El iniciado en el yagé; la bella y la bestia.

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A mi corrector Yoni Polo.

Sentada frente a mi estaba la bella, quien se balanceaba en una silla giratoria mirando la pantalla de un ordenador. Desde ese pequeño trono dictaba sentencias a los infelices que ocupábamos esa sala, se podía escuchar el clic, clic del teclado por el silencio que reinaba en ese sitio; cuando entré, atendía sin mirar a un hombre de conversación agitada que la inquiría sobre una remisión médica, el silencio seguía siendo el rey, interrumpido por el mismo hombre que transcurridos los segundos alzaba el tono de la voz para llamar su atención. Las consentidas manos de la bella escribían de manera frenética sobre el teclado, sus agiles y gráciles dedos se desplazaban de un lado a otro como timador de feria que mira fijamente a los ojos de los incautos mientras sus dedos barajan y mueven el naipe de un lado a otro; la bella al parecer pertenecía a ese grupo de mujeres quienes algunos sábados se someten al ritual de una manicurista y esta les remueve cutículas, callos y con paciencia estoica delinea sobre sus uñas un colorido esmalte mientras se las decora con pequeñas y excéntricas figuras; ambas llevadas por el despecho escuchan en silencio “maldita primavera” que un equipo de sonido murmura desde el fondo de la sala, al fondo, un patio es atravesado por cuerdas cubiertas de ropa de varios colores parecido a la carpa de un circo pobre; una lavadora regurgita agua azulosa que al final se convierte en espuma. Un loro canta. Un niño amontona varios juguetes en el piso. Es un lugar triste. De vez en cuando la bella bate una de sus manos para secar el esmalte y luego con su compañera de tertulia susurran cosas sin importancia. Con la paciencia de su amiga la manicurista la bella seguía ignorando al hombre de la remisión, quien finalmente propinó un fuerte golpe sobre el escritorio y fue a sentarse resignado sobre un grupo de sillas azules que tenían grabado varios muñecos con tapabocas el cual tenían inscrito: “prohibido acercarse, guarde dos metros”, habían pasado diez o quince minutos desde que me habían remitido a ese sitio con un fuerte malestar general. El hombre finalmente había logrado llamar la atención de la bella y ambos se habían enfrascado en un pequeño rifirrafe sobre la falta de un papel, este último nos miraba reiteradamente buscando nuestra aprobación. La mujer se levantó de donde estaba, le dio la espalda y buscaba con desinterés en algo parecido a un fichero, finalmente levantó la mirada y preguntó:

 − ¿Usted está afiliado a cuál EPS o IPS – el hombre sin mirarla murmuró: – “de que sirve estar afiliado a una cosa o la otra, si todas son la misma mierda, estas EPS han dejado más muertos que la misma guerra y en esta pandemia montaron su negocio con las clínicas y funerarias? ¡conozco varias historias de personas que fueron remitidas con un leve malestar a esas clínicas y finalmente las pasaron por COVID, al final fueron entregadas a las funerarias envueltos en una bolsa negra, algún día se sabrá la verdad sobre esa infamia, nada hay oculto bajo el sol! -Remató el hombre – La mujer no se inmutó ante temerario señalamiento – Hubo un silencio largo, triste, al escuchar la anterior afirmación los que estábamos en ese sitio parecido a la antesala del “pabellón número seis” del cuento de Chejov nos cruzamos las miradas de manera horrorizada. Ese hombre dijo en voz alta lo que se había corrido en voz baja en los corrillos, tertulias sobre ese desafortunado suceso. Ahora la bestia estaba a punto de agredir a la “bella” a quien nadie podía defender porque todos estábamos incapacitados, la señora del lado tenía su brazo encabrestado, el otro hombre que estaba al frente no sabía lo que estaba ocurriendo porque sus oídos permanecían tapados por unos audífonos mirando fijamente la pared como poseído, en sus brazos exhibía soberbios tatuajes y su cuello era enroscado por varias pulseras multicolores e imitaciones de pectorales indígenas, a juzgar por su atuendo tal vez era ayudante de brujo o iniciado en el yagé. Había un ambiente tenso a punto de estallar en esa sala número seis; las imágenes repetitivas casi que en plano secuencia de un canal privado de televisión mostraban a un hombre obeso que danzaba al lado de una modelo ligeramente vestida mientras la hacía reír haciéndole bromas, al fondo en la misma escena un público libreteado no paraba de reír y los aplaudía. La bella nos dijo a todos:

−Si quieren les cambio de canal, e inmediatamente sin contar con nuestra aprobación hizo el zapping y apareció como de la nada caminando a pie juntillas el chapulín colorado con su cipote chillón sobre uno de sus hombros.

