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Este texto fue escrito por Diana María Muñoz, filósofa y profesora, y José Manuel Barreto, profesor de la Universidad de los Andes y la Universidad Católica.
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¿Cómo ayudar a un hombre cuando lo sientes como tu enemigo? ¿Cómo enseñarle yoga a un hombre que ha estado encerrado en una cárcel por años, aislado y sin mover su cuerpo? ¿Cómo hacerle frente al poder de secuestrar, poner bombas y matar miles de personas que ha tenido un grupo terrorista? ¿Cómo hacerlo, además, cuando se es una mujer que pugna por hacerse fuerte delante del padre al que ha sido sometida desde que era niña? Estas preguntas atraviesan la trama de la obra de teatro peruana “La Terapeuta”, un monólogo presentado en noviembre pasado en el Teatro Julio Mario Santo Domingo de Bogotá. Se trata de una mujer, abogada de derechos humanos y profesora de yoga, enfrentada a dos tiranos: su padre y un terrorista.
El padre autoritario la ha maltratado desde su infancia y a lo largo de su adolescencia. Para él, un hombre inestable y explosivo, ella debe comportarse como una niña cariñosa y sumisa, y a la vez debe ser una estudiante modelo sin derecho al error, so pena de llegar a ser nadie en la vida, como le repite con extrema dureza. Cuando tiene 18 años, ella logra escapar de la casa en medio de la noche, dejando atrás a su hermano menor, a quien su padre muele a correazos, y a su madre espantada y sometida. Con los años, se convierte en abogada.
Por su parte, el terrorista es nadie menos que Abimael Guzmán, el comandante de Sendero Luminoso. Es a ese hombre temible a quien la abogada dará doce clases de yoga, junto a sus cuatro compañeros de suerte: Víctor Polay, Oscar Ramírez, Peter Cárdenas y Miguel Rincón, líderes del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), otro grupo terrorista del Perú, todos ellos recluidos en la prisión de máxima seguridad de la Base Naval de El Callao, a poco más una hora de Lima. Las clases de yoga constituyen la inusual respuesta del gobierno peruano ante acusaciones de algunas organizaciones de derechos humanos frente a las inhumanas condiciones de reclusión de los guerrilleros.
La violencia de Sendero Luminoso también la había golpeado con fuerza brutal en su infancia y adolescencia. Su abuelo, dueño de una empresa, fue secuestrado por ese movimiento y, cuando el pago del rescate se retrasó, los secuestradores le cortaron una oreja y se la enviaron a su familia en una bolsa de plástico. Años después una bomba explotó en un cine apenas unos minutos después de salir del lugar luego de recibir una alerta y ser evacuada junto con su padre. En ese momento, él no se volteó para protegerla, ni siquiera para mirarla, cuando ella más lo necesitaba. Su vida se llenó entonces de guardaespaldas, especialmente cuando después de la muerte de su abuelo su padre heredó un emporio económico.
¿Por qué no pegarle un tiro en la cabeza a Abimael Guzmán y ya? Ésta es la pregunta que esta obra de teatro formula una y otra vez. Y es la misma pregunta que se hace la profesora de yoga en una clase, cuando la rabia se apodera de ella y tiene en frente a Abimael. No es una simple pregunta retórica porque ella tiene a Abimael al alcance de su patada, una patada que ha fortalecido en su entrenamiento de capoeira hasta hacerla potencialmente fatal. Es, en últimas, la pregunta por la dignidad humana, es decir, si al final de cuentas Abimael Guzmán es un ser humano que tiene dignidad y por tanto derechos humanos que deben ser respetados. En la calle y según los prejuicios sociales, Guzmán, responsable por la muerte de miles, es una bestia y no un ser humano, y un tiro es lo que merecería.
