Ceci

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Han pasado casi veinte años desde aquella vez que la vi por primera vez. Fue una tarde lluviosa. Caminaba aprisa bajo la leve llovizna y se tapaba de manera improvisada la cabeza con improvisados papeles sorteando las primeras gotas de la lluvia que repicaban sobre el asfalto. Desde la ventana de mi estudio, observaba sus movimientos. Se parapetó debajo de un improvisado cobertizo junto a varias personas que veían en silencio correr el agua por las calles como pequeña acequia, arrastrando toda suerte de papeles y basura. El ruido del último automóvil de la tarde que cruzaba la lustrosa avenida, dejaba tras de sí por un buen rato el sonido en el ambiente de lluvia.

Hoy, cuando me acuerdo o mejor la recuerdo, lo primero que viene a mi corazón son esos grandes ojos azules. Hablo de los recuerdos porque son los últimos en largarse del corazón. Lo que más recuerdo es su risita inocente cuando la sorprendía furtivamente mirando una que otra chuchería que yo guardaba celosamente. Eran cosas sin importancia, un libro, una vieja esquela, un reloj, un foto álbum. En fin, eran mis tesoros. Recuerdo la cara de sorpresa que ponía con sus mejillas enrojecidas como ese primer día que le dije que la lluvia era más hermosa por ella. La verdad, yo odiaba la lluvia. 

No sé si era pudor o sorpresa; lo cierto es que sus hermosas y encendidas mejillas estaban ahí como un ángel en el infierno. Muchas veces me contemplaba con verdadero placer y arrobo cuando leía, se acercaba a hurtadillas colocando el regazo al lado de mi cabeza y me preguntaba: ¿qué haces? ¿qué lees? Sentía su olor aún impúber, ese olor mezclado entre el sudor y su sexo. Ella sabía qué estaba leyendo y más aún entendía que esta semana devoraba un libro de Schopenhauer al cual consideraba misógino. Saciada su curiosidad, se alejaba o mejor se apartaba sigilosa como había llegado, dejándose caer en el mueble donde proseguía su labor perpetua de tejer no sé qué cosa, oficio que había heredado de las monjas de la presentación. Sin interrumpir el bordado, me preguntaba por el nombre de aquella mujer que en el día tejía y en la noche deshacía todo; esa historia la había trasnochado en la infancia. Le recordé que era Penélope esperando a Ulises de Ítaca.  De vez en cuando me miraba furtivamente por encima de sus lentes sin renunciar en ningún momento al movimiento mágico de las agujas en medio de las manos. 

Eso es lo que más recuerdo o me gustaba de ella, no recuerdo sus acalorados besos, ni su ímpetu de hembra dominante, ni aquellos abrazos que hoy se pierden en la bruma de mis recuerdos. Extraño mucho esa sonrisa indulgente y sin malicia ante sus amigas cuando estas pillaban algún gazapo en mis escritos. En ese tiempo, ella era crítica, correctora, censora, parecida a esa fauna de imbéciles que parasitan al lado de los escritores. Ella era la única mujer que se hacía esperar, o mejor,  en el espejo  había descubierto que era la más hermosa. Ése era el  único sitio del mundo donde se hacía rogar. Podía seguir el curso de la conversación sin perder un  detalle del surco de la ceja recién delineada. Algunas veces me tocaba salir porque a ninguna mujer le gusta que un hombre la mire cuando se está arreglando. Yo aprovechaba ese momento y me sentaba en el sofá a tintinear con los dedos la canción  anodina que sonaba en la radio o a contemplar la pintura  del Quijote que un amigo nos dejó antes de irse al exilio. Satisfecha  su vanidad, posaba frente a mí dando una vueltecita de pasarela, se veía rutilante, transformada, con esa expresión altiva y al tiempo infantil que nunca desparece de las mujeres hermosas. 

