David y Goliat en las entrañas de una marcha pacífica

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“El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”. Ernesto Sábato (la resistencia) 

La doncella de hinojos permanecía suplicándole al bárbaro que estaba frente a ella que no procediera;le hablaba algo sobre la no violencia. El salvaje no la escuchaba, tal vez por eso, porque pertenecía a una horda de bárbaros que iba arrasando todo a su paso. Tenía su rostro cubierto por una capucha parecida al capirote que utilizaban los verdugos en la época del oscurantismo. En su mano derecha, levantaba un artefacto negro del cual salía una mecha encendida que estaba a punto de hacerlo estallar; el pábilo se consumía lentamente. La densa nube de gas que había en el ambiente no dejaba ver más allá de cien metros; la respiración se hacía pesada, olía a pólvora y a sudor. A lo lejos se escuchaban estruendos ocasionados por la nueva arma, el “venom”, parecida a una batería antiaérea que empotrada en una tanqueta escupía indiscriminadamente proyectiles de gases irritantes. Se escuchó nuevamente el rugido de venom semejante a un trueno. Fue el infierno en la tierra, se oyeron gritos y lamentos. Varios jóvenes, con la tricolor nacional anudado a su cuello ondeándoles sobre la espalda, parecían superhéroes volando de un lado a otro, ante el fuego indiscriminado del nuevo dios de la guerra. Uno de ellos, con un escudo artesanal, brincaba de un lado a otro protegiéndose de la furia del sofisticado juguete de 400 millones, una inversión que pudo ser traducida en 11 millones de libros. Era una imagen surrealista – David y Goliat en el campo de batalla – en cualquier parte del mundo donde se repita esta escena y existan mequetrefes, sátrapas y tiranos.  ─“Todos son la misma mierda”─ acotaba un laureado escritor que estaba a un escalón de subir al Olimpo e iba en silencio marchando a mi lado. “David vencerá una y mil veces al coloso,  porque el primero llevará como arma la fuerza de la razón, la antorcha de la luz que disipa todo oscurantismo acompañada del lenguaje que se traduce en diálogo que nos hace diferentes de los animales”-.

