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El enano que no había estudiado filosofía ni metafísica estaba haciendo un mejor trabajo, ya que el diminuto hombrecillo poseía el don de la escucha, el cual se le ha concedido a pocos mortales.
Había concluido sus tres años de estudios filosóficos en el seminario donde se especializó en Kant, traduciendo y haciéndole algunos comentarios a su Crítica de la Razón Pura. Después de unas cortas vacaciones de fin de año, el otro iniciaría su ciclo de estudios teológicos, no sin antes ir a la “misión” de Navidad que todo seminarista debía cumplir, la cual consistía en un trabajo pastoral de nueve días con una comunidad rural de las más alejadas en la geografía nacional y celebrar con ellos la novena de aguinaldos, muchas veces acompañado de una docena de desarrapados niños que tocaban panderetas y maracas hechizas alrededor de un humilde pesebre emulando lo acontecido en Belén de Judá hace más de dos milenios.
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Ese año había sido designado por sus superiores para esa misión. Estos últimos eran silenciosos hombres a quienes se les veía enfundados en eternas sotanas negras que ocultaban alrededor de la cintura punzantes cilicios para mortificar la carne en señal de penitencia, herencia aun del neoplatonismo, algunos de ellos convertidos en leyendas como aquel que, en estado de oración y recogimiento en la soledad de un oratorio, levitaba frente a una custodia parecida a un pequeño sol, u otro que llevaba una vida ascética y se decía que dormía sobre una rústica estera, o el que con sus sermones y prédicas conmovía los corazones de sus escuchantes. Algunos de ellos ya pasaban por el meridiano de sus vidas y habían salido laureados de los campus de las prestigiosas y rancias universidades europeas de inspiración confesional, escudriñando con rigurosidad durante años, textos, pasajes bíblicos escritos originariamente en arameo, griego y latín. En ese granado grupo que ya estaba por encima del bien y del mal, había PhDs en filosofía, teología, sociología, biblia, hermenéutica. Luego de cursar esos exigentes estudios, algunos ofrecían su vida, su tiempo para acompañar el proceso de formación en los seminarios, otros se insertaban en las comunidades más pobres y deprimidas del país con el sueño de trasformar esa realidad y la mayoría terminaba abrazando la palma del martirio en esa quijotesca utopía en un país manejado por una élite sin escrúpulos que lo ha gobernado a sangre y fuego por más de dos centurias.
Enviado a una comunidad de pescadores del Magdalena medio, lo esperarían varias mujeres devotas. Algunas de ellas habían quedado viudas por causa de la violencia que ha asolado a este país por más de medio siglo y habían encontrado en el trabajo comunitario y parroquial el bálsamo para continuar luchando. Estas santas mujeres lo ubicarían en el sitio donde pernoctaría. Dicha misión emulaba el último gran mandato del carpintero de Nazaret, quien después de su resurrección encargó a una mujer de la cual había arrojado siete demonios trasmitirles el mensaje a sus once y asustadizos discípulos para que se reunieran en una montaña antes de elevarse a los cielos. Estos últimos aun no comprendían nada del asunto: no podían concebir que un hombre al cual hacía tres días le habían infligido toda clase de vejámenes, que murió torturado sobre un madero y que, después de haber visitado el hades, se decía que estaba vivo, anduviera buscándolos. Entre ellos estaba el envalentonado Simón Pedro, quien en la víspera de toda esa catástrofe le había prometido que nunca lo abandonaría y daría la vida por Él. Ese hombre, que llevó el anillo del pescador y que hoy dirige a más de mil millones de seguidores, caminaba rezagado a ese encuentro de la montaña porque le pesaba haber negado tres veces a su maestro; el mandato consistía en “ir por todo el mundo y anunciar el evangelio a toda creatura”.
Pensando en el próximo año, el seminarista había devorado “De civitate Dei”, las confesiones o los coloquios de Agustín de Tagaste, tratado donde el hijo de Santa Mónica narra su itinerario espiritual antes de llegar a su conversión al cristianismo luego de llevar una licenciosa vida. Estos dos mamotretos se han convertido en referente obligado para cualquiera que quisiese estudiar y conocer a Dios, como si a Dios se le pudiese estudiar. La noche anterior al gran viaje había alistado su sencillo ajuar que consistía en una sotana, una biblia, la novena de aguinaldos, un centenar de estampas donde aparecía el papa alemán Benedicto XVI con su forzada sonrisa impartiendo su bendición Urbi et orbi. En la primera quincena de diciembre de ese año las mujeres piadosas víctimas de la guerra fueron a recogerlo a una pequeña terminal de transportes y de ahí lo condujeron a un salón comunal donde se hospedaría por los nueve días. Un chorro de niños lanzaba vítores de júbilo acompañándolo por las polvorientas calles de la población dándole la bienvenida. Se les veía felices porque había llegado el seminarista a la comunidad a celebrar con ellos el nacimiento del niño Dios.