La bella o la misma que cambió de canal era una mujer de modales y hábitos finos, de unos 25 años, alta estatura, ojos negros y tristes, enfundada en un saco de líneas negras y amarillas parecida a la extinta abeja maya. Sus cabellos negros recogidos en una cola de caballo con un adorno que simulaban las orejas de un conejo le daban la apariencia de una de las “conejitas” del desaparecido emporio Playboy. La bestia o el hombre que la seguía acosando por la remisión era un tipo de dicción de ráfaga, tenía un tic nervioso en su rostro igual al del protagonista de la aclamada cinta los huérfanos de Brooklyn, siempre portaba sobre su hombro un poncho, minutos antes había descendido de una camioneta 4 X 4 que permanencia parqueada debajo de un árbol, varios hombres quienes al parecer lo acompañaban con ponchos sobre sus hombros la veneraban en silencio; debajo del escritorio se consumían dos palillos de incienso y su humo inundaba la sala. La bella seguía escribiendo o “chateando” la verdad poco me importaba y no era mi intención averiguarlo por el fuerte dolor que me agobiaba. Por el mismo pasillo había otras salas que tenían inscrito: “sala de partos”, “sala de neonatos”. La sala donde estábamos podría haber sido bautizada “la sala del dolor”: un niño lloraba, una mujer gemía, el hombre de la fallida remisión sentado en la misma silla evocaba algo en su memoria, refunfuñaba cerrando los ojos y los puños, el iniciado en el yagé desde la distancia lo miraba en silencio, dos mujeres decanas en el chisme que recién habían ingresado para que el tiempo transcurriera, cotorreaban historias, una de ellas le contaba a la otra sin ningún pudor las infidelidades de su marido, de cómo lo había pillado. Lástima no haber tenido los audífonos de el ayudante de brujo para no escuchar esas pendejadas, al final cuando no tenían más que cotorrear se despacharon en contra de los servicios de la salud, de la tragedia que era ir a uno de estos sitios a solicitar cita médica. Perdí la noción del tiempo, me dormité un rato, el despertar el ayudante de brujo ya no estaba en el mismo sitio, se había corrido un poco hacia la pantalla de la tele, se liberó de los audífonos y como niño reía viendo al Chapulín Colorado ajusticiar con su chipote chillón a un grupo de ladrones que huían despavoridos. El iniciado en el yagé seguía riendo a carcajadas que retumbaban en la sala; realmente quise escapar de ahí, era un lugar de locos.

Por mi lado pasaban enfermeras que me sonreían, pero ninguna me decía nada, al cabo de media hora apareció un hombre diminuto enfundado en un uniforme blanco parecido a un kimono, tuve la sensación de estar frente a un bonzo japonés, por su edad parecía tener una larga experiencia en lo que hacía, que lo ha visto y sentido todo dentro de esas frías paredes de hospitales y clínicas: ya no le sorprendía nada… Se comunicó conmigo por medio de un gruñido, mientras me canalizaba con una reluciente jeringa le pregunté algo y su respuesta fue otro gruñido, de un pequeño giro empujó la camilla que chirriaba conmigo a cuestas conduciéndola hacia el final de un eterno e iluminado pasillo.  En ese recorrido vi nuevamente a la conejita de playboy de pie mirando hacia la calle completamente desierta, escuchaba desde un diminuto parlante la canción “work” de Rihanna, al cabo de un rato se sentó y entretenía sus dedos insertando “memos” en un filoso y agudo pisa papel   donde   estaban   los   nombres   de   los “clientes” que   íbamos desfilando ese día. “Lastima pensé”, que esta mujer no hubiese sido descubierta por Hugh Hefner, el mismo tío“Hef”, como cariñosamente le llamaban sus “pupilas” enfundado en su eterna bata de seda y siempre acariciando en una de sus manos  su tabla de salvación: el sildenafil; sin duda con un poco de suerte, la bella pudo haber estado en la portada de la revista de entretenimiento para adultos más famosa del globo o conduciendo un Porsche por Beverly Hills arrastrando tras de sí los recuerdos del lascivo tío Hef.

