De un esquema presidencial a un viejo Volkswagen: esa nociva distancia

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La distancia entre gobernantes y gobernados, los miedos de los primeros, las necesidades de los segundos y de cómo recortar este alejamiento son los temas que cubre esta reflexión de Felipe Lozano.

Lo extraordinario es aquello que se sale de lo ordinario, de lo habitual. Para la administradora de un viejo café cerca de la Universidad del Rosario, el 25 de marzo de 2021 fue un día extraordinario: llegó a las 7:14 a.m. a su trabajo y encontró que la plazoleta de la avenida Jiménez con carrera 6 estaba cercada por unas vallas metálicas. Algo inusual. Ella dijo que nadie le avisó sobre el cierre y su negocio se vio afectado por la falta de clientes. “Ese día no entró nadie”, dijo con algo de indignación, sentimiento que parece estar justificado en una afirmación que soltó inmediatamente después: “Es que ellos sí pueden hacer con uno lo que quieren y nosotros ni siquiera tenemos derecho a cuestionarlos”. 

“Ellos” son la policía, el ejército y los demás integrantes del esquema de seguridad del presidente Iván Duque que, ese día, como patrono de la Universidad del Rosario, presidió la ceremonia de imposición de la Cruz de Calatrava a trece colegiales de número de la institución, según informó la universidad en su página web. “Ellos” fueron lo extraordinario también para los comerciantes de esmeraldas y vendedores ambulantes que trabajan en la plazoleta y, el 25 de marzo, contrario a su cotidianidad, se vieron obligados a ubicarse en el Parque Santander. “Hay que quitarse, porque imagínese: van y ponen una bomba y luego el que sale perdiendo es uno”, comentó un comerciante. 

Lo extraordinario también fue para los residentes del sector, porque ese día salieron a pasear a sus perros, a comprar algo en los supermercados o sencillamente a caminar y encontraron al ejército y a la policía en la carrera 4 y en el Parque de los Periodistas. También se toparon con algunas motocicletas policiales atravesadas en la calle para desviar el tránsito de los conductores que, de manera igualmente extraordinaria, cambiaron su ruta.  

El escritor noruego Erling Kagge dice en su libro Caminar que “hay algo de antidemocrático en estar lejos de la naturaleza, del asfalto y de las personas sobre las que decides”. También explica que la primera ministra de su país, Erna Solberg, o su antecesor, Jens Stoltenberg (actual secretario de la OTAN), “se mueven entre el resto de los noruegos, hacen la compra en los mismos supermercados y toman café en los mismos locales”.

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Opuesto al caso que expone el escritor, el esquema de seguridad del presidente colombiano y todos sus protocolos parecieron reafirmar una vieja advertencia: la ciudadanía debe guardar distancia física con sus gobernantes, sobre todo en el espacio público. Kagge dice que, para la gente poderosa, como el primer mandatario de una nación, otros gobernantes y grandes empresarios, resulta complicado no tener esa separación con nosotros: “Un lujoso coche negro [los] resguarda. Es agradable y fácil acostumbrarse y también más seguro cuando parece peligroso estar en la calle”.

¿Está justificado ese miedo de los gobernantes colombianos a sus ciudadanos en el espacio público? ¿Cómo puede explicarse esa distancia que se ha creado entre unos y otros? 

¿Problema de seguridad? 

Para Antonio Navarro Wolff, copresidente vocero del partido Alianza Verde, la cercanía física entre la ciudadanía noruega y sus gobernantes, explicada por Kagge, es algo que difícilmente puede ocurrir en Colombia por una razón fundamental: “En Noruega, los mandatarios no corren los mismos riesgos que aquí, un país donde ha habido una gran cantidad de agresiones y muertes”. 

Navarro habla desde la experiencia. En 1990, su copartidario y líder del M-19, Carlos Pizarro Leongómez, fue asesinado en pleno vuelo hacia Barranquilla durante su campaña presidencial. Antes habían corrido la misma suerte Bernardo Jaramilllo Ossa, Jaime Pardo Leal y los más de 4.000 militantes del partido Unión Patriótica que fueron asesinados desde mediados de la década de los ochenta.  

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Entre otras víctimas, también se encuentran Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán Sarmiento y Álvaro Gómez Hurtado. Según Jimena Ñáñez, politóloga y profesora asociada de la Universidad Complutense de Madrid, estos atentados han evidenciado que la distancia física entre gobernantes y gobernados en Colombia “tiene que ver con un tipo de violencia política que se ha ejercido a lo largo del tiempo”. 