En el salón comunal de desnudas paredes y refugio de murciélagos pernoctó esa noche. Al día siguiente, muy temprano luego de celebrar los oficios divinos, se asomó por una ventana y vio una cola de gente que se arremolinaba alrededor de su puerta. -¡Wao!-, se dijo para sí. “Inició el trabajo con estas personas”; adecuó una pequeña e improvisada mesa alrededor de dos sillas como despacho parroquial para escuchar a esas almas que tanto lo necesitaban, pero se percató que los que estaban en la fila pasaban de largo a la siguiente puerta. Entraban y salían. Le dio enorme curiosidad, cerró tras de sí la puerta y aguzó el oído sobre la pared que lo separaba de la otra habitación. Ahí se escuchaba los sollozos de una mujer y una voz de hombre que la consolaba. La voz convertida en susurro le decía que no se preocupara, que sus problemas y tribulaciones eran pasajeros. Estuvo por un buen rato escuchando la cautivante voz de ese hombre que le daba algunas indicaciones finales a los que le consultaban como en un confesionario. De ahí salió y estuvo caminando todo el día visitando familias, conociendo el caserío, consolando a los enfermos, conociendo la experiencia de la asociación de pescadores que aglutinaba a más de un centenar de ellos. Algunos líderes se habían convertido en blanco de los grupos violentos de la región por haberse declarado defensores de la ciénaga, los humedales y el agua de un cristalino río que surtía a la población.
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Detrás de la arremetida de esos grupos que utilizaba la violencia como mecanismo de persuasión, venían los megaproyectos, en este caso de exploración petrolera. Su modus operandi era el mismo utilizado en casi todos los territorios: en la primera avanzada iban los expertos en trabajo social y comunitario prometiendo este mundo y el otro, risible y exótica la propuesta que le habían planteado a esta comunidad de hacerles un nuevo río si era necesario. Si por alguna circunstancia fracasaban los talleres de sensibilización “del gran proyecto”, venía la segunda avanzada donde se activaba el aparato paraestatal que amenazaba y desaparecía a las cabezas visibles de la resistencia.
En ese recorrido, varios jóvenes le habían servido de lazarillo y con ellos había hablado de conformar el nuevo grupo juvenil. Se le había olvidado el suceso de la mañana por completo. Al final de la tarde, supo que la voz que había escuchado en la habitación contigua era la de un enano graduado en cartomancia que arribó a bordo de un circo pobre hacia algunas semanas instalando su guerreada carpa multicolor en la plaza principal de la población. Dicho circo hacía tres noches se venía despidiendo de su última función.
En alguna ocasión coincidió en la salida del salón comunitario con el enano, el cual lo saludó a distancia agitando una de sus regordetas y cortas manos diciéndole: – “hola vecino”-. Dejó tras de sí un penetrante olor a menticol, acompañado de una mujer de mirada sumisa que lo seguía a todas partes. Sintió por vez primera que había sido en vano estudiar a profundidad a Kant, a los filósofos del diálogo. Ese día entendió que, si la academia no hace lectura de la realidad, es mera basura. El enano que no había estudiado filosofía ni metafísica estaba haciendo un mejor trabajo, ya que el diminuto hombrecillo poseía el don de la escucha, el cual se le ha concedido a pocos mortales. Era un claro mensaje que esta comunidad despreciada por el Estado central estaba enviando; reclamaba ser escuchada.
En esas cavilaciones estaba cuando los niños, los jóvenes, la asociación de pescadores lo animaron a seguir. Le faltaban dos días para culminar la novena de aguinaldos. Esa noche se reunió con toda la población alrededor de una fogata mientras él acompañaba con su guitarra varios cantos juveniles. El crujir de la fogata elevaba chispas al firmamento. Miraba cómo se desvanecían. Pensaba para sí que, mientras el enano se había largado la tarde anterior con los bolsillos llenos de dinero, él se iría un día después de Nochebuena con el corazón henchido y regocijado por la acogida de estas personas.
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Ya poco le interesaba como sería su nuevo proyecto teológico del próximo año que consistía en estudiar a Dios. Ya no hacía falta. Lo había conocido en la sonrisa de los niños, el sueño de los jóvenes y en las tristezas y cuitas de las viudas y huérfanos que había dejado la vorágine de la guerra en medio de la población.
*Ubaldo Díaz, sacerdote. Graduado en Filosofía y educación de la Universidad Católica de oriente. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB Barrancabermeja. Años 2018 -2019