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Este fracaso del campo, no solo es atribuible al Estado y los gobiernos de las últimas cuatro décadas, sino también a las políticas impuestas y agenciadas por los gobiernos de Estados Unidos y la comunidad internacional.
Ayer me hicieron un regalo de esos que uno no espera, una muestra de afecto y, sobre todo, una demostración de compromiso con la vida y la paz, con el territorio, con la cultura y la tradición. Me regalaron media libra de café cultivado, cosechado, tostado y molido en el Catatumbo. Ese especial obsequio recibido de la mano de un campesino catatumbero, muestra de su resistencia y persistencia, me remontó a los años en que disfruté por primera vez de la presentación de la danza del café. La juventud desbordante, la belleza de los y las adolescentes que danzaban sin parar. Eran épocas en que los campesinos vivían del cultivo tradicional y luchaban desprotegidos contra la roya, ese hongo que arrasó cientos de hectáreas de café en las hermosas laderas catatumberas.
Iniciaban las novenas de Navidad, un 14 de diciembre del año 1989, y, por razones relacionadas con mi año rural y compromiso social, me encontraba en la vereda Mundo Nuevo del entonces corregimiento de El Tarra. Llegada la tarde, un grupo de campesinos me llevó al lado de la escuela y, como si estuviéramos cometiendo un delito grave, a escondidas, me ofrecieron un trago de aguardiente que, por supuesto, no rechacé. Luego me enteré de que había que beber clandestinamente porque el ELN tenía prohibidas las fiestas con licor. Poco a poco fueron llegando delegaciones vecinas a participar del convite de inicio de las novenas navideñas. Pronto en la escuela, luego de un control improvisado para el ingreso, en donde se había puesto como compromiso la entrega de armas blancas, cuchillos y machetes, comenzó la fiesta. Las guitarras saltaban de mano en mano interpretando merengues campesinos que amenizaban el baile de la machetilla con barato incluido, mientras se degustaba aguardiente o bolaegancho, el destilado de caña típico de la región.
Esos eran también los tiempos de la llegada de las primeras semillas de coca, que luego convertirían a esta región en la mayor productora de cocaína del mundo. Se escuchaban las desavenencias del EPL y el ELN con las FARC, guerrilla que había empezado a incentivar en la región la siembra. Recuerdo que en algunos retenes de carretera instalados por el ELN se incautaban las semillas de coca y se incineraban.
Los tiempos han cambiado, los campesinos perdieron la batalla contra la roya y la broca del café, nunca recibieron las mieles de la bonanza cafetera y perdieron también la guerra contra los productos agrícolas importados, debido a la apertura económica neoliberal. La mata de coca suplantó al café, al cacao, al maíz, a la cebolla, al tomate, al frijol, a la caña panelera, a la piña… en casi todas los minifundios y parcelas campesinas. Las costumbres cambiaron; ya casi no se baila el merengue campesino y ahora se escuchan los corridos prohibidos. Los campesinos cafeteros de la región en donde se inició la cultura cafetera de nuestra patria, en donde se comenzó la producción de café para exportar legal o ilegalmente, sucumbió a la economía de la cocaína ante la mirada o la participación cómplice de los líderes criollos y del Estado.
Los discursos que convocaban al cambio social y la transformación del modelo económico se fueron transformando poco a poco. Ahora lo importante es el reporte de cosecha de producción de pasta de coca, de producción de cocaína, de cuánta gasolina pataegrillo se produce. El cultivo poco a poco se fue extendiendo y la parábola del sembrador se hizo realidad, la cizaña representada en la planta que otrora llenara la espiritualidad de nuestros pueblos originarios se convirtió en el símbolo de la destrucción y la violencia.
Para el año 2019, treinta años después de mi visita a Mundo Nuevo, los municipios de Tibú, Sardinata, El Tarra y Teorama fueron incluidos en la lista de los diez municipios con mayor cantidad de hectáreas cultivadas de coca en Colombia que, junto con los demás municipios de la región, suman según el informe de las Naciones Unidas, 41.711 hectáreas, lo que convierte a Norte de Santander en el mayor productor de cocaína del mundo y donde se ha afectado más aceleradamente áreas protegidas y zonas de amortiguación (parque Catatumbo-Barí). En promedio, cada familia campesina posee una hectárea sembrada de coca; sin embargo, en algunas zonas los cultivos se han tecnificado de tal forma que se riegan por aspersión, lo que ha generado mayor cantidad de cosechas al año. No es que los campesinos del Catatumbo sean narcotraficantes, o millonarios, o tengan mejores condiciones de salud, educación o vivienda, que la mayoría de los colombianos y las colombianas. Por el contrario, este cultivo y su vinculación a la cadena de producción y tráfico de cocaína sólo los mantienen en estado de sobrevivencia, de “no morir de hambre”, de violencia y abandono. Han sido despojados de la capacidad de construir un proyecto de vida que les permita salir de la pobreza.
