Cuando la cumbia llega al cielo

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“Terminaron llorando juntos y Aureliano sintió por un momento que el dolor había terminado. Pero cuando volvió a quedar solo en la última madrugada de Macondo, se abrió de brazos en la mitad de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó con toda su alma: – ¡Los amigos son unos hijos de puta!” Cien años de soledad.

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En una de las calles polvorientas del barrio costa azul de Magangué – Bolívar hay una casa color mandarina. Afuera en la terraza está sentado un anciano con un libro en la mano que ve pasar a un grupo de niños, uno de ellos protege una pelota debajo del brazo. Su lánguida mirada se pierde al final de la calurosa calle. Bajo el sopor intenso de las tres de la tarde varios hombres charlan debajo de un árbol, un perro cruza la acera, una venta de comida ambulante completa el collage de esta anodina calle. En la casa color mandarina donde el octogenario sigue ojeando el libro vivió sus últimos días Pedro Andrés Arrieta Vertel más conocido como “el mono Vertel”, rey de la cumbiamba. El anciano se levanta de la poltrona y muy amable me invita a seguir, el puesto que me ha asignado es una desvencijada silla de plástico azulada. En el interior hay una amplia sala de paredes desnudas, un estrecho pasillo conduce hacia una erosionada pared de ladrillos donde sobresale un grafiti: Valentina y Yina. Un comedor de plástico adorna la sala, el centro de mesa lo conforman varias frutas, una pera, una piña, una manzana, una banana, todas de plástico. Sobre la misma pared cuelga un afiche de un equipo de futbol con la imagen de un agresivo tiburón al lado del salmo 91. Desde el fondo de una habitación, que no posee puerta, un joven silencioso que acuna un niño de brazos me escruta con la mirada, se para, canturrea una canción de guardería y se pasea por la habitación como león enjaulado. Hace calor, el bochorno es insoportable. El anciano se ha sentado nuevamente en la poltrona, ya no mira al final de la calle, ojea con avidez como si estuviera buscando algo el libro que reposa sobre sus piernas. “Ahora que el mono no está, si llega gente aquí”, fueron las palabras que se escucharon de una menuda mujer que se asomó por una de las ventanas de la cocina, fijando su mirada en el recién llegado. La mujer que habló era Edith Aguilar sobrina del Mono Vertel, que lo cuidó hasta sus últimos días. Presurosa camina hasta el patio prorrumpiendo una perorata sobre la ingratitud de los amigos. Parecida a la que lanzó Aureliano en la última madrugada de Macondo. Se paró frente al improvisado grafiti y recogió algo del suelo. A su regreso se hace un espacio a mi lado y sin que yo se lo pida comienza a hablar sobre los últimos días del papá de los cumbiamberos. El joven que antes paseaba con el niño de brazos lo ha depositado en una improvisada cuna y se integra a la conversación, con su hablar de ráfaga comenta algunos ritmos interpretados por el mono Vertel. El calor arrecia, el techo ensamblado en hojas de zinc crepita. Afuera los hombres que tertuliaban debajo del árbol se han marchado. La calle permanece desierta. El anciano sigue en silencio, cruzado de piernas mirando al final de la calle, indiferente a nuestra conversación.

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−Para qué homenajes después de muerto? – Me escruta Edith con mirada acusadora- “Su última voluntad fue que lo enterraran el mismo día que muriera, nadie vino a visitarlo antes que muriera” – remata esta frágil mujer alisándose el pliegue de la falda. “Murió en la soledad y el olvido. “Ese día nadie lloró, ningún instrumento musical tocó”. – se desahoga la mujer -. Lo dice porque aquella madrugada del 16 de noviembre del año 2009, el cielo azul quedó en silencio, había partido para siempre uno de los cumbiamberos más grandes de Colombia. Paradójicamente falleció el día que terminaron los estruendosos carnavales de Magangué. El entierro silencioso con el ataúd reluciente acompañado por 22 personas se abría en medio de la soledad hasta la última morada donde terminan las vanidades de este mundo. Algunos curiosos y transeúntes se asomaban para observar la anónima carroza fúnebre que llevaba a un finado más. Lo que ignoraban era que en esa carroza yacían los despojos mortales del maestro de la cumbiamba conocido como “el mono Vertel”.

− “Es que de amigos uno solo entre mil”- intervino el anciano desde la terraza, señalando algo en el libro que reposaba en sus piernas, por el texto que había citado se trataba de las sagradas escrituras. El joven silencioso que se había sentado a nuestro lado después de haberse calzado unos raídos tenis tamborileaba con los dedos sobre la mesa un improvisado ritmo imitando lo que hacía el maestro antes de su muerte. Una adolescente que estaba en la cocina se había acodado sobre la mesa y con la mano en la mejilla seguía con interés el improvisado ritmo.

− ¿Dónde están los guaches, las maracas y el tambor?, me atreví a preguntarle a Edith- “están guardados, los guardé hace mucho tiempo” – fue su respuesta. Sentí curiosidad por conocer los instrumentos que tanta gloria le dieron a Magangué y al país. Yacían sepultados en una caja en espera que otras manos y talento como el del maestro Vertel los resucitaran. El joven seguía tamborileando sobre la mesa emulando otro ritmo de cumbiamba que se escuchaba en la calurosa tarde. La joven que permanecía acodada sobre la mesa había cambiado de posición y ahora con las palmas acompañaba el improvisado ritmo. El anciano sigue mirando hacia el final de la polvorienta calle, sonríe y parafraseando una frase del libro que tiene sobre sus piernas recita: “vanidad de vanidades, todo es vanidad, dice el predicador”. La tarde agoniza, Edith se para y guarda con devoción y respeto los instrumentos musicales dentro de una reluciente caja parecida a un pequeño sarcófago esperando la resurrección como en la novela de Tolstoi.

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*Ubaldo Díaz. Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018- 2019. Especialista en intervención comunitaria.

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