Recuerdo mucho ese día que la dejé en esa labor de tocador y me fui a conseguir un autógrafo de un escritor que estaba de paso por la ciudad.  Vi a ese imbécil  a  lo lejos, distante, asediado por las cámaras de TV, las luminarias, ese hombre no era de este mundo, pensé.  El tiempo se me escurrió y, cuando me acordé, salí en su búsqueda. Entré precipitadamente y ahí estaba parada como una esfinge, cruzada de brazos, hermosa, desafiante; su barbilla le palpitaba de la rabia. No faltó que me dirigiera una palabra y se tumbó en la cama. Encendí el televisor para ver una de esas estupideces de la media noche. Regresé y vi su rostro hundido en la almohada. El viento del ventilador de techo levantaba su delicado vestido. El vestido fallido de la velada.

Me desperté cerca de las ocho de la mañana y la vi sentada en una silla alta que en otra época nos sirvió para el pequeño bar que teníamos.  En su rostro se reflejaba una débil sonrisa, triste y melancólica, mirando a lo lejos la ciudad con los edificios todos desiguales parecidos a una película virtual. La languidez de su rostro le daba un aire beatífico; ahí se estuvo hasta que sonó el pito ronco del barco que zarpaba con los inmigrantes. No sé porque vinieron a mi memoria esos rostros flácidos, llenos de dolor y angustia. – Pobre gente – logré musitar. Recuerdo que evitó mi mirada y echó una ojeada con fingida indiferencia al estante de mis libros. Pasó por mi lado, seguía mentalmente cada centímetro de sus pasos. En sus ademanes, había cierta indolencia nihilista, su vestido  a medio cerrar dejaba ver un torso desnudo y anoréxico. Seguí contemplándola con una veneración casi estúpida. A pesar del desgarbo de esa mañana, me dije: Dios cómo estás de linda. La deseé. Dándome la espalda comenzó a desnudarse y meterse en la ducha y, a través del vidrio empañado, contemplaba su desnudez, sus senos firmes, sus contorneadas pantorrillas delicadamente rasuradas, los ojos cerrados dispuestos a recibir el agua.  Por sus movimientos debajo del agua, sé que canturreaba una canción de Serrat. Seguía escuchándola. Me dormí nuevamente. Soñé con el rostro de los inmigrantes que ayer vi en el periódico. Al rato, salió con una de mis camisas que le llegaba hasta las rodillas, esa camisa azul de puño y cuello que la hacía ver como un vaquero. ¿Dónde dejaste la pistola?, le pregunté. Su respuesta fue un largo silencio, ahí me fijé en ella de una forma especial. No quería aceptarlo, pero me había enamorado. La amaba.

El tocador que antes era testigo de su labor sublime y de goce mágico ahora le era indiferente; suave y calladamente se arreglaba. Solo se escuchaba el ruido de la pestañina y la polvera al cerrarse. Se maquillaba desprevenida y sin ningún afán  como lo hacen los payasos. El olor de su colonia invadió la habitación. Yo seguía fumando y mirándola de reojo. Cuando se arregló, no se paró junto a mí para que me desparramara en piropos. Esta vez tomó apresurada su cartera, esa cartera donde celosamente guardaba una foto mía parecida a la de la primera comunión; sin mediar palabra, me dirigió una mirada triste acompañada de la sonrisa de esta mañana. Estuve a punto de levantarme y decirle que había descubierto que la amaba. Pensé, esta noche cuando nos veamos se lo digo. Hundí la cabeza en la almohada.

Me levanté definitivamente con un sabor acre en la boca de tanto fumar. Me asomé a la ventana. Era domingo y no me gustan los domingos. No hay mucho que hacer: ir por el periódico a la tienda de la esquina y ver a mi vecina, una mujer rolliza y regordeta en pijama pellizcando y comprando los plátanos del desayuno, esa manía desagradable que nace en las mujeres después de 25 años de casadas. Visitar a mis padres, soportar el berrido de los sobrinos  que corretean por toda la casa. En fin, era un domingo de playa, de fútbol. Lo supe  por la cara triste de mi vecino  que regresaba cabizbajo con la bandera de su equipo anudada a su cuello que le caía en la espalda en forma  de capa, parecido a un superhéroe pasado de moda. – ¡Perdimos otra vez! – fue su gesto.  Un cielo metálico se había instalado con matices mandarina parecidos a una pintura impresionista. Una llovizna gris caía desconsolada como magdalena sobre los edificios desiguales de la ciudad, con musgos crecidos en sus ventanas, chorreados por una línea negra. Se habían envejecido. 