Si se hace un breve recuento histórico, incluso se llegó a atentar contra la vida de Simón Bolívar en 1828 en la llamada Conspiración Septembrina. En 1830, Antonio José de Sucre fue asesinado en Berruecos, cabecera del municipio de Arboleda (Nariño). En el siglo XX, el presidente Rafael Reyes Prieto y su hija salieron ilesos de un atentado, Rafael Uribe Uribe fue asesinado en las escalinatas del Capitolio Nacional y Jorge Eliécer Gaitán murió instantes después de haber recibido tres disparos al salir de su oficina. 

Aunque desde hace mucho tiempo existen evidencias de atentados contra líderes políticos, Felipe Arias Escobar, historiador de Señal Memoria, explica que la violencia de la década de los ochenta planteó la percepción en los gobernantes y la ciudadanía de usar esquemas de seguridad organizados, algo que en tiempos de Gaitán no era usual. De hecho, el líder liberal rechazó la idea de tener algo semejante por considerarlo “algo anormal dentro de la cultura política de ese entonces. Un político, un funcionario o el presidente paseaban por las calles como un transeúnte más”, agregó el historiador. 

Sin embargo, para Arias la seguridad que ofrecen estos esquemas queda en entredicho. “Existe dentro de nuestra cultura política actual la necesidad de que el Estado disponga de esos mecanismos de protección o que se desconfíe muchas veces de ellos mismos. Los organismos de seguridad se convierten por acción u omisión en copartícipes de esa violencia. Una muestra es el atentado contra Luis Carlos Galán, donde hay una serie de denuncias que afirman que los mismos agentes de seguridad del Estado pudieron estar involucrados en este asesinato”, explica.

En ese sentido, los esquemas de seguridad son ambivalentes: pueden proteger, pero también significan una amenaza. 

La política del miedo y la melancolía patológica  

El investigador social Andrés Fernando Suárez considera que hay otras razones que podrían explicar la larga distancia que tenemos con nuestros gobernantes y no están estrictamente ligadas a lo físico, sino a lo político. La movilización política en Colombia se está dando por miedo, mas no por el convencimiento en un proyecto. No existe una representación mayoritaria, sino el temor constante a una amenaza. En palabras de Suárez, “no se vota a favor de, sino en contra de” y se elige la opción “que dé menos miedo”, lo cual justificaría los procesos electorales recientes en Colombia, que muestran al candidato ganador con un 30% o 40% de los votos totales en la primera vuelta, cifras que no representan a un número considerable de la población del país. 

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Por ejemplo, durante la contienda electoral pasada, Iván Duque obtuvo el 39,4 % de las votaciones en la primera vuelta, frente al 25,1 % de Gustavo Petro y el 23,8 % de Sergio Fajardo. En la segunda vuelta, Duque ganó la presidencia con el 54% de los votos totales y Gustavo Petro obtuvo el 41,8 %. Frente a este tipo de resultados, Suárez afirma que “la segunda vuelta no logra ocultar la realidad de una polarización y la falta de concurrencia en un proyecto político sólido y programático. El que saca la mayoría de votos no es quien representa un consenso alrededor suyo y de su proyecto, sino que se trata del que genera menos miedo” y agrega: “De esa manera no se respalda a nadie, sino que se le niega el acceso a otro. Ese hecho, de entrada, plantea una distancia con los gobernantes”. 

Significa, según Andrés Suárez, que el candidato elegido representa a un tercio o a una cuarta parte de la población y no gobierna sino para los intereses de una pequeña parte del país. Jimena Ñánez concuerda con este argumento y afirma que en Colombia “ha primado una democracia de tipo representativo y no una de carácter participativo. Esa representación ha generado un alejamiento de los gobernantes con los gobernados”. 

La dinámica de la política en Colombia ha encontrado en el miedo su gran motor. Los candidatos y gobernantes lo han usado en sus discursos, llenos de una gran carga emocional, de tipo nacionalista, en los que transmiten verdades únicas e incuestionables. También se han encargado de desacreditar y estigmatizar a quienes no piensan como ellos, subrayándolos de que son diferentes en un sentido negativo. Aquí se crea un chivo expiatorio al cual echarle las culpas de las desgracias e infortunios de la nación y se acude a él cada vez que sea necesario para comunicar la amenaza de su presencia y tener a la opinión pública de su lado, en apariencia.  

Ñánez explica que, de hecho, la violencia política en Colombia se ha usado a favor de ciertas élites y sectores económicos, y acuden al “discurso dicotómico que tiene como objetivo generar un estado de inseguridad del bien frente al mal o del comunismo frente a la democracia”.

