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Los sectores que protestan deben ser, no reprimidos, sino escuchados porque, en épocas de profunda crisis, en la calle y en las redes es donde se están gestando las transformaciones sociales, las revoluciones y las contrarrevoluciones.
Aunque su influencia histórica es innegable, la Revolución cubana no nació inscrita en la ideología y la herencia de la revolución bolchevique, sino en la historia de las gestas de la independencia de España, de la revolución mexicana y de las luchas antiimperialistas campesinas, obreras y estudiantiles que sacudían a América Latina desde comienzos del siglo XX. No obstante, al radicalizarse la revolución en 1961 – por la amenaza e injerencia de los Estados Unidos -, esa ideología y esa herencia soviética terminaron marcándola para siempre.
Ya no eran los tiempos de la Revolución en un solo país, como lo preconizaban Joseph Stalin y Nikolai Bujarin, sino, más bien, los de la Revolución permanente, que era la que tercamente había sostenido León Trotski, y a la postre Lenin. El desarrollo exitoso de la revolución socialista en un mundo capitalista – decía la teoría – no tendría futuro en el aislamiento y la soledad y solo podría darse en el marco del internacionalismo proletario y de otras revoluciones victoriosas. Desde entonces, históricamente, la Revolución cubana pareciera oscilar, más que entre Marx y Lenin, entre Trotski y Stalin.
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A pesar del rechazo imperial, el mito comenzó a ser realidad y la revolución mostró sus resultados. Se nacionalizó la banca y los medios de producción; se realizó una de las reformas agrarias más democráticas de América Latina y se erradicó el analfabetismo. Cuba venció la desnutrición infantil y se volvió pronto una potencia deportiva; los logros en la medicina y en la educación se hicieron notables. Todas estas medidas iniciales hicieron de Cuba un país soberano y, por primera vez en la historia, independiente. De esta manera, Cuba abría las compuertas del desarrollo económico y del progreso social.
Pero la independencia de Cuba era, como todas las independencias, relativa. El mundo soviético en que nació y creció la Revolución cubana, inesperadamente, comenzó a derrumbarse en 1989 con la caída del muro de Berlín. Este mundo había hecho viable económica, tecnológica y militarmente la revolución, a pesar del embargo que los Estados Unidos había decretado sobre la isla y de sus permanentes y fallidos intentos de revertirla con mercenarios, con sabotajes, con atentados e invasiones.
Con la desintegración de la Unión Soviética en 1991, Cuba quedó sola, en un mar picado, y con el imperio encima. Marcada por el fin de la economía de la caña de azúcar y por su lenta conversión hacia el turismo, fue presa de una profunda depresión económica. Eran los tiempos del – para algunos – todavía inconcluso período especial (1991-1993). No obstante, Cuba no renegó de la revolución, como sí lo hicieron la URSS y otros países socialistas de Europa, y sostuvo el ideario socialista en América Latina y el mundo.
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En ese contexto, a mediados de los años 1990 apareció Hugo Chávez con Bolívar, con el petróleo venezolano y con su propuesta del socialismo del siglo XXI. La revolución cubana y el cambio social en América Latina recibieron así un nuevo aire. Pero, como se sabe, Chávez falleció y la correlación de fuerzas en América Latina cambió. De esta manera, y entre otros, con la caída de la producción y de los precios del petróleo, Venezuela terminó en una situación tan difícil como la de Cuba.
No obstante, aunque con Obama tuvo otro respiro, con Trump y Biden, el embargo, el bloqueo y la injerencia de los Estados Unidos en la isla se recrudecieron. Dichas medidas se han extendido también con sevicia contra Venezuela, uno de sus principales socios en el continente.
El bloqueo lleva sesenta años, y más que una excusa o una retórica de victimización del gobierno cubano, es una realidad. Ataca y sanciona a los países, bancos o empresas que establezcan relaciones económicas con la isla. Incluye empresas aéreas, de transporte marítimo, de alimentos, de insumos agrícolas, de envío de remesas, de tecnología, de medicamentos, de comunicaciones. Busca, a partir del hambre, la inconformidad y la desesperación del pueblo, provocar la contrarrevolución. Busca condenar a todo un país al ostracismo, y desacreditar, por esa vía, cualquier tentativa de independencia y de cambio social de los países del continente.
