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Texto por Julio Prasca, Licenciado en Ciencias Religiosas y MBA. Maestro profesional en atención a la primera infancia AURES. Ganador a la mejor sistematización en primera infancia de la localidad de Fontibón 2022, y Ubaldo Díaz, acerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022.
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Mi vida no fue igual después de aquel día. Aún recuerdo esa tranquila tarde de palmeras y desierto, en la que decidí encontrarme con aquel hombre que supuestamente amaba. Sé que era un amor imposible, prohibido, arriesgado y peligroso. Pero lo amaba y eso no lo cambiaría nadie. Sin embargo, la vida me iba a mostrar la otra cara de la moneda y tenía que pagar el precio. No lo esperaba. Sucedió algo inesperado. Estas imágenes que relato van y vienen como el viento que se pasea por el Valle de Jezreel, aquel día, cuando me disponía llenar de besos a este hombre que no me pertenecía, unas manos callosas tal vez de tanto sacrificar y matar terneros me tomó por el brazo, me haló bruscamente mientras me gritaba: ¡así te queríamos coger¡¡adultera! ¡sucia! ¡mala sangre!, inmediatamente busqué con mi mirada al hombre que como en el poema del cantar de los cantares, el cual me había recitado varias veces. Había desaparecido, ¿había escapado? ¿Me había abandonado? No lo sé. Lo que sí recuerdo es que me encontraba ahora con un raudal de hombres bien vestidos, crispando los puños de rabia y mirándome con odio como si yo les debiera algo. ¿Por qué me miran así? ¿A dónde se supone que me llevan? – murmuré – ya no se trababa únicamente de una mano apretando fuertemente mi piel, sino varias que me sujetaban y estiraban mi vestido que había comprado ese día para la ocasión. Entre esos hombres distinguí a uno que regentaba una sinagoga y que se veía conmigo a escondidas. Ese día me sentía alegre porque con lo poco que pude ganar fui sin escatimar tiempo a la tienda más cercana para verme bonita. Pero ahora…sentía una vergüenza inmensa cuando me arrastraban por todo el patio público, miraba al cielo y sacudía mi cabeza pidiendo a Dios que esto fuera solo una pesadilla. Ya no quedaba rastro de aquel vestido hermoso que había comprado. Esos hombres me arrastraban como un trofeo maldito en manos de un juez sin misericordia; como un paseo triunfal me empujaban, mientras ellos recibían aplausos como campeones de la moral y custodios de la ley. De cuando en cuando levantaba mi mirada para encontrar por lo menos una mirada consoladora, pero muchas de ellas eran frías y severas.
Estaba desesperada. Incluso dispuesta a morir. Pero… ¿qué digo? ya estaba muerta en vida. Y con una fuerza brutal me lanzaron al suelo como saco de arena provocándome nauseas al tragar un poco de tierra, las marcas de las manos del aquel fariseo se impregnaron en mi piel. Mi corazón latía muy fuerte mientras que el miedo aumentaba con la misma proporción que lo hacían los latidos de mi corazón. No podía levantar ya la mirada. De pronto, entre mis sollozos hubo un silencio, no entendía que pasaba, por mi mente lo único que pensaba es que quizás estaban definiendo el lugar de mi muerte, porque la forma ya la sabia: ¡moriría apedreada! Lloré, lloré, lloré todo lo que no había en mucho tiempo. Y así, creo que demoré un buen rato. No escuchaba nada distinto a lo que mi conciencia me gritaba por lo mal que había obrado y que, si estaba en Dios volver a ser otra mujer, yo estaría dispuesta a cambiar. A fuerza de entender que pasaba en el tumulto de gente escuché una voz, no entendí. Pero en ese instante supe que algo distinto estaba sucediendo. Levanté mi mirada un poco y vi a un hombre que escribía algo en el suelo. Nuevamente cubrí mi rostro. Arrodillada, con mis manos tapando mi rostro cubierto de lágrimas, el silencio se hizo eterno, alguien tomó mis manos, y muy delicadamente las bajó para descubrir mi rostro, estiró sus manos y las pasó por mis cabellos, me tomó por el brazo y me levantó. Fue cuando escuche aquella frase que cambió mi vida:
─ ¿Mujer alguien te ha condenado?
No quise levantar la mirada y le respondí balbuceando: ¡nadie Señor!
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─Yo tampoco te condeno, y adelante no peques más. Esa voz sonó como susurro y se metió en mis entrañas. Levanté la mirada y lo vi alejarse de espaldas en medio de la polvorienta plaza. Aquel hombre que se había colocado entre esa turba enardecida y mi humanidad era distinto a los demás. No me había abandonado. Ahora entiendo por qué la debilidad de Dios son los pecadores. Me defendió a brazo partido, no patrocinaba mis acciones, defendía mi condición humana, sentía que me amaba no para sí, sino para mí. Me sentía emocionada y agradecida con todo lo que había hecho. Después supe que lo habían sometido a un juicio injusto y que había sucumbido atado a un madero en el Gólgota al lado de dos malhechores. Lo supe porque uno de sus seguidores el cual andaba huyendo me lo confesó. Esa frase todavía sigue retumbando en mi memoria: “Mujer yo tampoco te condeno, vete y de ahora en adelante todas las lágrimas derramadas serán recogidas en copas de cristal, vete, y enfrenta los embates de los espíritus oscuros, procura vivir en paz y no peques más”. Diez años después tengo ante mí un mundo de primavera jamás imaginado. Después de ese día no lo vi más. Lo que sí es cierto es que cuando se fueron todos, el cielo se mostró despejado, las piedras quedaron amontonadas en una de las naves del templo construido por Salomón, hijo del rey David. El tumulto de personas desaparecía uno a uno como habían llegado; ¡fue cuando dirigí mi mirada al suelo… y encontré en el suelo mis pecados escritos… ya no eran mis pecados, Él los había asumido. Al momento un viento suave proveniente del Negueb borraba cada uno de ellos, era sin duda la acción de la misericordia.
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*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022. Email: [email protected]