Una familia campesina del Catatumbo recibe en promedio 50.000 pesos diarios trabajando desde las 05:00 a.m. hasta las 05:00 p.m., sin prestaciones, sin cesantías, sin vacaciones, sin recreación. Con estos ingresos, debe garantizar la alimentación, el transporte, la salud, los servicios básicos y, adicionalmente, los insumos agrícolas del cultivo de coca, por lo que generalmente ingresa en la ruta de nuevas esclavitudes, ya que el comprador le hace anticipos de dinero o le respalda una cuenta de crédito en las tiendas del pueblo que terminan endeudándolo eternamente. No cuenta con agua potable o con gas domiciliario y, en muchas ocasiones, tampoco accede al fluido eléctrico. Sus hijos e hijas deben caminar varios kilómetros para llegar a la escuela, la cual no cuenta en la mayoría de los casos con las condiciones que permitan una educación adecuada que les ayude a romper los círculos de violencia y pobreza, muy pocos acceden a la educación secundaria y algunos privilegiados logran estudiar en las pocas universidades que ofertan educación profesional en la región. Es una reproducción constante de la pobreza, la esclavitud, la degradación del territorio.
Entonces, ¿por qué no siembran café, cacao, plátano, maíz, cebolla, tomate? ¿Qué hace más atractiva la siembra de coca frente a los cultivos tradicionales? Puede haber varias explicaciones, pero la más evidente es, por supuesto, la participación en un encadenamiento productivo, que les garantiza, en el peor de los casos, la compra de la hoja o, en segundo lugar, si han podido vender una res o unas cosechas a buen precio, adquirir una guadaña, construir unos contenedores de ladrillo, comprar insumos como la gasolina ya sea pategrillo o contrabandeada de Venezuela y unos bultos de cemento, ambos productos sin control estatal, para producir pasta o base de coca que se vende a mejor precio, o finalmente, para un pequeño grupo, continuar con el proceso de cristalización de cocaína para lo cual requiere otros insumos importados como el ácido sulfúrico, adquirir unos cuantos hornos microondas (ninguno de estos productos es controlado por el Estado) y vender al comprador, que en todos los casos llega hasta la parcela o cerca de ésta, le paga en efectivo, cancela las deudas de las tiendas, algunas veces en dólares, y así, hasta la próxima cosecha. Adicionalmente, el campesino debe asumir el pago de la cuota mensual para los cuidanderos legales o ilegales. No tiene que salir a lomo de mula por trochas y carreteras en mal estado, a llevar unos bultos de café o cacao, unas cajas de tomate para el mercado local, en donde el intermediario, sin ningún control estatal, le paga al precio que quiere, la mayoría de las veces a pérdida.
El campesino no es quien se enriquece en la cadena de producción y tráfico de cocaína; es en todos los casos una víctima de un modelo económico en donde él es el eslabón más débil y de una política que los señala, lo convierte en delincuente y le persigue.
Todo lo anterior demuestra la grave situación del campo colombiano por la falta de políticas agropecuarias que favorezcan e incentiven la producción criolla de alimentos y materias primas para la agroindustria y, lo que es peor, la falta de una verdadera reforma rural integral, que dé acceso a las familias campesinas a tierras productivas, salud, educación, vivienda, servicios, insumos, tecnología, comercio justo y protección y el fracaso de las políticas tendientes a erradicar o controlar los cultivos, la producción y tráfico de cocaína. Este fracaso, no solo es atribuible al Estado colombiano y los gobiernos de las últimas 40 décadas, sino también a las políticas impuestas y agenciadas por los gobiernos de Estados Unidos y la comunidad internacional. Es decir, la sociedad mundial, ha fracasado.
Espero saborear varias tazas de café catatumbero y, con cada sorbo, reafirmar el compromiso que cada colombiano debiera adquirir, de construir paz, justicia social, equidad y democracia, para que los sueños de los niños y niñas del Catatumbo y otras regiones del país, no se pierdan en trampa que el Estado ha diseñado para ellos.
Nota: Estoy de acuerdo con los senadores que han manifestado que es más barato para el Estado colombiano comprar la cosecha anual de hoja de coca que los gastos económicos y ambientales en que se incurre para erradicar forzosamente.
*Luis Emil Sanabria, bacteriólogo, docente universitario con estudios en derechos humanos, derecho internacional humanitario y atención a la población víctima de la violencia política. @luisemilpaz