De Curití a Roma

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Dedicado a mi madre, mujer visionaria quien se adelantó al tiempo de sus hijos.

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Corría la década de los años noventa cuando conocí a Luis José Rueda Aparicio actual cardenal colombiano elegido recientemente por el Papa Francisco para ocupar uno de los dicasterios en la curia romana, específicamente la pontificia comisión para América latina. Comisión creada por Pio XII a principio de los años sesenta, para asistir y acompañar los asuntos de la iglesia en América latina. Recientemente Francisco ha designado a dos laicos para que hagan parte de la secretaría de dicha comisión, entre los ungidos está la teóloga argentina Emilce Cuda, conocida como la mujer que sabe leer al papa Bergoglio, convirtiéndose en la primera fémina en ocupar un alto cargo en la curia Romana.

A principio de la década de los noventa, yo había llegado procedente del caribe colombiano a iniciar estudios de filosofía en el seminario San Carlos de San Gil – Santander. ¿Por qué terminé en esa región del sur del departamento Santander? ¿a más de quinientos kilómetros de mi hogar?, todavía no lo sé, seguramente por ese espíritu aventurero del Ulises que todos llevamos dentro y que un día tomamos la decisión de embarcarnos y alejamos de la comodidad de las costas de Ítaca para saber quiénes somos y de lo que somos capaces. Confieso que el llamado que Jesús de Nazareth hace a algunos mortales para que lo sigan, aun no estaba claro en mi vida, seria mentir. Para iniciar ese “discipulado” como se le ha llamado por más de veinte siglos, tenía que hacer un discernimiento, y para eso había llegado a claustros del San Carlos, diseñado magistralmente por un sacerdote arquitecto llamado Luis Eduardo Velandia, (QEPD). Lo que si tenía claro era que deseaba conocer la tierra del maestro José Alejandro Morales, ubicada en el Socorro – Santander, desde niño había soñado ver esa “lunita consentida colgada del cielo, como un farolito que había puesto Dios”, una de las canciones emblemas y patrimoniales que nos identifica como nación, lo que antes llamaban “música colombiana”, como si los demás ritmos no fuesen propios de nuestro país, exceptuando los ruidos y vulgaridades que se producen hoy día. Quería pisar la tierra donde el maestro Morales se inspiró, recorrer sus callecitas empedradas, los senderos libertarios de Policarpa, de José Antonio Galán y Lorenzo Alcantuz, por citar algunos héroes y mártires que prendieron la chispa de la revolución comunera, a los cuales nuestra maestra de escuela nos colocaba a leer en descuadernadas cartillas. “Esas gestas y hazañas habían sucedido en otra época distinta a nosotros, no era nuestro tiempo, era el tiempo de otros”, parafraseando al poeta mexicano Octavio Paz cuando descubre la palabra modernidad, plasmado en uno de sus más bellos relatos “la búsqueda del presente”, leído ante hipnotizados asistentes del recinto de la academia sueca de las lenguas. Ya en el San Carlos nos aterrizaron con el pensum de ese semestre, de entrada, aparecía si mal no recuerdo una cátedra llamada “introducción a la filosofía”. Una mañana lluviosa se nos plantó en el aula de clases un hombre joven quien se presentó como nuestro acompañante en ese recorrido por el mundo de Sofía. Con la agudeza de un prestidigitador, hizo una síntesis, iniciando por los filósofos presocráticos hasta llegar a la edad moderna, al final nos dijo lo que se pretendía del curso. Citaba a Alvin Toffler y su obra “el shock del futuro”, recomendaba leerlo e interpretar los oráculos del futurólogo estadunidense. A mi lado algunos contertulios de pupitre habían entrado en estado de shock al ver la cantidad de libros que había que leer ese semestre. Terminada su faena filosófica, nos dejó una tarea sobre comprensión lectora, su ojo clínico había descubierto en algunos de nosotros una debilidad y era que carecíamos de capacidad de síntesis, más tarde entendí que hacer síntesis, nos llevaba de manera inevitable por los vericuetos de la triada dialéctica hegeliana: tesis, síntesis y antítesis. Fundamental para estructurar un pensamiento.

