El chacho de la película

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Cuando soy un líder empático, no necesito que un juez me obligue a tener consideración con el sufrimiento ajeno y, si por alguna circunstancia termina haciéndolo, actúo en consecuencia y sin dilación con lo que se ordena.

Los chachos de las películas son empáticos y se ganan el afecto de todos, porque por duros que parezcan, siempre demuestran que tienen un corazón dispuesto para las causas justas. Terminan siendo héroes por defender a los más humildes, incluso enfrentando al sistema político que los rige. Tienen la capacidad de equivocarse y también de corregir,  y aunque no consigan sus objetivos, hacen suya la impronta de ganadores. 

La empatía es la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos, lo que se traduce en el sencillo axioma de “ponerse en los zapatos del otro”. En la función pública, este elemento es clave, pues hace que el pueblo te sienta como un igual, con jerarquía y autoridad, pero como uno de ellos. A las personas empaticas se les facilita el trabajo en equipo, la capacidad de liderazgo, las habilidades en la negociación y la atención al público.

Todos los gobiernos deberían dar valor al talante empático de sus funcionarios, pero la realidad expone que esta premisa hoy pareciera no tener importancia. No basta con señalar que representas a una generación distinta en la política; tienes que moverte como tal, hablar como tal y sobre todo, rodearte como tal. Es decir, hay que ser, pero también parecer. A veces, por el desespero de quedar bien con los padrinos económicos y políticos, se puede incurrir en el error garrafal de entregar la autonomía y la gobernabilidad y se designan profesionales muy preparados, pero sin las habilidades necesarias para ser servidores públicos. Esto tiene un agravante, cuando la lealtad de esos funcionarios se encuentra arraigada en los personajes que influyeron en sus nominaciones y no con el bien general.

El pueblo, a la larga, manifiesta su aceptación o reproche frente a los nombramientos que se hacen. Tener la sensibilidad como gobernante para olfatear cuando son bien recibidos y cuando no decantará en gran medida el éxito en la gestión de gobierno. Pero, si con tozudez, contrariando la voluntad popular, se mantienen altos dignatarios, cuyas expresiones y pronunciamiento generan crispación y desconfianza en la población, entonces también, se deben asumir las constantes manifestaciones de desaprobación de las tareas que se acometan. 

Un mandatario que no escucha a su pueblo, por bueno que sea en ejecutorias, terminará siendo un gobernante fallido, pues la legitimidad de su actuar la marca la aceptación popular. Creerse por encima de ello es solo una muestra de arrogancia e ignorancia extrema que, además, desnuda la ausencia de empatía y humildad.

Cuando soy un líder empático, no necesito que un juez me obligue a tener consideración con el sufrimiento ajeno y, si por alguna circunstancia termina haciéndolo, actúo en consecuencia y sin dilación con lo que se ordena. De la misma forma como se defiende la institucionalidad, se debe escuchar al pueblo intranquilo en procura de su paz. Un gobernante empático en ocasiones deja ver su corazón, no se escuda siempre en el automatismo de las palabras prefabricadas, las cuales, como está demostrado, no siempre terminan siendo las políticamente correctas.

*Rodney Castro Gullo, Abogado, escritor y columnista. @rodneycastrog

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