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A diferencia de los países desarrollados, en Colombia los ingresos de las familias más pobres apenas pueden cubrir la subsistencia, lo más básico: transporte, vivienda y comida (salud y educación, muy a menudo, bien gracias).
Libres pero desiguales. Con ese tono de resignación, Fukuyama enunció en su libro ‘El fin de la historia y el último hombre’ que, al ser la democracia liberal el cáliz en la cúspide intelectual humana, había que conformarnos con eso, con ser libres pero desiguales. No advirtió él cuán desiguales, o si, por ejemplo, las diferencias sociales abismales pueden tener como resultado la creación de sociedades simplemente inviables.
Negar el avance social y económico de Colombia en los últimos 30 años es pura terquedad; no vale la pena hacerlo así dé votos o aplausos. Ahora, en esos últimos años se han forjado las bases de una sociedad terriblemente desigual, con brechas enormes que no son solo cuestionables desde lo económico sino también desde lo ético. Hoy, son pocos en Colombia los que se atreven a negar la desigualdad como problema; ni siquiera lo hace el expresidente Pastrana. Eso es un avance y, además, una evidencia de la escasa pero fundamental capacidad que tiene la democracia para construir consensos.
El Estado colombiano -que tiene el deber moral y legal de corregir desigualdades sociales- ha tenido, a juicio propio, una sensibilidad muy obtusa a la hora definir el problema de la desigualdad y actuar sobre él. Me refiero a que la desigualdad tiene muchas caras y muchas manifestaciones, pueden (casi todas las desigualdades) empezar por lo monetario, pero terminar en aspectos determinantes para la vida de los ciudadanos como la nutrición durante la niñez o la posibilidad de acceder a la cultura.
La construcción de un país más democrático e incluyente pasará, necesariamente, por la reducción de las desigualdades sociales, o, en palabras de Piketty, en justificarlas mejor. Recetas mágicas y soluciones milagrosas no existen para los macroproblemas y, si bien las políticas públicas de equidad son en su mayoría de largo aliento, no quiere decir que no haya nada por hacer en el corto plazo. Vuelvo al tema de las caras de la desigualdad, en términos de acceso a la cultura, recreación y deporte, hay una diferencia exagerada entre ricos y pobres y ahí, me parece, hay una gran oportunidad para la acción del Estado, que debe tener como vocación fundamental la ayuda al más vulnerable.
A diferencia de los países desarrollados, en Colombia los ingresos de las familias más pobres apenas pueden cubrir la subsistencia, lo más básico: transporte, vivienda y comida (salud y educación, muy a menudo, bien gracias). En un horizonte muy lejano quedan, entonces, el entretenimiento, el acceso a la cultura o la posibilidad de practicar un deporte que requiera un mínimo de inversión. Esta realidad crea diferencias muy grandes en la sociedad, diferencias que, además, son difícilmente subsanables en edades adultas, puesto que tanto el deporte como la lectura o incluso la sensibilidad para apreciar el arte son cosas que, en buena medida, están determinadas por hábitos adquiridos en edades tempranas. A partir de la comprensión de esta realidad, el Estado debería apuntarle a -las tres pro- promover, proveer y promocionar el acceso a la cultura, a la recreación y al deporte en las capas más pobres de la población.
Llevar arte música tenis cine ajedrez teatro salsa (no pongo comas para que nos emocionemos) a las personas de menores ingresos no es solamente una estrategia para reducir desigualdades, también ayuda a reducir tensiones sociales y a legitimar la democracia. Y, hablando de democracia, tener una sociedad culturalmente más activa eleva la conciencia política de los ciudadanos, desde su capacidad de reflexión hasta de elegir. Ya se ha dicho y valdría la pena volverlo a decir: la democracia con hambre no sirve y no sirve porque no es democracia.
La propuesta es que el Estado, en todos sus niveles, le apueste a la cultura como un mecanismo de reducción de brechas sociales. Es imperativo; es urgente. Las sociedades tan desiguales como la nuestra corren el riesgo de fracturarse por completo y así perder la empatía y la solidaridad con los más necesitados y terminar entendiendo la desigualdad como un orden natural e inmutable. Mucho me temo que eso está empezando a pasar; cada tanto oigo decir -y luego aplaudir- que dizque en Colombia el que es pobre es porque quiere. ¡Qué ceguera! Ese tipo de comentarios no son sino el templo al desconocimiento total y definitivo de la realidad social colombiana.
*Felipe Arrieta Betancourt, estudiante de la Universidad Externado de Colombia. Bloguero en medios digitales, @felipe_arrieta.