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Efectivamente, la abogada enfrenta una suerte de dilema moral: ¿merecen su compasión esos criminales que no tuvieron consideración ni respeto por la vida de las víctimas a quienes asesinaron, mutilaron, secuestraron y aterrorizaron durante años? ¿Víctimas, como ella misma, cuya familia no quedó indemne frente a las acciones terroristas de los grupos liderados por los cinco guerrilleros ahora presos? ¿O debe hacer a un lado su resentimiento, su dolor y sus miedos personales para que, en nombre de un principio moral en el que cree – el de la dignidad y el respeto a los derechos humanos -, brindarles la oportunidad de mitigar las condiciones del encierro draconiano que padecen desde hace una década y que los ha llevado al límite de sus fuerzas físicas y mentales? ¿Está bien aligerar su castigo y brindarles algo de alivio a esos representantes del mal – como son vistos por el país -, o es mejor darles la espalda y dejar que su castigo persista en las mismas condiciones de severidad, o inclusive ceder a la idea que lo mejor sería pegarles un tiro? ¿Es correcto querer tratar humanamente a quienes trataron de forma tan inhumana a muchos otros?
La terapeuta está marcada por la vulnerabilidad que desde niña tuvo que esconder frente a un padre autoritario y abusador, la que oculta a los colegas que rehúyen los casos en extremo difíciles y que ella en cambio acepta para hacerse valer ante los demás en la profesión, la que disimula también frente a los guardias del penal que no le dan ni un día al frente de la difícil misión que asumió con los presidiarios más detestados del país. Es la misma vulnerabilidad que, en fin, se obliga a ignorar cuando su estómago amenaza con aflojarse cada vez que se ve amenazada, porque ella, ¿cómo no?, es fuerte e imperturbable.
Si no esconde sus miedos, su rabia, su dolor y su vulnerabilidad, ¿cómo podría sobrevivir en este mundo hecho para hombres duros de estómago, como los presos que mataron sin piedad, como los jueces que los castigaron sin miramientos, como los guardias que vigilan y controlan con frialdad, como su padre que la disciplinó y no supo amarla? ¿Cómo sobrevivir siendo mujer? Asemejándose a “un hombre” es al parecer la respuesta. La operación de “desmujeramiento” a la que la abogada se somete cada vez que va a dictar su clase – evitando cualquier vestimenta que deje a la vista sus curvas frente a reclusos privados de todo contacto físico por años – ha sido practicada por ella toda la vida. Nada de dejar a la vista sus emociones o su sensibilidad, ni tampoco los afectos que muestran un vínculo de cercanía con otros. Una voz interior la ha condenado desde siempre a evitar sentirse afectada y expuesta, a no descubrirse frágil y humana, demasiado humana.
La paradoja de “La Terapeuta” reside en que llegando al penal en calidad de profesora de yoga para enseñar a los reclusos a “liberar” su espíritu de los muros del presidio, es ella quien, al final, y gracias a su encuentro con sus temidos alumnos, hará frente a sus heridas profundas y las sanará. La terapia será para ella. La condición a la que se han visto reducidos los cinco hombres luego de años de aislamiento le permitirá a ella reconocer y aceptar su propia vulnerabilidad, la cual incluye también el deseo inconfesable de humillarlos para vengarse.
Una vez que hace las paces con su humanidad y descubre que allí nace su verdadera fuerza, la abogada, profesora de yoga y defensora convencida de los derechos humanos puede ver en esos cinco hombres no la encarnación del mal, no a los criminales imperdonables a los que hay que someter sin piedad, sino también y sobre todo a otros seres humanos que como ella merecen compasión.
La puesta en escena es sobria, minimalista y muy efectiva. Está sostenida fundamentalmente por la presencia enérgica y versátil de Alejandra Guerra, la única actriz. A lo largo de más de una hora, ella transita sin dificultad entre los diversos momentos biográficos de la protagonista, llevando al espectador en repetidos flashbacks desde el presente en el que enseña yoga en la prisión al pasado traumático de su casa familiar.
La acción transcurre en un espacio estrecho y geométricamente ordenado por coordenadas cartesianas marcadas por lo que parecen ser minas antipersonales sembradas en el terreno que circunda la prisión. A lo largo de la obra, éstas se desplazan y se convierten también en el símbolo de las heridas y de los recuerdos dolorosos clavados en el alma de la abogada. El escenario minado termina, sin embargo, completamente despejado y liberado gracias al trabajo catártico que ha tenido lugar en el interior de la terapeuta. Una catarsis a la que esta obra invitó al público colombiano que, al igual que el peruano, arrastra el peso de una violencia desbordada.
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*Diana María Muñoz, PhD. Profesora de Filosofía, Universidad de San Buenaventura.