El niño que quería un globo

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Le compré unas crispetas y una leve sonrisita se le escapó de su rostro. Me dio el cambio y se fue; vi a aquel niño desaparecer entre el bullicio. No sé a dónde se dirigía, ni mucho menos cuál era su próximo destino- Solo rogaba a Dios que lo cuidara.

Son las 9:00 de la noche. Caminaba por las calles de Cuadra Play, sitio ubicado en la ciudad de Bucaramanga, lugar concurrido para la rumba los fines de semanas. Era una de esas noches que trae consigo estruendo, desparpajo. Varias parejas se difuminaban dentro de esos lugares. La bocanada de ruido cuando se abría la puerta era atronador. No sé cómo pueden permanecer personas encerradas en esos cubículos con tan altos decibeles sin terminar enloquecidos. El ruido en cada esquina perturbaba.

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Buscaba un lugar donde pudiera sentarme y comer tranquila. Encontré un pequeño negocio de hamburguesas, algo tranquilo, con una música tenue que salía desde el fondo, agradable para los oídos. Me senté en un rincón y, a mi derecha, había una mesa decorada con globos inflados con helio acompañados de un letrero que reza – “Feliz Cumpleaños”-. Al parecer, alguien lo celebraría allí.

Me senté cinco minutos en total silencio. Me encontraba sola. No tenía compañía. Un murmullo se escuchaba en el sitio. Me detuve a mirar a mi alrededor. Vi varias parejas que sonreían. Había una en especial muy poco común de ver: un hombre corpulento con los mismos músculos de La Roca, el actor de cine acompañado de una mujer bella. Parecía una de esas modelos de portada de revista para adultos, mona, ojos verdes. Si no hubiese sido por su acento santandereano, me  hubiese atrevido a decir que era una de esas del extranjero que se pavonean mostrando su belleza.

Me abordó la mesera, una mujer regordeta que se quedó en silencio, en la distancia, con las manos anudadas detrás de la espalda, esperando a que ordenara.  Ante mi indecisión, con la paciencia de maestra de escuela, me mostró la carta del lugar. Una amplia sección de comidas pasaba fugazmente ante mis ojos. – ¡Joder no sé qué escoger! -, dije para mí. Siempre fui descomplicada a la hora de comer, pero, como dice el santandereano, “-no hay guayabo más feo que pagar por comida que no nos gusta –“.  Corrí el riesgo y pedí lo más básico, una hamburguesa sencilla acompañada de papas a la francesa. Algo muy americano, decía allí. De reojo, miré a aquel hombre sentado en el rincón izquierdo del restaurante. Tenía un aire a Silvester Stallone, fileño, ligeramente bronceado, con grandes pectorales y bíceps. Por su mirada perdida parecía estar padeciendo algún duelo amoroso. Y, sí, ya sabía cómo se sentía. Por eso, logré ver en su mirada lo que había visto en mi espejo esa mañana.

De la nada apareció un niño. Llevaba consigo una canasta y dos tarros de salsas de esos que permanecen en las mesas de los restaurantes de comida corriente. Por el olor que esparcía la canastilla sabía que era de crispetas, o maíz pira, como acostumbran a llamarle en otros sitios. Se acercó la mesera y me trajo lo que pedí. La mirada de aquel niño estaba inerte, ligeramente triste, cansada. La mujer se acercó a decirle en un leve susurro que no podía estar ahí, que se fuera, a lo que él le respondió, -¡quiero un globo!-. La inocencia que se reflejaba en su rostro me conmovió. La mirada de aquel niño me regresó a mi niñez, a esa infancia robada, poco vivida. Innumerables recuerdos llegaron a mi mente, pero en fracción de segundos volví a la realidad. Cuando quise reaccionar, aquel niño se había marchado. En un desenfrenado impulso salí a su encuentro; cuando crucé el umbral, ya no estaba.

Volví nuevamente al frío local, me senté y medité por varios minutos; nuevamente los recuerdos de mi niñez me impactaban como rayos que caen de una tormenta. Así de rápido, una lágrima cómplice rodó por mi mejilla. No probé bocado. Pagué y no veía el momento preciso para salir de aquella cárcel que me había enseñado la crueldad, la verdadera crueldad: negarle a un niño quien quizá nada ha tenido un simple globo que, con sólo una punzada, puede explotar. Tal cual el corazón del niño se ha debido quebrar.

