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No se trata de escoger entre un corredor ambiental, un corredor verde o un corredor de actividad múltiple, o entre una troncal de Transmilenio, una línea de metro, un paseo peatonal, una ciclorruta o una autopista urbana.
La Alcaldía Mayor se ha metido en un juego arriesgado. Ha convocado a un esfuerzo colectivo para pensar hacia el futuro la vía más tradicional de Bogotá sobre la cual no se ha tenido la lucidez ni la claridad suficiente para moldearla a través de su historia.
Sin duda esta afirmación es polémica. Lo cierto es que estamos acostumbrados a la imagen cómoda y complaciente de pensar este corredor como un logro y un emblema de Bogotá. Sin embargo, la realidad es otra: ha sido un proyecto confuso, inconcluso, hecho a golpe de intuiciones y ramalazos. La Séptima es, sin eufemismos, un mosaico de imágenes, intenciones, intereses y deseos fragmentarios y sin hilo conductor. No ha sido el resultado de esa geografía voluntaria a través de la cual las ciudades arman un proyecto con el cual se identifican, se reconocen y se enorgullecen.
¿Quién se atreve a definir el rasgo característico de la espacialidad de la carrera séptima? La pregunta es válida porque la historia urbana tiene ejemplos de ciudades preocupadas por pensar y construir espacios urbanos significativos, con carácter y calidad, tanto por su imagen como por su función urbana y su poder simbólico. Grandes vías, avenidas, bulevares, alamedas, paseos, malecones, muelles, ejes, calles mayores o calles reales, no imaginados como simples “conectores para la circulación”, sino como generadores de estructuras urbanas y piezas potentes de la ciudad.
Algunos ejemplos. Los romanos caracterizaban el trazado de sus ciudades con el cardus y el decumanus; los mesoamericanos construyeron las suyas a partir de calles sagradas como en Teotihuacán con la Calzada de los Muertos o en Tenochtitlan con las calzadas de Tepeyacac, Tacuba, Nonoalco, Iztapalapa y Tenayocan. París construyó Los Campos Elíseos a partir del siglo XVII y por espacio de dos siglos y entró a la modernidad con el aporte de los grandes Boulevards Haussmannianos y los muelles de ambas riberas del Sena, los Quais, hoy transformados en formidables ciclorrutas; Pedro I el grande imaginó a San Petersburgo estructurada a partir de su gran vértebra urbana, la Nevsky Prospekt. La transformación de Viena se hizo reemplazando la tradicional muralla con la prestigiosa y monumental Ringstrasse; Madrid hace su tránsito a la modernidad con el Paseo de la Castellana y la Gran Vía; Barcelona construye el Paseo de Gracia, la Gran Vía de les Corts Catalanes y Las Ramblas; Buenos Aires se da el lujo de competir con dos records mundiales: la avenida más ancha de 140 metros, la Avenida 9 de Julio, y la más larga, la Avenida Rivadavia de 35 km. Ciudad de México se atreve con el Paseo de la Reforma, la Avenida Insurgentes y la Alameda Central. La Habana tiene en su haber los excelentes Paseos de Miraflores y El Vedado y el imponente malecón. Y se puede citar también a Caracas, a Montevideo, Lima y Santiago. Pero Bogotá tiene un enorme saldo en rojo y una mala calificación en esa materia.
Hay que aceptar que Bogotá no supo aprovechar tres elementos claves de su territorio, dos provistos por la naturaleza y otro por la acción antrópica. Hablamos de un tridente que orientó en sus orígenes al asentamiento humano que se dio en la Sabana y del cual la ciudad contemporánea parece haber refundido en su memoria: los cerros orientales, el río Bogotá y el camino de la sal trazado por los muiscas. Estos tres elementos claves de su génesis no han sido tratados ni apreciados adecuadamente por la ciudad de los modernos: ni los cerros, ni el río, ni la carrera Séptima.
Los cerros orientales y el camino de la sal, hoy carrera séptima, son dos marcas sobre el territorio cuyo significado no se ha captado ni dejado expresar como una huella profunda en la estructura de la ciudad. En términos contemporáneos, se diría que entender esa cercanía, contacto y diálogo entre la naturaleza y la huella humana podrían haber dado lugar a un valioso y potente ecosistema. Pero la ciudad ha sido volátil, contradictoria y descuidada en el tratamiento de estos elementos claves y poco hábil para explorar sus interacciones.
Las reacciones que ha provocado la invitación a repensar la Séptima son ilustrativas de esa lejanía con una sensibilidad y una percepción de un ecosistema. Las más rudas evidencian que sólo hay retina para la vía. Y la reclaman para uso exclusivo del automóvil o como el espacio para la valorización de propiedades y rentas. Detestan la imagen del carril para la ciclorruta, del espacio para el peatón, del cambio de asfalto por arborización y, peor aún, de la presencia de cualquier sistema de transporte masivo. En el otro extremo, oímos los reclamos de los partidarios de un enorme túnel para el transporte masivo en función de una movilidad eficiente para la economía o a los partidarios de su conversión en ese extenso parque lineal del que la ciudad ha carecido.
