Del marinero

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Un silencio incómodo se apoderó de la cabina mientras el ferri tomaba una curva del río y el capitán miraba de reojo la veloz chalupa que pasaba.

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Dicen que los marineros son hombres hoscos y los más rudos del mundo, lobos de mar que la literatura rosa pinta dejando un amor en cada puerto, titánicos navegantes que inmortalizó Joseph Conrad en sus novelas, suspicaces, libres, cuya patria es el mar. Algunos son herederos de Sir Francis Drake, pirata inglés que se reía de los reyes católicos y de la real armada española infligiéndoles contundentes derrotas. Cuenta una leyenda que el día de su muerte las campanas de las iglesias de Castilla repicaron sin cesar celebrando su deceso; Cervantes y Quevedo en secreto le dedicaban versos.

El ferri pintado de amarillo con su insignia. “Mompox 450 años” partió esa tarde desde el puerto de Magangué – Bolívar como aquel barquito de papel de la canción de Leonardo Fabio meciéndose sobre las aguas del río Yuma o grande de la Magdalena. En cubierta, una fauna de personajes se paseaba de un lado a otro: el vendedor ambulante, el panadero, el vendedor de rifas, el comisionista, el Pedro Navaja que acechaba a los incautos esperando el momento adecuado para asestar el zarpazo. Dos “cuchi barbis” apoyadas en la baranda contemplaban el ocaso pontificando sobre el horóscopo y suspirando que todo tiempo pasado fue mejor. La jovencita con ínfulas de modelo municipal enfundada en una camiseta que promocionaba papas fritas iba en la cabina de una furgoneta aprisionada por dos gorilas: el conductor y el ayudante. Ella mostraba su mejor sonrisa porque era la cara amable de la compañía.

En los cincuenta minutos que dura ese recorrido uno no sabe qué hacer: cotorrear con algún desconocido, contemplar el paisaje o simplemente subir a cubierta. Eso fue lo que hice. Esta última era atravesada de lado a lado por una enorme varilla horizontal que hacía las veces de baranda. La raída tricolor nacional cubierta de hollín era ondeada por una brisa cálida. El tableteo del motor diésel con su fumarola semejaba al ruido de una ametralladora que permanencia empotrada en el techo escupiendo bocanadas de humo. En una pequeña cabina de ventanas desvencijadas bajo un calor infernal, un diminuto hombre con cara de pocos amigos se batía desesperadamente frente a un oxidado timón maniobrándolo de un lado a otro. Era el capitán de la embarcación. En el puente de mando, sobresalía un tablero en vidrio donde sobresalían varios tacómetros analógicos que medían los rpm de los 600 caballos de fuerza de las turbinas del motor que rugían en la parte baja como tempestad.

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– ¿Para qué es el tablero? – pregunté -. No hubo respuesta. Un silencio incómodo se apoderó de la cabina mientras el ferri tomaba una curva del río y el capitán miraba de reojo la veloz chalupa que pasaba. Tres teléfonos celulares baratos repicaban sin cesar en el tablero de mando. En vista de su silencio y mis preguntas impertinentes, me alejé un poco hacía la ventana que en otra época debió tener vidrio y vi que el sol estaba alto y caluroso y había hecho correr a las “cuchi barbis” que ahora permanecían sentadas silenciosas con los ojos cerrados sobre una banca de madera, escuchando el ronroneo del motor diésel que seguía vomitando humo negro por la chimenea.

No me di por vencido y volví al ataque. Entré nuevamente al cubículo y el hombre seguía batiéndose sudoroso en mangas de camisa con el timón. Los teléfonos seguían repicando. Le hice una pregunta anodina sobre algo de la cabina; gruñó y, con un monosílabo que no logré entender, me despachó. La vibración del motor seguía en aumento y seguía absorto mirando en la lejanía el serpenteante rio de aguas amarillas. Derrotado volví nuevamente a la ventana; ahora corría una brisa fresca. La modelito del primer piso se había apeado de la furgoneta y ahora remedaba una pasarela desfilando para los dos monos que reían animados y, cuando ésta les daba la espalda, la miraban con ojos de concupiscencia.

Desde la ventana casi que le grité por el ruido que había en la cabina. – ¿Hace cuánto es marinero? -. Cuando escuchó la palabra “marinero”, dejó de gruñir, me miró por primera vez y esbozó una forzada sonrisa donde se vio el destello de un diente forrado en platino. Su ego se elevó y sus ojos se le iluminaron como a un niño al que le aprueban el examen de una causa perdida. – ¡Hace 25 años! – fue su animosa respuesta. Desde ahí, fue un diálogo fluido contando historias de lobos, lobas de mar y aguadulce. Uno de los teléfonos seguía repicando.

¡Esos teléfonos son para comunicarse con otros puertos? – pregunté -. Rompió nuevamente el silencio y contestó uno de ellos. Al otro lado, se escuchó la voz de una mujer. “Es mi esposa” – remató -. No fue necesario preguntarle por los otros dos. Su mirada maliciosa lo dijo todo. Ahora entendía lo del amor en cada puerto.

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*Ubaldo Díaz, sacerdote. Graduado en Filosofía y educación de la Universidad Católica de oriente. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB Barrancabermeja. Años 2018 -2019

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