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Salí y me quité los molestos tacones que llevaba puestos. Me senté en un bar cercano, pedí un Cuba Libre, bailé una pieza de salsa. El corazón me dolía y el pensamiento me transportaba a las fiestas de año nuevo, cuando desgastábamos el calzado americano que mi tío traía desde el extranjero. Me dolían los pies y el corazón. Salí y tomé la decisión de caminar; cogí rumbo por la calle principal de cabecera, justo en la 36. En el trayecto pasó un mulero desvergonzado lanzándome un pitazo que salió de su enorme máquina. Para él era un piropo; era su manera burda de expresarse. Me sentí un poco incómoda y atemorizada así que decidí acelerar el paso y, para mi enorme y grata sorpresa, encontré al pequeño sentado en el borde de un andén desgastado. Contaba algunas monedas de lo que había vendido esa noche. Emocionada me senté a su lado.

– Hola, ¿cómo te encuentras? – le pregunté, con la esperanza de que respondiera.

– ¡Señorita, me compra un paquete de crispetas, cuesta mil pesos!

Me inundó el sentimiento y lloré.

– ¿Cuántos años tienes mi amor? – , le pregunté sin pensarlo.

– Tengo siete años – me respondió con desaire. Siete años, tenía siete, un niño inocente a altas horas de la noche, expuesto a los peligros de la penumbra. No podía concebir el hecho de que estuviese solo, vendiendo sus crispetas, para llevarle un bocado a sus hermanos.

– Qué valiente eres -, ¿qué haces solo?, ¿tus papás dónde están? – le interrogué.

– Mi papá vive metido en las cantinas y casi nunca lo veo y mi mamá está enferma, tengo que salir a vender crispetas señorita -. La tristeza en su mirada era inconfundible.

Le compré unas crispetas y una leve sonrisita se le escapó de su rostro. Me dio el cambio y se fue; vi a aquel niño desaparecer entre el bullicio. No sé a dónde se dirigía, ni mucho menos cuál era su próximo destino- Solo rogaba a Dios que lo cuidara.

Me aproximé a mi sitio de estadía, un pequeño hotel, muy cómodo, pero con un pésimo servicio. Llegué a la habitación abatida por lo que había presenciado esa noche. Me sentía sola, impotente porque no podía hacer nada ante una situación tan injusta. Aún recordaba la mirada de ese niño y cada una de sus palabras sacudía mi cabeza como un tornado que atacaba a sus víctimas mientras dormían. Triste y desolada postré mi cabeza en la almohada. Me dormí no supe en qué momento.

Desperté alrededor de las siete de la mañana. El pequeño guayabo que sentía me volvía loca; sabía que, con un caldo levantamuertos parecido a los que hacía mi abuela Isolina, se me pasaría. ¡Cuánto añoraba tenerla conmigo!  La extrañaba mucho. Era una señora de aspecto intimidante, una dama a quien le gustaba ir los domingos a misa, que no perdía su costumbre de llevarse su velo blanco para entrar en el recinto del Señor.  Aún la recuerdo, o mejor, me acuerdo de aquel dulce de coco que me hacía en Semana Santa, o el bollo de maíz que preparaba los fines de semana. Solía sentarse en su mecedora con un radio a su costado el cual sintonizaba las canciones de Diomedes, aquel artista que a ella tanto le gustaba. Desde esa noche, me di cuenta que la extrañaba más de lo que imaginé y me sentía molesta con la vida porque me la había arrebatado.

Me senté al borde de la cama; mis pies me dolían por lo mucho que los había forzado la noche anterior.  Desde ese día, en mí cambiaron muchas cosas. Aquel niño me enseñó la calidez humana y también me mostró la injusticia, la indolencia de los seres humanos. Es que la tristeza no es solo no tener aquello que nos gusta. Va mucho más allá. Tristeza es dejar a un lado tu inocencia e irte a las calles a luchar por un bocado aun siendo tan pequeño; tristeza es sentir impotencia de no saber qué hacer, sentirse amargo por dentro, sentirse vacío.  Aquel día pude ver la realidad de un país golpeado, de un país abatido por la violencia, de un país injusto e inhumano.

Por eso y ahora más que nunca, los jóvenes seguimos en pie de lucha. Este país es nuestro y no vamos a permitir que unos cuantos se lo roben y arrebaten nuestros sueños. Esa noche mi vida cambió. – ¡Sí cambió! – Aún recuerdo aquella mirada con gran fragor, la mirada perdida de un niño inocente, de un niño que solo quería un globo.

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*Katherine Rivera. Estudiante de grado once, Colegio Real de Mares. Barrancabermeja- Santander.

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