El miedo como recurso en la política colombiana tiene graves consecuencias. La principal de ellas es que alimenta las frustraciones que tenemos como sociedad. Andrés Suárez explica que los gobernantes cargan con esa “frustración acumulada por los conflictos sociales y políticos del país”, pero que sus mismos discursos se encargan de alimentar. Esas frustraciones crecen, dice Suárez, porque tramitarlas en el poder genera desgaste: “no se puede hacer todo lo que se quisiera, con el ritmo que se espera ni con el impacto que se desea”.  

Un cúmulo de frustraciones colectivas sin resolver puede llevar a lo que Sigmund Freud definió como melancolía patológica. La diferencia con el duelo es que la pérdida es concreta, está bien definida y puede resolverse mejor, mientras que con la melancolía patológica no se sabe qué se ha perdido exactamente. La filósofa alemana Hannah Arendt explicó en sus trabajos cómo en la Alemania nazi se aprovechó de la vulnerabilidad del pueblo alemán, producto de su melancolía, para posicionar las ideas nacionalsocialistas mediante el miedo, la propaganda y la violencia organizada. 

La filósofa holandesa Joke J. Hermsen analiza los trabajos de Arendt y explica: “El mal causado por los ciudadanos en esas circunstancias para cumplir la voluntad de sus líderes políticos no procedía según Arendt de los rincones más oscuros de sus almas, sino que era fruto del miedo, y de la falta de conciencia política y sentido crítico”. 

El miedo adormece a los pueblos, no les permite participar en un espacio político-cultural común, pierden ese sentido crítico del que habla Hannah Arendt y se vuelven sumisos e indiferentes. En resumidas cuentas, el miedo permite que los gobernantes hagan con los pueblos lo que les plazca y deja el terreno abonado para la demagogia y la creación de más chivos expiatorios. 

¿Qué hacer para acortar distancias? 

En su libro Caminar, Erling Kagge advierte: “Cuanto más aumenta la distancia entre los que deciden y las personas sobre las que lo hacen, menos relevantes parecen sus decisiones para aquellos a los que éstas afectan”. Esa afirmación tiene sentido para la congresista Katherine Miranda, para quien una cercanía entre los gobernantes y la ciudadanía tendría como consecuencia “una mayor conexión con la realidad social y económica del país” y se diseñarían políticas públicas que los representen, muy por el contrario a la reforma tributaria, a la que ella califica como “el adefesio que nos quieren imponer y que va a empobrecer a la clase media”.  

¿A qué se puede recurrir para acortar las distancias? ¿Qué se puede hacer para lograr que las decisiones gubernamentales estén ligadas con las necesidades de las poblaciones del país?  

Jimena Náñez insiste en que una democracia más participativa acortaría la brecha entre gobernantes y gobernados, plantearía relaciones horizontales entre ellos y permitiría la participación activa de la ciudadanía en espacios político-culturales comunes que generen debate sobre los asuntos que afectan a las comunidades. Espacios como los consejos comunitarios, por ejemplo, “pueden darse mucho mejor en las ciudades, sobre todo en las entidades locales de tipo urbano o rural, porque son más cercanos a la gente. Si hay algún problema, se recurre a ese primer nivel de discusión política”, afirma Ñáñez.  

Sin embargo, la politóloga advierte que esos espacios no deben convertirse en escenarios para fomentar la estigmatización o para “pasar por encima de otros funcionarios públicos”, como ha ocurrido en gobiernos anteriores. Privar a la ciudadanía de esos espacios supondría todo lo contrario: plantearía una relación vertical, dominante y prepotente en la que el gobernante evadiría a la ciudadanía por temor a ser cuestionado fuera de su esfera privada y en ejercicio de su función pública. 

El historiador Felipe Arias Escobar llama la atención sobre el uso de las tecnologías de la información y las comunicaciones, ya que “no hacen necesario que un gobernante tenga que estar in situ a la hora de relacionarse con sus gobernados. Eso aumenta la distancia que ya se tiene con ellos”. 

Al respecto, Andrés Suárez sostiene que la pandemia impidió ocupar el espacio público como antes y le dio protagonismo a la virtualidad, donde se impide el ejercicio democrático porque “no participan todas las personas que pueden manifestarse”. Las redes sociales, por ejemplo, “dan la libertad de controvertir, pero también hay muchas fake news y demasiadas animosidades que se expresan de manera anónima y eso saca a la gente de los debates”, agrega Suárez. 

