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Era la época en que Magangué olía a río, a bocachico, a ciénaga y a canoa, a aparejos de atarrayas, a tarulla y a tapón, a puerto, a lanchas que alguna vez surcaron sus turbias y embravecidas aguas que, entre zarpes y arribos, se fueron difuminando en la lontananza, perdiéndose para siempre en la distante espera de un retorno incierto y, dejando tras de sí, una estela de recuerdos impregnados con las alegres melodías de canciones lejanas que la memoria envejecida se resiste a confinar en el olvido porque están amarradas con firmeza al palo del corazón.
También olía a música, a humo y a alcohol, a perfume, a sudor, a barro, a cieno… en fin, olía a puerto y olía a canción.
Puerto de añoranzas, puerto de nostalgias, porque sus amarras se quedaron ancladas en románticos y apacibles atardeceres esperando que tornaran las esquivas lanchas de donde un día zarparon con ansias de regresar.
Esos plácidos momentos eran alterados por el arribo de lujosos barcos a vapor que, con estruendosa algarabía, eran recibidos por los entusiastas parroquianos, ataviados con ropas blancas y casi siempre con sombrero, mostrando un rostro sonriente a los ilustres visitantes, algarabía que era ahogada por el sonido de la música que interpretaban las imponentes orquestas que hacían grato el viaje de los pasajeros.
A ese puerto de ensueño, de desorden y de ilusiones, incrustado como sable en una costilla de ese Magangué del ayer cuando el respeto, el civismo y las buenas costumbres eran el betún amable de rara poesía.
Con los vapores, llegaron artistas de talla mundial que se untaron de pueblo, que saludaban de mano y caminaron sus céntricas y angostas callejuelas sintiendo el abrazo acogedor de este pueblo soñador.
Cantaron los argentinos Carlos Gardel, el hombre que inmortalizó el tango y Libertad Lamarque, actriz y cantante y los cubanos Kiko Mendive y Celia Cruz quien, con su tumbao y su azúca, se perfilaba como una artista grande, y la Orquesta Aragón con el maestro Rafael Lay en la dirección, el puertorriqueño Daniel Santos acompañado por la orquesta de Pedro Laza.
Sí, olía a música, esa que molían las vitrolas y acompañaban las penas que deja el amor sumergidas en una botella, con uno sentado al frente de una mesa, sollozando y cantando vencido de dolor.
Esa Magangué, la del comercio apabullante, la que abrió sus puertas a sirios, italianos, alemanes y hasta a unos chinos que tenían una especie de tienda, con un inmenso mostrador, semivacío, donde vendían los pudincitos más sabrosos que yo hube probado, inmersos en una humildad que contagiaba a la luz tenue de una bombilla desgastada por los años.
Sí, olía a música y a peluqueros, a sastres y a turcos, como el turco Mebarack, padre de Shakira, que tuvo un almacén de telas, y Silvia Tcherassi que aquí se hizo diseñadora.
Sí, su olor a música volvió más loco a Aníbal Velásquez, que se bajó de un vapor – supongo, porque no había carretera – y se fue directo para “El Barrio”, quedándose por largo tiempo entre parrandas y serenatas.
También era carnaval y comparsas, reinas y carrozas, bailes de disfraces y casetas, era jolgorio, era alegría, era verbena, era tristeza y agonía. Ése era el talante de un pueblo pujante que, por la desidia de los “nuevos dirigentes” de medio pelo, quedó en el olvido, siendo hoy mediocridad, rapiña, apatía.
Sí, olía a música, tanto así que La Salve es cantada, ese himno a la madre de Dios que, cuando se entona, la piel se espeluca, los ojos se enjugan en lágrimas, como queriendo lavar tanta injusticia que ven y la voz se resquebraja, como el rasgar de un tablón herido por el hacha de la maldad del hombre contra la naturaleza.
Sí, olía a música, a las auroras de febrero, a cine, a calles, a barrios, a esquinas, a mostradores, a tiendas, a abarca, a sombrero, a corral; olía a brillantina, esa manteca infernal que tostaba el cabello y dejaba esa sensación desagradable al bañarse por la grasa maloliente al untar jabón.
Tiempos que no volverán, de calles polvorientas y techos de palma, cuando el calor se negaba a sofocar, temiendo perturbar la suave quietud de la vida de entonces, y hasta los pájaros agradecían con sus trinos melódicos.
Era música y esquina, una esquina especial con sabor a salsa, rumba y bembé, la esquina más diferente de Magangué, que todos los fines de semana se congregaban a escuchar los ritmos de Cuba y Puerto Rico.
Era un hervidero de jóvenes apostados al suroeste del Parque Las Américas, hoy vapuleado y convertido en cagadero y meadero público, lleno de borrachos y malandrines, cuya “reconstrucción” sólo sirvió para prostituirlo, llenándose de vendedores y hasta vía carreteable porque circulan motos sin que autoridad alguna se sonroje, amén de que quisieron cambiarle el nombre para escuchar a las orquestas salseras que sonaban y que hacían las delicias de los bailarines espontáneos que se lucían con sus pases.