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Cuba depende del petróleo extranjero e importa el 70% de los alimentos que consume. Su economía se basa en el turismo, sector prácticamente estrangulado por la pandemia y el bloqueo. El aumento del precio de los alimentos en el mercado global roza el 40%. Y como si fuera poco – según RT, la cadena de televisión rusa – , el cambio climático ha producido una gran sequía este año, afectando duramente al sector agrícola del país. El cuadro es, entonces, desolador. Lo que se ve ahora es una crisis sanitaria con una economía nacional en cuidados intensivos, que demanda la solidaridad internacional y rechaza la intervención imperial.
No es cierto que el socialismo, al menos en la teoría, elimine las clases sociales. Lo que busca es superar las causas estructurales de la desigualdad humana: la desigualdad entre el campo y la ciudad, entre el hombre y la mujer, entre el trabajo manual y el trabajo intelectual – a lo que se le suman otra serie de desigualdades, de raza, de género -, instaurando así una sociedad socialista, basada en la expropiación de la gran burguesía y en la nacionalización de los medios de producción.
No obstante, en Cuba, en condiciones de penuria económica – provocada en buena, pero no en sola medida por el bloqueo prolongado y una ortodoxia económica marxista particular -, el desarrollo desigual se ha reinstalado de manera notoria entre el campo y la ciudad y de forma invertida entre el trabajo manual y el intelectual. A la par, las desigualdades de raza y de género, con la crisis económica, se han hecho más notables. Al ampliar el control del Estado sobre la sociedad, apoyado en el cuestionado modelo de partido único, el socialismo terminó navegando contra la corriente de su propia utopía, multiplicando, como también lo hace el Estado capitalista, la burocracia y, con ella y con el tiempo, el descontrol y la corrupción.
En ese contexto, y como corolario de la crisis, el error de las dos monedas en circulación – el devaluado peso cubano y el convertible (CUC) que, de forma tardía, fue eliminado -, no hacía más que reflejar la bifurcación y la degradación de la economía cubana. Se crearon una economía capitalista, legal y restringida, que nutre las precarias arcas del Estado y subvenciona la menguada economía socialista, y otra economía paralela y subterránea, en que se debate buena parte de la sociedad.
Dicha economía paralela, hay que decirlo, no es un pecado del socialismo, sino que es, desde la Antigüedad, un recurso histórico de la humanidad, que se potencia en épocas de crisis, en casi todos los modos de producción, incluso en aquellos que han alcanzado elevados grados de igualdad.
En fin, no lograr resolver con suficiencia y, en buena medida por imposibilidad, discurso revolucionario rayado y burocracia, los viejos problemas de la democracia socialista, del abastecimiento y los servicios públicos de la población, agravados ahora por la crisis de la salud generada por la pandemia, le pasó la cuenta de cobro a la revolución.
Las protestas, las quejas, las demandas de libertad, que parecen inusitadas, pero que son viejas y reiteradas, denotan el cansancio y el inconformismo de amplios sectores de la población. Estos sectores deben ser, no reprimidos, sino escuchados porque, en épocas de profunda crisis, en la calle y en las redes – y no solo en la tras escena del poder y de la historia – es donde se están gestando las transformaciones sociales, las revoluciones y las contrarrevoluciones.
No obstante, y así haya gente que lo vea como un pretexto, en la anacrónica y permanente política injerencista y en esa sed de odio y de venganza de los Estados Unidos frente a los países que lo han confrontado, o han intentado retar su hegemonía, siguen estando las claves para entender buena parte del problema de Cuba.
Por lo demás, aunque haya rasgos marcados del legado soviético, la Cuba de hoy no es estalinista, como dicen algunos, mucho menos trotskista o leninista, como pueden suponer otros. Cuba es ideológica y, si se quiere, espiritualmente socialista y ‘fidelista’. Es ese legado histórico y utópico el que puede explicar mejor no solo el problema de Cuba, sino también sus logros, así como la prolongada resistencia de los cubanos, con su abnegada y valerosa defensa de la soberanía y la revolución.
*León Arled Flórez, historiador colombo-canadiense.