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En Colombia, dependiendo qué se tiene entre las piernas, se tienen más o se tienen menos derechos.
Detrás de los 97 años de mi abuela siempre ha existido un gran lamento. Su padre, pese haber estudiado en Filadelfia, Estados Unidos a comienzos del siglo y haber conocido el primer mundo, le negó su mayor anhelo – ir a la universidad – por ser mujer. Ella siempre acompaña este relato con otra queja: su madre, quien era de esas señoritas que estudió su colegio en Curazao pues, para entonces, era más fácil que ir a Bogotá, alguna tarde se cruzó con Cien Años de Soledad. Cometió el error de contarle a su esposo su hallazgo, logrando que éste le prohibiera su lectura al considerarlo obsceno. No obstante, mi abuela a la que no dejaron ir a la universidad y la que fue testigo de un marido que prohibía leer a su esposa, hizo muchas cosas en su vida, entre ellas, haber liderado los comités cívicos en Valledupar para asegurar el voto de la mujer en 1957.
Seguramente ella nunca fue consciente que su lucha se podría resumir en que hemos graduado a nuestros ciudadanos en dos tipos de clases: los que tienen todos los derechos y los que no. Y esta distinción no se hace por circunstancias diferentes a si nació macho o hembra. En Colombia, dependiendo qué se tiene entre las piernas, se tienen más o se tienen menos derechos.
A nadie se le ocurriría pensar que a las mujeres se les debe quitar el derecho al voto, pero 63 años después, estamos debatiendo si la mujer tiene derecho a ejercer la autodeterminación sobre su cuerpo. Hoy, mientras los hombres gozamos de absoluta libertad, el Estado intenta -porque no lo logra – limitar la libertad de ellas y trata de disponer sobre sus cuerpos. Es así como tenemos sujetos de derechos hombres de primera clase y mujeres de segunda. Incluso han tildado de asesinas a aquellas mujeres que optan por ejercer su libertad y practicarse un aborto.
Soy hombre y veo el mundo como uno; no pretenderé juzgar la decisión de las mujeres en abortar o no y no les diré si creo que es bueno o malo y mucho menos seré arrogante tratando de hablar por ellas. Únicamente, en mi calidad de ciudadano y defensor de las libertades civiles, defenderé el derecho de cada mujer de elegir lo que considere.
Lo primero que debo decir es que no estamos frente a una discusión sobre la vida. Hábilmente, los sectores que se oponen a la interrupción voluntaria del embarazo han enfocado el debate sobre “la vida”, pues en su opinión el feto es un ciudadano vivo y, por lo tanto, si la mujer decide no tenerlo esta cometiendo un homicidio. Asimismo, han asegurado que quienes abogamos por el derecho de la mujer a decidir somos cómplices del delito. En su arrogancia, se han denominado “pro-vida”. ¿Me pregunto si todo aquel que los contraríe deben llamarse “anti-vida”? En otras palabras, sostienen que no se puede legalizar el aborto pues sería como legalizar un homicidio.
Su visión es miope. Si su verdadera intención fuera proteger la vida del feto habrían revisado el Código Civil, pues, desde 1887, Andrés Bello fue claro en establecer que la personalidad y capacidad legal ocurre desde el momento del nacimiento. Esto implica que, durante 196 años, no se ha considerado al feto como ciudadano; su eventual vida en ningún caso se puede asemejar a la vida de quien lee esta columna. En este sentido, si para efectos del Código Civil el feto no es vida, no hay razón para censurar a las mujeres por interrumpir el embarazo, porque para efectos legales en ningún caso están acabando con una vida. Algunos apelarán a estudios científicos que dicen lo contrario; bienvenida la discusión. Pero, mientras la ley establezca que la vida se da desde el nacimiento para el Estado y para el ordenamiento jurídico, simplemente no la hay en el feto. Asimismo, no vale la pena entrar a discutir las tres causales determinadas por la Corte Constitucional, esto debido a que los derechos se tienen o no. Si bien fue una conquista, fue una garantía a medias pues desarrolla eximentes de prohibición, mas no la libertad de decisión.
Invitaría a los sectores opositores a la libertad de la autodeterminación de las mujeres a que, en lugar de censurar lo incensurable, presentaran un proyecto de ley para modificar el Código Civil y ahí si dar todas las discusiones científicas del caso. Empero, durante casi dos siglos, no se ha hecho ningún esfuerzo por cambiarlo, pero sí han sentenciado a miles de mujeres a las peores de las condiciones de salubridad y dignidad para practicarse abortos clandestinos. Basta con recorrer los alrededores de la Caracas con 33 en Bogotá para darse cuenta de que este falso dilema ha condenado a un sin número de mujeres a ser tratadas más como animales que como ciudadanas.
¡Basta ya, abramos los ojos! La hipocresía raya con lo absurdo, así como todo el que quiere comprar droga puede hacerlo y no le pasa nada, cualquiera que quiera abortar puede hacerlo. La diferencia es que los primeros son considerados “adictos” mientras que las segundas “asesinas”.
No podemos dejar pasar lo que ocurrió en la Corte Constitucional la semana pasada. Así como mi bisabuelo le prohibió a mi abuela ir a la universidad y a mi bisabuela leer un libro, este alto tribunal se acobardó y prefirió “inhibirse” antes que tutelar y proteger los derechos fundamentales de las ciudadanas que hoy son de segunda clase. Falló la corte en nivelar la cancha, pero bueno qué podremos esperar de la suprema magistratura en un Estado que dice ser laico y en su sala de audiencias tiene la cruz católica supervisando todas sus actuaciones.
*Juan David Quintero, abogado, exedil de Usaquén y líder de “Juntos”, un movimiento para fomentar nuevos liderazgos en el servicio público, @JD_Quinteror, Facebook e Ig: Juan David Quintero Rubio.