Ese prelado joven era Luis José, realmente no le tomé mayor importancia al asunto y del aula de clases fui directamente a la biblioteca del San Carlos, una de las más completas en la región, ya que la mayoría de sus ejemplares habían sido donados por sacerdotes eruditos en su última voluntad antes de partir en la barca de Caronte rumbo a la eternidad. En sus anaqueles colmados de libros centenarios, me sorprendió ver una colección de tapa dura y roja de los maestros de la literatura universal, la cual no he vuelto a ver en mi vida. Desde ese día los pasillos de la biblioteca fueron mi refugio. Cuando me marché del San Carlos no logré culminar “ultimas tardes con Teresa” del español Juan Marsé. Muchos años después regresé con el firme propósito de robar ese libro, había premeditado varias veces esa decisión parecida a la de alguien que ha decidido cometer un crimen, ya no había marcha atrás, la suerte estaba echada sobre el libro de Marsé. Me encaminé resueltamente hacia el sitio donde lo había dejado hacía muchos años; no estaba, o al menos no permanecía en ese pasillo que poseía una atmosfera embriagante a pergaminos, a libros usados. Era el aroma inconfundible de los clásicos. Busqué a Carmencita la legendaria bibliotecaria que siempre tenía una sonrisa a flor de piel y nos invitaba a leer, pero ella no leía. Seguí en su búsqueda para que me diera alguna pista sobre el libro, ahora en su reemplazo, sobre el mismo escritorio permanecía una anciana de ojos cansados y lentes bifocales quien me abrió las puertas de la biblioteca y de su corazón. Ese gesto de buen samaritano evitó que cometiera el delito. Como casi siempre sucede en la vida, cuando las malas intenciones chocan con un buen corazón se desintegran. La acogida de esa anciana evitó que me convirtiera en ladrón de libros. Transcurrido varios minutos la mujer me ubicó pacientemente donde estaba el ejemplar, lo tomé en mis manos como a un expósito, lo abrí con cierta ansiedad, se notaba que nadie lo había abierto, la cinta separadora le había dejado una marca en una de sus páginas. Rápidamente fui al último capítulo y saber de una vez por todas en que terminaba el idilio entre el embustero y desvalijador de motos Manolo apodado el “pijoaparte” y Teresa, representante de la clase burgués-catalana de la época.

A las tres de la tarde, veía a Luis José con disciplina espartana sentado en silencio en una actitud de desamparo frente a un sagrario que parecía un pequeño sol, eso sucedía después de practicar una hora de deporte en la cancha de futbol del San Carlos, una de la mejores de la comarca, su césped, como mesa de billar hacía que la “redonda” circulara sin ningún problema. Luis José tenía una zurda prodigiosa, maradoniana. En la cancha se trasformaba, lo vi muchas veces capitaneando una invicta y temible plantilla. Era un diez creativo, pasador, lo que hoy llaman los entrenadores modernos “volantes ofensivos”, zurdas que en milésimas de segundos pueden definir un partido. Como ha sucedido en todas las épocas, ningún defensa o marcador en este planeta puede reaccionar cuando el genio frota la lampara y pasa la “pecosa” entre una selva de piernas.

La capilla donde estaba ubicado el sagrario parecido al pequeño sol, hacia parte de una de las “casitas” llamada Santiago Apóstol, emulando seguramente el camino de Santiago de Compostela, en honor a uno de los hijos de Zebedeo o los hijos del trueno como se decían llamar dos de los más aguerridos discípulos de Cristo. En dichas “casitas” podrían vivir ocho, diez jóvenes tratando de emular lo que los monjes cartujos de la edad media llamaron “vida comunitaria”. La vida comunitaria consistía, entre otras cosas, en ser solidarios los unos con los otros, en compartir casi todo lo que se poseía, e intercambiar respetuosamente distintas formas de pensar. Nadie pasaba penurias físicas ni intelectuales, en una de esas moradas aprendimos a asestarle las primeras estocadas con las armas de “la solidaridad y la compasión” a un Leviatán con pies de barro que emergía en esa época llamado capitalismo salvaje. Esa horda de salvajes que lideraban ese espejismo se había convertido en nuestro objetivo. Entre esos compañeros recuerdo a uno, un hombre silencioso que había leído e interpretado toda la obra de Immanuel Kant. En las horas de descanso, de taedium vitae, como le llamaban los romanos, se paseaba enfundado en una gabardina negra, caminando por los pasillos del San Carlos murmurando frases del universo kantiano. Algunos le apodaban “el loco”. Muchos años después, la vida, nos enseñó que ese joven de tez pálida de la raída gabardina no estaba tan perturbado. Cuántos Kant como él necesitamos en esta época de miseria espiritual y moral para que nos aterricen con su crítica a la razón práctica, critica a la razón científica.