La filósofa Joke J. Hermsen en su libro La melancolía en tiempos de incertidumbre advierte sobre el hecho de limitar el ejercicio político a las redes sociales, porque evita acceder a diversas miradas del país: “Facebook utiliza algoritmos configurados en función de las preferencias y el comportamiento del usuario, de tal forma que solo vemos aquello con lo que tanto nosotros como nuestros amigos ya estábamos de acuerdo, reforzando así nuestros puntos de vista, independientemente de la veracidad o falsedad de los hechos en que estén basados”.

Por otra parte, para Andrés Suárez los gobernantes pueden ser más cercanos a la ciudadanía si acuden al carisma, entendido como el conjunto de retóricas, símbolos y voluntades que le permitan escuchar lo que reclama la ciudadanía. “Dependiendo de sus gestos, el gobernante puede comunicar que comprende los problemas de la ciudadanía, así no pueda solucionarlos, pero no actúa de manera indiferente”, sostiene. 

Para Felipe Arias Escobar, la imagen de un gobernante mostrando su carisma ante el pueblo puede ser parte de las estrategias de mercadeo político. “George Bush, por ejemplo, se paró sobre los escombros de las Torres Gemelas en 2001 para hablarles a sus ciudadanos, mientras estaba rodeado de su esquema de seguridad. En un momento como ése era necesaria la explotación de su imagen para mercadeo político”, explica. 

“El carisma de un líder – afirma Andrés Suárez – puede hacerle sentir a la gente que es cercano. La forma en la que se manejen las situaciones puede crispar o atenuar una frustración”. 

Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, supo manejar su carisma para seguir cercana a los neozelandeses, pese a la pandemia. Respondió preguntas en redes sociales, compartió con sus seguidores detalles de su vida personal y familiar – sin desconocer la emergencia sanitaria – y terminaba sus alocuciones con un mensaje: “Sé fuerte, sé amable”. Su carisma fue fundamental para que la ciudadanía acogiera las medidas implementadas para combatir el Covid-19. En abril de 2020, después de dos meses de haber sido registrado el primer caso de la enfermedad en su país, se declaró que no había casos activos de coronavirus.  

Con su retórica y voluntad, el Papa Francisco siempre envió mensajes al gobierno colombiano y a las FARC para que no desistieran de firmar el acuerdo de paz y acompañó buena parte del proceso. Además, con este apoyo, reafirmó un mensaje que ha buscado posicionar en el mundo: es necesario dialogar y llegar a consensos. 

En Uruguay, el Volkswagen de Pepe Mujica se transformó en un símbolo de cercanía con la gente y hasta de interpelación para otros mandatarios del mundo. “Mujica quería mandar un mensaje: él era un ciudadano común y corriente y como tal vivía como cualquier otra persona en su país”, afirma Antonio Navarro Wolff. 

*Felipe Lozano, comunicador social de la Pontificia Universidad Javeriana con posgrado de la FLACSO (Argentina). Salió de Bogotá, renegando de ella, y regresó con el rabo entre las piernas. Camina como terapia para purgar sus culpas y así descubre las maravillosas contradicciones del país que se sintetizan en su capital. Ha estado vinculado a entidades como el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, Museo de Bogotá, Museo Nacional de Colombia y la Casa Museo Alfonso López Pumarejo, de la cual fue director. No discute en redes sociales porque es mejor de forma presencial.

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1 COMENTARIO

  1. En este sentido, podemos inferir que la solución está lejos de darse. Los colombianos, ultrapresidencialistas, al “elegir” a una persona en ese cargo, la terminamos convirtirndo en una abstracción, pues, ese individuo que llega al poder deja de ser álvaro, Andrés, César, Juan Manuel, Ernesto o Iván, para convertirse en el Señor Presidente. Una desidentificación del individuo y una materialización-magnificación del cargo. La distancia es evidente, no es solo por cuestiones de seguridad, está también relacionado con lo que dicho cargo significa, o sea, una relción de poder supremo con la inferioridad del pueblo, a quien, es claro, no representa. La ira, la rabia, la impotencia, todo ese maremagnum de desidia de la ciudadanía y el desprecio cin que los dirigentes miran a las masas es una clara muestra de dicha distancia. Ello no va a cambiar si desde las bases no comprendemos que el ser presidente es un cargo que debería reposar en las bases y no en la coptadora clase empresarial que simplifica a la nación a sus intereses. Si Felipe, seguiremos igual, o incluso, las cosas empeorarán y la distancia entre el binomio propuesto en su artículo será más lejana si no hay una reflexión de parte de las bases acerca del poder. Lo preguntó Echandía “¿El poder para qué?”, ¿podrá la sociedad colombiana emitir una respuesta?

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