En ese largo recorrido sobre la camilla impulsada por el bonzo japonés, sobre baldosas relucientes y paredes desnudas, observé un ventanal que mostraba el pabellón número siete donde estaban los verdaderos héroes, un grupo de galenos y personal sanitario enfundados en unos trajes parecidos a los que el hombre llevó a la luna descansaban, habían combatido toda la mañana en la primera línea de batalla contra un enemigo invisible que había arrodillado a la humanidad, la peste del año 2020, estos hombres y mujeres combatían todos los días, muchos de ellos habían caído tras las líneas enemigas porque fueron enviados a la guerra sin armas, salvo la valentía y  el coraje. Ellos juraron un día ante el padre de la medicina, Hipócrates, defender la vida humana costara lo que costara, así les adeudaran seis o siete meses de salario.

Por el mismo pasillo había una anciana con ojos de terror como si estuviera a punto de estrenar de infierno de Dante mirando con ansiedad la habitación 202 que en cualquier momento se abriría. Afuera a través de la enorme puerta de cristal la calle permanecía vacía, la camioneta 4 x4 se había ido con el hombre que encarnaba a la bestia, que después de lo que dijo en esa sala ya no era tan bestia; el sopor era intenso, un vendedor de paletas la cruzaba perezosamente. En esa desolada calle como salido de la nada emergió un hombre con cara de perturbado armado hasta los dientes, guardia de una trasportadora de valores que custodiaba a otro que introducía fajos de billetes en un cajero electrónico. A los pocos minutos apareció de la nada un diminuto y tímido transeúnte, miró hacia todos lados, introdujo una tarjeta en el dispensador de dinero y salió apresuradamente.

No era una simple coincidencia que los que estábamos sentados en esas sillas: la sala de una E.P S. la abuela de los ojos de terror, el hombre de la fallida remisión y las chismosas que ya se había largado, el perturbado del Yagé, cuando entró una niña sentada sobre una silla de ruedas conducida por su madre, nos sonrió a todos y siguieron hacia el 203. Apareció un hombre joven que por su atuendo sería un médico. No le dijo nada a nadie, posó frente a la bella que permanecía ensimismada metida en los pentagramas de Rihanna, percatándose que estaba distraído sacó su celular androide queriendo encontrar una respuesta chasqueo sus dedos varias veces y musitando dijo para sí: ¿para dónde iba yo? ¿para dónde iba yo? – ah ya- como encontrándose a sí mismo y caminó presuroso diluyéndose al final de un pasillo que decía maternidad.

Cuando fui llamado al 204 estaba sentada en una poltrona giratoria la profesional de la medicina que me atendería ese día, mientras me buscaba en el sistema, escruté con la mirada de un lado a otro la habitación, a mi espalda yacía un enorme esqueleto humano pintado en una lámina de plástico que nos miraba a ambos con compasión. Al frente pendía un afiche con una enfermera con cara de modelo y su dedo índice cruzando los labios indicando silencio. Como en una sala de interrogatorio para los espías capturados en la guerra fría comenzaron las preguntas de rigor: ¿nombre?… ¿edad? ¿algún antecedente de?… La mujer seguía con el interrogatorio sin mirarme, mientras el esqueleto a mi espalda seguía silencioso y parecía que ahora nos sonreía. La profesional me hizo recostar en un sillón parecido al que utilizaba Freud en sus extenuantes terapias, me invitó a que repitiera las vocales: a- a-a-, que hiciera lo mismo una y otra vez con el número 33, luego, auscultándome   de   un   lado   a   otro   como   a   un   ladrón   al   que   le encuentran algo… por primera vez me miró a los ojos y sentenció: – fue un veredicto inapelable- ¡no le encuentro nada! sin embargo, le voy a enviar acetaminofén. Cuando cruzaba la enorme puerta de vidrio escuché a mis espaldas: ¡Mariela Martínez!,- la abuela de los ojos horrorizados había sido llamada por la voz cavernosa de Dante – se levantó de la silla impulsada por un resorte y se respondió a sí misma: ¡sí, soy yo ¡la vi por última vez cuando desapareció abruptamente por la puerta 202, yo había atravesado por completo la enorme puerta de vidrio que me vomitaba en medio de la calle solitaria donde el paletero seguía sonando su campanita… Con el malestar general a cuestas me senté en la acera de enfrente y vi salir a la niña en la silla de ruedas que venía saliendo sonriendo acompañada por su madre, al verla curiosamente me reconcilié nuevamente con la vida. Miré hacia el final de la calle y vi que el iniciado en el yagé había doblado la esquina con sus audífonos puestos, un taxi casi casi lo había rozado, el conductor que milagrosamente lo había esquivado le recordó a su mamá.

*Ubaldo Díaz. Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018- 2019. Especialista en intervención comunitaria.

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