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El arquitecto Velandia había diseñado el San Carlos sobre un entramado de rutas y senderos alrededor de un pequeño edén cuidado esmeradamente por un grupo de seminaristas silenciosos y que todo el tiempo permanecía florecido, por las noches de verano era embriagante aspirar el olor intenso de las madreselva, jazmines y begonias. Por esos pasillos o fuera de las aulas de clases deambulaba un cariñoso y enorme perro mudo, que solo le ladraba a la luna llena. Una noche de agosto, con el perro sentado a mi lado sobre sus dos patas mirando a la luna, compuse el único poema en mi vida, llamado “luna de agosto”. A esa hora casi a la media noche como una pequeña epifanía, vino a mi mente un compañero que había estudiado con los salesianos y militado en las huestes de jóvenes de los talleres de Don Bosco. Su adoración eran el cura italiano y la virgen María, según él, ella había librado a todo su linaje de todo mal y peligro. La virgen de la que hablaba el aspirante a místico tenía el rostro de una hermosa joven judía quien cargaba a un sonriente niño sobre su regazo, con su pie desnudo, pisaba la cabeza de un suplicante dragón, la serpiente primigenia. Pacientemente le escuchaba su perorata, sus disertaciones marianas con tal de que me oyera mis impresiones sobre los escritores rusos, los cuales había descubierto en esa época. Alguna vez le dije que a Tolstoi se les había negado la entrada a los altares. Esa misma mujer de la que tan devotamente me hablaba, muchos años después me mostró a su divino hijo no como un niño sonriente sino como un adulto de treinta y tres años, crucificado sobre un madero. Ese hombre había recibido las peores torturas y humillaciones por parte de aquellos a quienes él había llamado sus hermanos. Lo que los grandes teólogos llamaron la “teología de la cruz”; no se necesitaba ser teólogo para saber que en el rostro de los inmigrantes y aquellos que sufren injusticias, persecuciones en este mundo se encarna el sufrimiento de ese hombre hijo de la joven mujer nazaretana. El asunto es que aún lo siguen crucificando. El salesiano era un joven medianamente culto a quien escuchaba recitar frasecitas cortas del poema “noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz y algunos poemas de Blake. Esa noche fui directamente a su habitación, por el haz de luz que se escapaba por debajo de la puerta me indicaba que Morfeo no lo había vencido. Toqué tenuemente y me abrió entre medio sorprendido. – ¡Hola poeta, y eso que hace por aquí! – debo confesar que me fastidiaba que me llamara así, porque no lo era, ni me importaba. ¡Quiero que me escuches algo que acabo de componer!, -le dije un poco abrumado- ¡pasa, pasa por favor ¡-me dijo, se sentó frente a mí escuchándome pacientemente. Se mesaba y acariciaba la barba de poeta silva que tenía, se paró en silencio y fue directamente a una repisa donde mantenía varias botellas de vino, eligió la más inofensiva, era un “vino de misa”. Sentados en silencio, escuchábamos al perro ladrar, “es luna llena”, -susurró, yo le secundé: “sí, es luna llena”, acto seguido brindamos por el futuro del nuevo poema, para que la suerte lo librara de todo mal y peligro. Cuando nos despedimos, me tocó el hombro y alcanzó a murmurar: “tienes que mirar bien el título porque creo que Faulkner escribió una mierda parecida”. Al día siguiente, a primera hora telefonee a un amigo escritor quien me dijo secamente “es luz de agosto” y colgó.

