo llaman a una reunión con x entidad internacional. Nos despedimos y lo vi alejarse engullido por el mismo pasillo en forma de túnel por donde había aparecido.
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*Sacerdote. Graduado en Filosofía y educación de la Universidad Católica de oriente. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB Barrancabermeja. Años 2018 -2019.