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El exilio es un eterno retorno, pero no es un bañarse en el mismo río.
Heráclito de Éfeso, filósofo griego, decía que uno no se podía bañar dos veces en el mismo río. Él no se refería propiamente al exilio, sino a la condición cambiante de la materia y de la realidad. Pero exilio que también es cambiante y hace parte de la realidad es duro; semeja un pozo o un aljibe, un hueco donde hay gente que ha caído y se ha ahogado. Pero también hay gente que ha aprendido a nadar y que ha salido, gente que ha cambiado la historia del mundo.
El exilio es una de las formas del desplazamiento forzado y ha sido puerta para esquivar la amenaza o la muerte, pero no siempre el hambre ni la soledad. Recuerdo al campesino a quien le decían: “mire váyase, lo van a matar” – y respondía – : “no tengo con qué quedarme, mucho menos con qué irme”. Del exilio recuerdo también a Mario Benedetti cuando afirmaba: “El exiliado al regresar sigue exiliado en su propia tierra”. Y recuerdo una frase de una película rusa que decía que “hay viajes que no conducen a un lugar sino a un destino.
Del exilio hay epopeyas y hay celebridades. Pero no entiendo el exilio en “el eterno retorno de lo mismo” de Friedrich Nietzsche, porque el exilio sí es un retorno eterno, pero no a lo mismo. Y recuerdo entonces a Bolívar en Jamaica redactando su carta y a Neruda en Isla negra haciéndole versos al amor. Recuerdo también a Manuela Sáenz de Vergara y Aizpuru, allá frente al Pacífico, sola, recordando al Libertador y esperando en Paita que una peste le arrancara la vida. Y de Antonio Gramsci recuerdo la prisión y, con ella, sus cuadernos, sus borradores.
Recuerdo a Vladimir Ilyich (Lenin) tomando notas en las orillas del helado y caudaloso Lena; allá en Siberia, y recuerdo a León Trotsky en México hablando del mundo con Frida Kahlo. Lo recuerdo también muriendo por el hachazo brutal que le pegó un cobarde por la espalda. Recuerdo a Alfredo Molano en Barcelona y a Aída Avella en Ginebra; imagino sus angustias, sus alegrías y sus tristezas; que eran las de muchos expatriados, a quienes les hacía falta el país.
Y, en Colombia, de todo esto hacen cuentas los usurpadores del Estado y el exilio de mucha gente no les vale nada. Por el contrario, al régimen que impera en Colombia, el exilio de los compatriotas le salió barato y, sobre todo, rentable. Con datos ya viejos, los desplazados eran cuatro millones adentro y otros cuatro afuera, Y los llamaron migrantes. Y los latifundios crecieron, como los envíos de dinero del exterior, que también crecieron, y llegaron a ser – decían – la segunda entrada de divisas del país.
Volvieron las amenazas, los asesinatos, las masacres, el desplazamiento forzado. Detrás está la apropiación de tierras, la lógica de la acumulación del poder y del capital mediante el terror. Así, frente a todos y en la cara, nos han ido robando el país. Y el exilio de millones se muestra como una enfermedad de plataneras tropicales donde la violencia es endémica, como dijo una vez el historiador francés Daniel Pécaut. Es que en estas tierras del sur llueve mucho – podrían agregar otros – para ocultar que lo que llueve es un río de campesinos, de líderes sociales, de desmovilizados de Farc, de niños, de mujeres, de jóvenes y de indígenas amenazados, desplazados y muertos.
La fiebre del país no se encuentra en las sábanas, ni en la lluvia, mucho menos en los campesinos e indígenas que, para subsistir, cultivan coca. El problema está en el narco-Estado que, desde hace tiempos expolia y negocia el país como finca propia, a intereses particulares y extranjeros.
¿Y los exiliados? ¿Qué va a pasar con los exiliados? Es probable que aumenten y muchos vuelvan, no todos, y lo hacen a lo que creen que es suyo. Vuelven a buscar su tierra, el país que les robaron, pero vuelven con el país que recrearon adentro y afuera; vuelven con el país que soñaron; y es ahí donde comienza la antinomia y, a mi entender la tragedia y la complicada dialéctica del retorno y del exilio. Y era de eso de lo que hablaba Benedetti y mucho antes también había hablado el filósofo Heráclito. A Colombia de todos modos y de muchas maneras se regresa y se hace con la esperanza de bañarse otra vez en el mismo río y se regresa olvidando que los tiempos pasados eran también peores y que, al regresar, las aguas pueden estar más turbulentas, más contaminadas, más oscuras. Pero no se equivoquen. Del infierno todos hemos vuelto en el destartalado carro de la nostalgia y no propiamente en pos del cielo; todos vuelven una vez, ya no tanto a buscar el país que dejaron, sino dispuestos a construir el país que soñaron, porque todavía hay mucha gente que no cree y hay mucha gente que ya sabe que el terruño donde se nació o se creció jamás está perdido.
*León Arled Flórez, historiador colombo-canadiense.