Regresé e hice unos ligeros pases de boxeador frente al espejo. La habitación estaba en el más lamentable desorden. Mi ropa esparcida, los calcetines por un lado, un libro de Capote reposaba a un lado de la mesa, la cama deshecha, la foto del papa polaco impartiendo una bendición, el televisor encendido en un canal infantil. Parecía un cuarto de soltero. Lo que no sabía era que ya estaba  disfrutando de mi nuevo estado: la soltería. Extrañé mucho su presencia, era una maníaca del orden y del detalle. Todos los sábados al son de la salsa de Richi Rey iniciaba su labor de limpieza, cambiando todo de un lugar a otro, la mesa, la silla, la cama. Cuando yo entraba se respiraba un aire de limpieza, aunque la silla ocupara el sitio que antes tenía la mesa y la mesa ocupara el sitio que tenía la cama. Elegí mi mejor traje porque me acordé que tenía que entrevistar al presidente de una de esas naciones africanas. Hombres que en nombre de la democracia cometían los más atroces genocidios. Dictadores para sus países, héroes para Occidente.

Después de la entrevista deambulé por las calles, buscando un detalle para acompañar la inesperada confesión de amor que me había nacido esta mañana. El presupuesto de mi maltrecha economía apenas me alcanzaba para el lustrabotas y el tinto de las tres de la tarde. Elegí un prendedor y un libro de segunda. De regreso una manifestación en contra de la xenofobia cerró mi paso. Observé por largo rato las pancartas, los manifestantes, la marcha silenciosa. Anochecía.  

Todos los días al doblar a la esquina, siempre veía la lucecita de la habitación encendida. Eso era un signo mudo y tácito que me esperaba. Esta vez permanecía apagada. Pensé encontrarla parada al lado de la puerta, saliendo de repente y asustarme como muchas veces lo hacía.  Encontré el desorden de esta mañana. Esperé un rato tumbado en la cama sin saber qué hacer. ¡Cogí el teléfono y mientras telefoneaba a algunas de sus amigas, esperaba escuchar en el auricular esa voz – ¡hola! – En esa palabra estaba concentrado todo mi universo. Dormí un rato y, cuando me desperté, no había luz. El prendedor reposaba en mi mano; lo acaricié un largo rato. Supe que era temprano porque escuché la exclamación de júbilo que es propia de los chicos de barriada cuando se restablece el fluido eléctrico. Me asomé  a  la ventana y ahí estaba la ciudad con sus luces eternas, las autopistas eran un largo hilo de luces. El ruido de esta ciudad aumentó mi turbación, casi que en un estado de inercia fui a buscarla, miraba con indiferencia a la gente divertirse, las vitrinas llenas de luces, la pólvora que estallaba en el cielo formando efímeros árboles anaranjados. Era navidad, maldita sea, era navidad. Me sentí mezquino, solo, como Scrooge, aquel personaje de la novela de Dickens. La figura del escritor famoso del autógrafo aparecía en un cartel. Lo levanté a pedradas, “se puede ir al carajo” – pensé -. Seguí mirando los trineos artificiales rodar en las vitrinas, buscaba su rostro en algunas de esas muchachas que pasaban y por esa euforia estúpida y bribona que se dan en los seres humanos cada año me decían: feliz navidad, feliz navidad. Yo mascullaba y tragaba palabras “sí, feliz navidad”.

Después de esa noche, han pasado veinte navidades. Todos los domingos veo a mi vecino regresar refunfuñando porque su equipo de fútbol no ha clasificado.  Movido por la fuerza de la costumbre estoy tumbado en el sofá, fumo y escucho el quinteto para clarinete en “LA” mayor de Mozart,  me levanto y miro por la ventana un cielo luminoso indiferente a mi dolor, a mi soltería.

*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 – 2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

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