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“Volvió la lluvia.
No volvió del cielo o del oeste.
Ha vuelto de mi infancia”. Neruda
Los habitantes de Regidor – Bolívar desde hace quince días pareciera que estuvieran en guerra, confrontación sin tregua frente a un enemigo silencioso que no duerme de día ni de noche y que los puede tomar por asalto en cualquier momento. Cientos de hombres, mujeres y jóvenes o, mejor todo el pueblo, con palas en las manos llenan con tierra costales plateados parecidos al vientre de un pez, colocándolos en hileras sobre el muelle formando trincheras que los defiende del asedio del río Magdalena que arremete con toda su furia.
Una de esas madrugadas, las campanas de la Iglesia repicaron enloquecidas, era el santo y seña que el enemigo estaba penetrando por un flanco del pueblo. Un hombre diminuto corría enloquecido gritando: -¡Chorro, chorro, se metió el chorro!-. En las calles reinaba una enorme agitación parecida al estallido de una gran revolución; mujeres con niños de brazos, hombres, corrían a la muralla para defender el último bastión de batalla.
Las primeras gotas de lluvia tamborileaban sobre los oxidados techos de zinc convirtiéndose en un estruendoso aguacero que acribillaba sin piedad las calles de este olvidado municipio. Así, en estado de alerta, acuartelados en primer grado, en constante vigilia les ha tocado los últimos meses.
-¡En Betania abrieron las compuertas!- vociferó un fornido hombre al que con acierto le apodan “Careperro” – mientras se echaba un costal de tierra al hombro- Betania a la que se refería el hombre de rasgos caninos es la represa ubicada en el departamento del Huila con una extensión de 7000 hectáreas, que vomita 600 metros cúbicos de agua por segundo; lleva ese nombre “Betania” sacado seguramente de la aldea judía donde la Magdalena lavó con lágrimas los pies al hijo de Dios. Betania, según “Careperro”, abre las compuertas periódicamente para desembuchar el agua represada.
Letargo
Esa mañana el pueblo amaneció en un profundo letargo; por el poco movimiento en sus calles parecía haberse declarado un armisticio. La llovizna menuda de la noche anterior seguía cayendo. Frente a una casa azul resquebrajada, se ha instalado lo que se podría llamar el cuartel general o el centro de operaciones de donde se imparten órdenes a las cuadrillas de hombres para no dejar penetrar al silencioso enemigo.
Dos mujeres en una pequeña sala de estar esperan ansiosas frente a un destartalado televisor los oráculos de la presentadora de noticias sobre el estado del tiempo. Esta última cual profesora de escuela, luego de media hora de comerciales, esgrime de su varita mágica los pronósticos del día. Las esperanzas de las dos comadres se desvanecen y el gesto sombrío en sus rostros indica que las noticias no son alentadoras. En la lejanía un hombre las interroga: ¿qué dijo la televisión? – Que va a seguir lloviendo – contesta una de ellas mientras se rasca la cabeza con desgano; al otro lado del teatro de operaciones, hay un grupo de mujeres silenciosas sentadas en varias butacas alrededor de una olla humeante preparando el sancocho del día para los seis frentes de trabajo. “Esto que está pasando está en la Biblia – rompió el silencio una de ellas -. – Sí, todo esto se tiene que cumplir – la secundó la otra morena enorme, sentada en posición de Buda mientras pelaba un plátano.
Del predicador
Más hacia el sur, por la misma ribera, un grupo de hombres desplazan con palas la tierra de un lado a otro, cuando entra en escena un predicador impecablemente vestido con zapatos de charol y un frac parecido al del Doctor José Gregorio Hernández. Se detiene con aire grave y pronostica: – ¡Cristo viene pronto! – Uno de los trabajadores que está untado de barro hasta las orejas le increpa. – Sí, mientras viene, coja una pala y venga con nosotros. Se formó un pequeño debate de sucesos divinos y terrenales sobre quién era el responsable de esa tragedia: ¿Dios, el río o el gobierno?, discusión que fue zanjada por una corpulenta y desaliñada mujer de ojos tristes que, en otra época, debió ser reina municipal. Aún poseía los ademanes que les quedan a las rubias sin éxito; su enorme vientre era sujetado por una licra rosada. – ¡Esta mierda para los políticos es un negocio y para la gente una fiesta! -, sentenció la mujer. El predicador se acercó para escucharla con ojos desorbitados.
– ¿Por qué? – preguntó sin mirarla uno de los que estaba trabajando. “Porque ellos – los políticos – declaran la emergencia invernal y les llega cualquier cantidad de recursos que se esfuman por arte de magia; son unos magos los hps para hacer desaparecer la plata”.
– ¿Y para la gente? – volvió a interrogar el mismo hombre haciendo una pausa, apurando un vaso de limonada. – “Es fiesta para la gente porque se conforman con el mercadito” – las dádivas de siempre -. “Todos los años se repite la misma historia”, remató la rubia de ojos tristes. El predicador sonrió y prefirió alejarse en la distancia con sus charoles untados de barro.
En los corrillos, en los grupos ante una olla llena de tinto, por las noches, frente a la muralla se escuchan historias de la tradición oral, transmitida de generación en generación por estos hombres anfibios como alguna vez los llamó Fals Borda. Cualquier tema es recurrente, oportuno para mitigar las horas de vigilia, así sea para repetir una y otra vez las gestas desarrolladas durante el día, acompañadas por el croar de las ranas, vigilando al enemigo correr silencioso frente a sus trincheras acechándolos día y noche.
*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 – 2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.