La convocatoria hecha para construir un “corredor verde” suscitó también preguntas y dudas válidas. ¿Se trata de convertir a la vieja Séptima en un joven corredor ambiental?; ¿será un corredor verde para la movilidad intermodal de baja intensidad?; ¿la demanda de transporte para el oriente de la ciudad cómo se atenderá?; ¿la Séptima deberá seguir siendo a futuro el soporte básico de la movilidad de la franja oriental?; ¿fue equivocada la decisión de revocar la troncal de Transmilenio?
Para responder a estas preguntas, vale la pena pensar los cerros y la Séptima como dos hechos paralelos en la geografía y en la historia e incidentes en la formación de Bogotá y su crecimiento lineal. Y habría que añadir también que Bogotá se le “arrunchó” por largo tiempo a estos dos ejes, aún desde tiempos prehispánicos. Pero cada arrunche tiene su tiempo, sus modos y sus imaginarios.
Los conquistadores no ignoraron los significados que tuvieron para los muiscas los cerros y el camino de la sal, pero los cambiaron. Para los aborígenes la montaña era sagrada y el camino una ruta que los llevaba a ella y a cercados para intercambios importantes. Los españoles marcaron los cerros con santuarios, los de Monserrate y Guadalupe y el camino, entonces calle real, con templos: la iglesia mayor, la capilla del Sagrario y las Iglesias de San Agustín, San Francisco, La Veracruz, la Tercera, el Humilladero, Las Nieves, el convento de Santo Domingo y la recoleta de San Diego. La iglesia fue el elemento clave para ordenar las parroquias. También los funcionarios, comerciantes y tratantes percibieron la importancia de ese espacio urbano. Por eso la casa del Virrey tuvo frente sobre la Calle Mayor y los encomenderos sus solares como el capitán Antón de Olalla, el más grande estanciero de toda la provincia, Juan Muñoz de Collantes y Juan de Céspedes y también tendrá sus casas, solares y negocios el comerciante más rico de Santafé, Luis López Ortiz. Los jesuitas a su vez ubicaron allí el Colegio Mayor de San Bartolomé y siglos después la Universidad Javeriana.
Y así sucesivamente, actores y actividades se han ido arrimando y arrunchando en ese espacio vital marcado por los cerros y la Séptima, dando lugar a una cadena de centralidades y barrios cada uno con lógica propia de asentamiento y apropiación y de disociación de los contactos y diálogos entre ambiente, paisaje, recursos, movilidad, usos y prácticas. Ello explica el porqué de esa fractura tan fuerte en la imagen urbana, el paisaje, el perfil, los anchos de vía, las alturas, la vegetación.
Por eso, no es insensato repensar la carrera 7ª de Bogotá desde otra perspectiva. La pregunta es si será un ejercicio viable y constructivo. ¿Podremos reducir esa enorme distancia con una sensibilidad y una racionalidad adecuadas para pensar un posible y deseable ecosistema?
Un ecosistema de esta naturaleza no se define por el predominio de una sola variable. No se trata de escoger entre el ambiente, la movilidad, la economía, o la convivencia social. Dicho en otros términos, no se trata de escoger entre un corredor ambiental, un corredor verde o un corredor de actividad múltiple, o entre una troncal de Transmilenio, una línea de metro, un paseo peatonal, una ciclorruta o una autopista urbana.
Cuando pensamos en un ecosistema que debe seguir albergando tres componentes cruciales a saber, los cerros orientales, esa calle paralela que tuvo como génesis el camino de la sal y que se abrió paso espontáneamente desde el barrio de Las Cruces hasta la calle 200 y una cadena de centralidades y de barrios que germinaron y colonizaron ese espacio, estamos frente a un problema complejo. Por lo tanto no se trata de hacer una mala metáfora de los cerros a través de una calle ajardinada, ni otra peor de la diversidad biológica del borde de la sabana con el batiburrillo de la acción humana. Y habrá que pensarlo también como un ecosistema para otra forma de vivir la ciudad futura. Esto quiere decir que la tendencia que dominó el crecimiento lineal y vertiginoso de la franja oriental de la ciudad en estos cien años que pasaron no puede seguir siendo el paradigma ordenador de este ecosistema. Dicho en otros términos, no puede haber segunda ni tercera temporada de una serie denominada “el centro expandido”.
En conclusión, parecería necesario pensar en un Ecosistema, no en un corredor o una avenida. En un Ecosistema que no puede albergar otra oleada del “centro expandido”, puesto que no resiste un incremento inusitado de unidades de actividad económica, de desplazamientos, viajes y autos. En un Ecosistema que requiere elementos de unidad espacial y paisajística, de identidad urbana, de capacidad funcional y de mejoramiento para la calidad de la vida urbana. En un Ecosistema que estimule el tránsito a los eco-barrios. Hace 480 años los españoles le dieron unidad a la Calle Real con iglesias y conventos. Quizá hoy se debe pensar en un ecosistema polifónico cuya identidad la pueden aportar elementos naturales y espacios e infraestructuras como la alameda, el paseo, el sistema de transporte masivo limpio, la calzada de tráfico automotor, el bicicarril, las terrazas y el arte urbano y en un Ecosistema que debe articularse para su conectividad y movilidad con la avenida Circunvalar, la carrera 11, la carrera 9ª y a futuro con la primera línea del metro y el sistema Regiotram.
*Juan Carlos del Castillo, arquitecto, PhD en urbanismo