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La barricada de llantas incendiadas separaba a la tanqueta que seguía disparando sus fuegos artificiales; de la nube de gas como salidos de la nada, emergió un ejército de hombres enfundados en armaduras negras. Avanzaban pesadamente y de cuando en vez cerraban líneas, adoptando las posiciones de las falanges de Alejandro III, rey de Macedonia, listas para entrar en batalla. La doncella ya no le suplicaba al bárbaro; ahora lo miraba con compasión. Jadeante, la miró por última vez, vacilante, sin saber qué hacer, como esos hombres débiles de espíritu que están acostumbrados a obedecer; volvió a titubear. Del fondo del capirote emergían dos ascuas, encendidas, inyectadas de ira, ventanas que dejaban ver el “inferno” de Dante que llevaba en su interior. La mecha agonizaba y finalmente arrojó el artefacto sobre los pies del ejército acorazado, causando un enorme estruendo.  Se perdió de vista por un momento por la nube de gas que fatigaba; más adelante lo esperaba otro encapuchado que lo arengó y satisfechos se fueron caminando por el borde de un caño.  ─ Como los corredores de la fórmula uno, luego de una electrizante carrera de varias horas y descender del monoplaza ─, se despojaron del pasamontañas, quedando su rostro al descubierto, subieron a un camión que los esperaba con su motor puesto en ralentí. Exhaustos se tumbaron sobre la plataforma y, desde allá, miraron por última vez la humareda de la batalla que seguía en su fragor. La doncella permanecía agotada, sentada en posición fetal mirando como poseída lo que acontecía a su alrededor. Su cabello rubio como el oro hacía despedir un rayo de luz que penetraba la densa neblina de gas. La luna estaba inmóvil en lo más alto colgando de un cielo limpísimo. Miríadas de jóvenes como las estrellas que tapizaban ese firmamento, danzaban, cantaban, hacían arte; los tambores, gaitas y chirimías se hacían sentir. Esto ya no era una marcha; era una revolución, guardada las proporciones, algo parecido a la revoluciones del año 1968, del “prohibido prohibir”, diseminadas por todo el planeta. En Francia, se veía a Sartre con su compañera Simone de Beauvoir, inspirando, acompañando a los muchachos abrirse paso en medio de las barricadas. Los gendarmes franceses jamás utilizaron las armas de la república para reprimir y abrir fuego a discreción.  Solo que esta  revolución fue empujada por el hambre y la desigualdad. El ejército acorazado se aproximaba amenazante; ahora cerraba filas adoptando la posición de las “legiones” romanas. Avanzaban metro a metro, disparando cartuchos humeantes que impactaban en el pavimento y rebotaban. Uno de los muchachos los recogía y se los regresaba. La marcha seguía su curso. En las aceras, y edificios, transeúntes y desprevenidos decían a voz en cuello: ¡fuerza, fuerza! Ésa fue la palabra que más se escuchó ese día“Fuerza”. Nuestras fuerzas estaban a punto de claudicar. Hacía dos días con sus vigilias que estábamos en pie de lucha, luchando contra toda esperanza, contra la espada de Damocles. Por un lado, estaba la letal peste  y, por otro, el mortífero gobierno con su reforma tributaria, que fue lo que prendió la mecha. Una joven que iba delante portaba una pancarta que decía: “si un pueblo sale a protestar en medio de una pandemia, es porque el gobierno es más peligroso que el virus”. Un hombre que iba a mi lado portando una vela cuyo pábilo casi se extinguía esbozó una sonrisa sombría: “es mejor morir en la calle que morir de hambre encerrados, igual da”. A esa hora, en Medellín en el Parque de los Deseos, ocurría una velatón. Cientos de jóvenes cantaban y pedían dos deseos:  no más violencia y que Duque y sus amigos se largaran para siempre. Algunas personas nos pasaban agua, bocadillos, para tomar energía, cosa que no sucedía cuando transitábamos por determinados sectores. Varios ciudadanos “de bien” cerraban afanosamente las puertas tras de sí. Por las ventanas vociferaban: ─“estudien vagos”, “atenidos”, yo trabajo, yo produzco”─ traducido en un peligroso sentimiento de aporofobia, término acuñado por la filósofa Adela Cortina (miedo y rechazo a los pobres). A los lejos se escucharon varias ráfagas de fusil; sobrevino el caos y la confusión. Por la comunicación de redes sociales sostenida entre los jóvenes, aparecía un video perturbador, el de un joven agonizante, desgonzado sobre el regazo de una jovencita que gemía y acariciaba su rostro ensangrentado.