Las máquinas y sus ruidos infinitos, las sierras eléctricas con sus discos perforando y despidiendo chispas al roce de las láminas de acero se escuchaban en el lugar. Al fondo de ese taller de metalmecánica varios hombres silenciosos y sudorosos en mangas de camisa, enfundados en monos de trabajo caminaban de un lado a otro, cada uno metido en su oficio porque tenían que terminar a contrarreloj un lote de despulpadoras de granos de café que una empresa de la región había solicitado. El hoy cardenal permanencia en ese grupo, ayudando a otro de más edad y experiencia a introducir una lámina de acero sobre una maquina dobladora. Todos ellos se ganaban el pan con el sudor de la frente como se lo profetizó el Dios de los hebreos a todos los mortales por medio del primer hombre, el hombre caído luego de expulsarlo del edén. Fueron varios años los que permaneció Luis José en las entrañas de esa industria como obrero antes de enlistarse en el gremio de las sotanas.  Hoy algunos de sus compañeros de ese mundo lo recuerdan como un joven silencioso, de pocas palabras, aplicado en las tareas que le asignaban.

Muchos años después, cuando salí del San Carlos, con varios años de ministerio y el Cristo sobre mis espaldas, regresé a Curití, un pintoresco y hermoso pueblo del Sur de Santander, enclavado en las estribaciones del gran cañón del Chicamocha, para esa época el turismo voraz y desaforado de hoy, no lo había descubierto. Era un pueblo solitario, de casas coloniales y callecitas empedradas, junto con Barichara, dos de los más lindos del mundo, en esa época habitado en su mayoría por campesinos que se dedicaban al cultivo de fique y al pastoreo. Regresé con la intención de encontrarme con el padre Álvaro Santamaría (QEPD) quien fue mi guía y director espiritual por muchos años en el San Carlos. Sus discípulos y dirigidos le decíamos por cariño “el padre santo”. Lo recuerdo con mucho cariño y admiración, era un hombre bueno, uno de “los santos de la puerta de al lado” como los llamó Francisco, el padre santo predicaba con su testimonio de vida. Sus dirigidos, muchas veces lo veíamos en modo oración sentado horas enteras como un expósito frente a un sagrario que se iluminaba por los rayos de luz que se traslucían a través de los vitrales. Muchas veces almorzaba con nosotros en las mesas comunitarias, casi nunca integraba “la mesa celestial” como le llamábamos al sitio donde se iban a manteles el rector y los demás formadores. Lo hacían aparte porque según ellos, en ese momento dirimían algunos asuntos sobre la marcha del san Carlos. El padre Santamaría llevaba una vida de anacoreta, un anacoreta feliz, en todo momento se le veía sonreír, ese hombre poseía a Dios en su corazón y por eso casi medio san Carlos lo había elegido su guía espiritual. Se decía de él que todo su haber eran dos mudas de ropa, una sencilla cama y varios libros. Era el hombre más dichoso de este mundo. Un consumado musico y biblista, otrora doctorado en una de esas rancias y prestigiosas universidades europeas, a quien jamás se le subieron los humos a la cabeza. Muchas veces, cuando uno de esos tres diablillos del cuento “Iván el imbécil” de Tolstoi, llamado soberbia, ha irrumpido en mi corazón, recuerdo su legado, sus enseñanzas.