No fue solo una esquina, fue toda una zona que olió por siempre a salsa y se engalanaba con pantalones de Terlenka bota ancha, “vestidos a la última moda y perfumados con zapatos de colores ye-yé bien lustrados”, camisas de colores estrafalarios y estampadas de flores.
Esa zona era dominada por las cantinas El Boricua, El Punto Cubano, La Dimensión Latina , El Golazo.
Sentarse a degustar unas frías donde Máquina era ver a Magangué pasar y pasar; pasaba el cura, el lotero, el vendedor, el doctor, el secretario, el banquero, el bolitero, el pastor, el abogado junto al ratero, el arrocero, el comerciante, el joyero, el tendero, el vividor, el chulo, el cachetero, el monaguillo, el ebanista, el carpintero, el albañil, el taxista, la bruja, el carterista, el marica, la loca y la mujer bonita. Cada rostro reflejaba una historia y en su ropa se notaba las batallas que libraba en muda procesión desordenada, con ilusiones y deseos en busca del sustento.
En los años 70, años del arte, de las letras, de la creación artística, de pensadores, escritores, de rebeldía estudiantil heredada de la década anterior, del amor libre, del movimiento hippie, de festivales – Woodstock el mejor e irrepetible, que fue pensado para 200 mil personas y asistieron un millón y no hubo un solo muerto porque el lema era “paz y amor” y mucha hierba -.
Todo sabía a música, y de pronto irrumpieron los Pick Up, esas potentes máquinas de sonido que atiborraban de ritmos melodiosos cada rincón de cada casa del barrio Versalles. Nacía “El Gran Wattussy” de Hernán Rodríguez y, con él, las verbenas inolvidables, que originaron las casetas, a las cuales Nelson y sus Estrellas le dedicaron el tema “A la Caseta” y esa caseta era “La Matecaña” inmensa. Hubo otros Pick Up con fama como “El Conde” de Winston García, “El Timbalero” de Mañe Mico, “El Gran Pacho” con Daniel Acosta de picotero, “Al Compás del Reloj”.
Todo olía a música y serenatas. Era ver ensayar a la “Casino Monterrey” en la voz principal de Pedro Barreto, la trompeta de César Granadillo con sus más de dos metros de estatura, el bajo de Mingo Anaya, el saxo de Pedro Escorcia, los coros del Pibe. Esa calle donde viví por siempre era música; era ver a un pelao rasgar una guitarra echado en una hamaca, que salía por las noches a serenatear y con el tiempo se convirtió en Rodolfo Aycardi que jamás mencionó a su tierra en un disco; era noches de serenata y ron con los Puello, Carlos y el Guille y el Combo de amigos, Orlandito, mi hermano, el Negro Villegas, Lipson, Kurtys y Carlos Rico, quienes, después de terminar su “trabajo noctámbulo”, terminaban en mi casa, y Orlando Peao, me hacía levantar para que yo atendiera a los “invitados”. Luis Alfonso Caraballo en esos momentos estaba en Cartagena buscando un tornillo; qué decir de Chico Cervantes, inmenso, grande, con su grito de combate “Nos Fuimos”.
De Chico tengo una anécdota. Serían más o menos las tres de la madrugada y él venía de tocar; tuvo la mala idea de meterse por la calle donde resido. Nury Hernández tenía fiesta en su casa con Armando Hernández, su primo, y vió que venía Chico, lo llamó, le brindó una mecedora y un trago. Chico venía herido, Nury se dió cuenta que se le iba a escapar, tomó las llaves y condenó la reja, Chico le dijo que estaba borracho y se iba, Nury le ripostó ‘vas a tener que volar’, la reja le daba por el pecho a Chico, le pidió agua, Nury entró a buscarla y, apenas le dió la espalda, con una agilidad digna de Batman, se voló la reja y pegó un carrerón, dejando a Nury viendo un chispero.
Hoy, la zona del Parque ya no huele a música y cerraron Máquina, El Punto y, en su lugar, hay asaderos de pollo.
Hoy Magangué está inmerso en un atraso proverbial. El abandono, la desidia, la corrupción, la viveza, la triquiñuela, la trampa, el cómo voy yo imperan, las basuras nos afean y hieden y hay dejadéz, malparidéz e hijueputéz.
Todo el que llega al Nido de Ratas es a llenarse y, mientras el pueblo venda su voto, no hay solución a la vista.
Solo falta que Dios meta su mano y haga un milagro para que estos desagradecidos y desgraciados hijos de esta tierra bendita, que un día les dió abrigo, se conduelan de ella. O que el diablo siga metiendo mano y todo lo que toquen se les convierta en oro, incluso los alimentos, como el Rey Midas, y que ellos ni sus hijos disfruten nada.
*William Eduardo González Buitrago, nacido en Magangué. Trabaja con una empresa eléctrica.