Vino a mi memoria la representación de “La Pietà” de Miguel Angel, donde una  joven mujer de rasgos finos y perfectos, con mirada afligida, sostenía en su regazo el cuerpo de un hombre inerte entrado en treinta años, con su cuerpo lacerado y una herida profunda en su costado. Dos de los jóvenes corrían en círculos sin saber qué hacer;desesperados por la impotencia, gritaban como en la película “Pelotón” de Oliver Stone: “¡hombre caído, médico, un médico!, ¡lo mataron, lo mataron!”. La respuesta fue el silencio acompañado del tableteo y la ráfaga de otro fusil; en volandas, como pudieron, lo sacaron del escenario, acostándolo sobre un pasto húmedo. El muchacho en sus últimos estertores musitó algunas palabras. Varios de ellos lo rodearon profiriéndole palabras de ánimo; no había nada que hacer. “Caronte” ya lo transportaba en su barca al viaje sin retorno hacia el más allá. La joven que lo sostenía en su regazo gemía y lo miraba fijamente cerrándole los ojos para siempre. Hubo un largo silencio acompañado de gemidos y sollozos. A esa hora el Defensor público de los colombianos se refugiaba en una casa de descanso a pasar el fin de semana seguramente con su familia. Al día siguiente el periodista que lo “pescó”, en esa deleznable y reprobable actuación, lo acorraló de tal manera que, ante la insistencia del sabueso comunicador que le seguía preguntando de manera insistente dónde estaba a esa hora,respondió  más de diez veces como una letanía que “estaba en cualquier lugar  Colombia”. Yo no sabía que la Defensoría tenía cursos sobre la “ubicuidad”, don reservado a los santos y santas, chamanes, brujos y charlatanes que pueden estar en varios lugares al mismo tiempo cuando se les invoca; si hubiésemos sabido eso, habríamos invocado su omnipresencia. Estoy esperando turno para inscribirme en ese diplomado que probablemente se llamará: “cómo estar presente en todas partes al mismo tiempo y no morir en el intento”. Una joven de las que estaba con nosotros recibió un tuit donde el “The Guardian”  y otros medios internacionales habían abierto un canal para que pudiesen enviar en vivo la carnicería que estaba ocurriendo. Ese gesto solidario nos sobrecogió. Había tenido un afecto especial por los británicos en consideración a Stevenson; cuando leí varias veces en mi juventud su apasionante novela “The black arrow”. Esta noche, ante esas escenas de horror, me consolé recitando entre sollozos el inicio de esa novela: “Tenía en el cinto cuatro flechas negras por las cuatro penas que he soportado y para los cuatro hombres malvados que nos tiranizan y nos atropellan. Cada cual tendrá lo que ha merecido, una flecha negra por cada maldad y ahora caed de rodillas, rezad porque ya estáis muertos vosotros los bandidos”. Esa noche, me dije para mí: “amo a esos británicos”. En otro frente estaban, mi paisana Adriana Lucía, Julián Román y otros artistas, animándonos, inspirándonos. Cuando pase todo esto, si la peste y esta coyuntura nos dan esa licencia, espero abrazarlos algún día. Los profesores universitarios Fabián Sanabria y Jhon Jairo Serna, desde sus cátedras también nos inspiraban, nos animaban a seguir. En años venideros cuando irrumpa la era de la inteligencia artificial, los nietos y tataranietos de esta generación se quedarán en silencio, depositando flores al “monumento del joven caído”. Entenderán que en el pasado hubo una generación, a generación que despectivamente llamaban de “cristal”, que resultó siendo de “acero”, que colocó el pellejo, los muertos para que ellos fueran libres.

(Texto relacionado: El hermano que me enseñó a bailar)

Exhausto me tendí sobre la hierba recién mojada, cerré los ojos por un momento, escuchaba el murmullo de los muchachos que estaban a mi alrededor. En la lejanía se escuchan los estruendos de venom, me sentí trasportado por un momento a la caída de Bagdad, relatada magistralmente por la pluma de John Lee Anderson cuando los gringos y sus cuates invadieron a Irak. Abrí los ojos nuevamente que me ardían por los efectos del gas pimienta y vi los mensajes de Laura Gil, directora de este portal que me respondía después de varios días, cuando le manifestaba que no iba a escribir ese fin de semana porque estaba metido en el barullo de las marchas. Me respondió: – “estamos igual”- y seguidamente me envió una foto sobrecogedora donde aparecían muchos jóvenes de espaldas al lente, de hinojos con uno de sus brazos levantados al firmamento. Esa foto todavía permanece en mi retina. El sueño me estaba venciendo. Intenté no conciliarlo y vi a la doncella al otro lado de la calle reunida en corro con unas amigas, acicalándose su cabello de oro. Su rostro no era el mismo cuando confrontó al bárbaro, ahora estaba maquillado completamente por un color fucsia donde sobresalía la paloma blanca de la paz. 

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*Ubaldo Manuel Díaz. Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Florida blanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018 -2019 Barrancabermeja – Santander.

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