Regresé con la intención en que el padre Santamaría me escuchara. Me había enamorado. El padre santa poesía ese don sobrenatural de la escucha, el cual a pocos mortales se les ha concedido. En todo el viaje serpenteando el cañón del Chicamocha recordaba como una epifanía, otra frase del poeta Octavio Paz cuando se decidió escribir uno de sus mejores libros, “amor y erotismo” – la llama doble -, la cual transcribo textualmente: “hacia 1965 vivía yo en la India; las noches eran azules y eléctricas como las del poema que canta los amores de Krishna y Radha. Me enamoré. Entonces decidí escribir un pequeño libro sobre el amor. Hice algunos apuntes. Tuve que detenerme: quehaceres inmediatos me reclamaron y me obligaron a aplazar el proyecto”. Ese episodio del poeta paz me turbaba la mente, arribé a Curití entrada la tarde, “el padre santo” ya no estaba, en su lugar permanecía Luis José como párroco de ese remoto y perdido pueblo. Me acogió y escuchó pacientemente cual confesor medieval, al principio se sorprendió un poco, ya que el hijo de Venus con el dios Marte, había disparado sus flechas sobre ese mortal que había arribado al pueblo bajo una leve llovizna. No había escapatoria posible. El amor jamás pide permiso, nos toma por asalto. Recuerdo que me habló algo sobre el amor al creador y a las creaturas, al final me recomendó hacer un retiro, se me pasó por la mente hacer el camino de Santiago de Compostela. Mientras conversábamos, afuera caía una llovizna triste que empañaba los cristales de la casa donde permanecíamos, dos loros domesticados se acicalaban el uno al otro, alegrando el sitio con su cotorreo.  De hi salí un poco abatido, deambulé un rato las desoladas callecitas de Curití. No había una sola alma en ellas, solo el rostro de una humilde mujer sacada de una de las pinturas de van Gogh que me miraba con indulgencia a través de una de las ventanas empañadas por la llovizna gris. Me embarqué de regreso con la sensación en que la creatura y el creador seguían luchando en mi corazón. Unas monjas benedictinas me acogieron en su convento, en esa abadía me retiré por un tiempo con el firme propósito de liquidar de una buena vez al creador o a la creatura. Recodaba a cada momento las frases del gran Sócrates: “conócete a ti mismo”. Ahí, en completa soledad, alejado de todo contacto con el mundo devoré la obra de San Juan de la cruz y Teresa de Ávila, los místicos de la edad de oro de la literatura española. Abelardo y Eloísa, aquel idilio prohibido ocurrido en la edad media y que inspiró a posteriores escritores. Solo que yo no estaba dispuesto a correr la misma suerte de Abelardo. Recuerdo la frase de Juan de la cruz que una de las monjas al final del retiro me concedió como un regalo y que aun resuena en mi corazón: “en el atardecer de la vida seremos juzgados en el amor”.

─No vas a ir a ver al cardenal? me preguntó mi hermana menor quien permanecía casi que escondida detrás de un biombo que separaba la habitación donde estaba mi madre en su lecho de enferma. No le respondí nada. Seguía apretando la mano de mi madre quien me daba algunas indicaciones. La pregunta la hizo porque el cardenal estaba de paso por una de las diócesis del sur del departamento Córdoba, una de las regiones más golpeadas por la violencia en el país. En esa región y otra no menos conflictiva como lo es el Cauca, permaneció varios años Luis José como pastor. En Tierralta – Córdoba se internaba en la manigua de la serranía del nudo de paramillo a compartir con los campesinos e indígenas Embera Katíos – desarraigados de sus tierras hace más de treinta años por una hidroeléctrica instalada en la zona a punta de billete, sangre y fuego, entre esos hombres sucumbió el líder indígena Kimi Domicó Pernía, quien se oponía a la construcción de dicha represa, fue ejecutado por orden del menor de la trinidad conformada por los hermanos Castaño. – El hoy cardenal tal vez recorrió los senderos por donde estuvo el mártir jesuita, el padre Sergio Restrepo Jaramillo, acribillado en el atrio de la iglesia por orden de uno de los descendientes de Caín, para no tener que nombrar esa trinidad diabólica y sus esbirros, muchos de ellos, hoy vigentes dirigiendo escenarios de poder y decisiones en el país sin ningún asomo de remordimiento.

─No vas a ver al cardenal?, preguntó nuevamente mi hermana Nadys Esther, la cual lleva el nombre de mi madre. Guardé silencio nuevamente apretando la mano de mi progenitora, recordé el pasaje de Agustín de Tagaste junto a su madre Santa Mónica, ya muy enferma antes de embarcarse con su hijo en su último viaje rumbo a Ostia Tiberina.

 ─No, no puedo ir, le respondí. Pensaba en ese momento que era irrelevante asistir o no. Porque sabía que para ese purpurado estar en Curití, Roma o las selvas del sur de Córdoba, significaba lo mismo, ya que “lo esencial es invisible a los ojos”, como lo escribió aquel piloto antes de pilotear su nave en ese último viaje del cual jamás regresó.

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*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 218- 219- 2022- 2023. En las categorías prensa escrita (crónica, perfil, reportaje), email: [email protected]

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