Desencadenar el tiempo

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Tendríamos que ser videntes para saber si este representará una aceleración temporal positiva, o si, antes bien, nos hundiremos de nuevo en la “fracasomanía”.

Dice Carolina Sanín, en una de sus recientes video-columnas en la revista Cambio, que con el triunfo de Petro pareciera que “todo cambió de lugar y hay una disposición distinta”, que tras su elección la sensación imperante es de mudanza, de cambio de piel, como si “se desencadenara el tiempo”. No es, sin embargo, la primera vez que en Colombia un hecho concreto transforma nuestra relación con, y percepción de, la temporalidad que habitamos.

Lo primero es la importancia del evento puntual, del acontecimiento concreto cuyo cumplimiento transforma, de ahí en adelante, la realidad: el mundo se ve y se siente distinto; las cosas, aún siendo las mismas, se nos presentan rejuvenecidas, casi irreconocibles. El mismo Petro es consciente de ello cuando afirmó en su primera entrevista, retomando el vocabulario que popularizó Zygmunt Bauman, que su elección no es el mero “fluir” de una “sociedad líquida”. Hay una “carga histórica enorme”, dice, señalando el corte que representa su victoria. Y “momentos estelares” como este, para usar el término de Stefan Zweig, ha habido varios a lo largo de la historia de Colombia, instantes supremos que terminan señalando cortes cronológicos, rupturas que demarcan un antes y un después y que jalonan o aceleran el trascurso del tiempo. Un primer ejemplo es la independencia, eje axial de la temporalidad republicana, un “instante lleno de significaciones”, para citar las palabras del historiador colombiano Germán Colmenares. De las primeras décadas del XIX en adelante, el desarrollo del país se insertaba en ese tiempo recién inaugurado. Todo desarrollo posterior debía referir, de un modo u otro, a ese origen bautismal: la “segunda independencia” que buscaron los radicales de ese siglo antepasado, por ejemplo, cuando se hablaba de “la primavera de los pueblos”, no sería sino el cumplimiento cabal de la primera emancipación; algo así como una secularizada segunda venida de Cristo. En ese sentido, acierta Sanín cuando sugiere que “lo mesiánico” puede ser “empezar una nueva época”, tanto como el vivir anticipándola o, también, postergándola en el tiempo de la espera.

Otro momento nacional en que el andar de Cronos pareció acelerarse fue el del primer mandato de López Pumarejo, conocido como el de “la revolución en marcha”. Se ha escrito bastante, en efecto, sobre el concepto de revolución – el historiador François Furet analizó a fondo su plasticidad, su resiliencia a lo largo de centurias, su susceptibilidad al manoseo político –, lo mismo para criticar su recurrencia que para señalar su rol, patente en ese gobierno liberal, de acelerador histórico. Aquí resulta interesante comentar el caso de México, cuya historia oficial ha elaborado una narrativa de revoluciones acumulativas: la independencia, la Reforma de Juárez, la Revolución de 1910, en algunos casos el gobierno de Lázaro Cárdenas. Al prometer una “4T”, la “cuarta transformación”, el presidente López Obrador renueva esta curiosa concepción. Y digo curiosa porque se asume, sin mucha discusión, que cada una de estas revoluciones obraba como condición necesaria de la siguiente. Como si la independencia hubiera ya trazado unos derroteros desde el inicio, como si el tiempo fuera un tejido hecho que se desenvuelve.

Semejante modo de mirar las cosas no ha estado muy presente en nuestro país. Lo usual ha sido todo lo contrario: subrayar el empantanamiento temporal, el estancamiento del progreso o, lo que viene a ser lo mismo, el carácter cíclico del discurrir nacional. En el siglo XIX los letrados lamentaban el eterno retorno de las guerras civiles, que estallaban sin falta cada cuatro o cinco años; en el siglo XX la Violencia conllevó, como lo mostró recientemente Robert Karl en La paz olvidada, la mitificación de unas fuerzas destructoras que se consideraban inseparables de la idiosincrasia nacional. La Violencia se tornó hidra ineludible, la sangre cifra de la temporalidad desacelerada, represada, inútilmente sacrificial, del país. Es un fenómeno menos extraño de lo que creemos: en México, antes del ascenso de AMLO – y todavía, desafortunadamente –, los intelectuales habían decaído en un estado mental similar: la violencia asociada al narcotráfico se había vuelto, para ellos, un monstruo invencible que todo lo abarca.

Aún no sabemos cuán grande será el impacto y el legado del gobierno de Gustavo Petro, pero no hay duda de que su elección ya marca un cambio. Tendríamos que ser videntes para saber si este representará una aceleración temporal positiva, o si, antes bien, nos hundiremos de nuevo en la “fracasomanía”. Me gustaría creer, claro, que se trata de lo primero: el tiempo de la oportunidad, lo que los antiguos denominaban “kairós”.  

*Alejandro Quintero Mächler. Filósofo e historiador. Magister en filosofía y Cultura Ibérica y Latinoamericana. PhD. Latin American and Iberian Cultures (LAIC) en Columbia University.

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