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En la obra de Walter Benjamin, hay una constante búsqueda del proceso de producción de la sociedad industrial en el siglo XIX, la cual no se desarrolla principalmente a partir de las máquinas sino de los procesos de control que permiten convertir a la masa de hombres en una máquina.
La expresión que da título a esta columna es pronunciada por el académico Vicente Cueto respecto a la lectura de Baudelaire que hace Benjamin para expresar que en la modernidad es el poeta aquel que erra – camina sin dirección, falla, piensa -, al igual que el flâneur y el reciclador, para devolver algo de sentido a nuestras vidas a partir de lo que nos hemos despojado.
Dado que en nuestro día a día como ciudadanos, las experiencias y su comprensión se encuentran limitadas, particularmente cuando vivimos una vida como masa que trabaja en la ciudad o el campo, cría hijos y hace mercado, entonces surge la función de la poesía como reflejo de la vida de todos nosotros y como ayuda para su comprensión. Es así que somos como sociedad la poesía que escribimos y leemos.
Sin embargo, cuando el lenguaje se limita a solo un ejercicio de información, como cuando creemos que leer la prensa es algo ‘culto’, desaparece su función comunicativa esencial, caemos en el letargo y ahogo de un universo en el que no hay imágenes que permitan sentidos y significados y, en consecuencia, perdemos la capacidad de soñar.
En la década del setenta, siglo pasado, en el Magdalena medio, en La Vuelta Cuña, Cimitarra, Santander, donde Pastor Alape sueña los sueños de un ‘revolucionario’, las Farc llegaron y, detrás de ellos, los paramilitares, los terratenientes, los narcotraficantes, la Colombia que aún muchos se niegan a ver.
La mujer de hoy, que era una niña cuando las Farc llegaron, me cuenta que los ‘muchachos’ venían para impulsar el cultivo de la marihuana. Una tierra fértil, olvidada del Estado, sin ejército ni policía, con mano de obra barata y en un corredor estratégico de movilidad para transportarla. Entonces, en el proceso de adoctrinamiento para convencer a los campesinos de sembrar otra planta que iba a ser rentable – no como sus cultivos – aparece la vena poética del ‘muchacho revolucionario’ y el jefe guerrillero construye un discurso en el que les anuncia que “no crean en lo que les dice la prensa, vamos a trabajar entre todos para construir ‘una escalera al cielo’ para poder ver si Dios realmente existe o no”. Ante la incredulidad del pueblo, los arquitectos de la guerra les explican que sí es posible “construyéndola por pisos”.
Sin duda, la mayor víctima de esta guerra ha sido la credulidad, ese algo que se nos murió en el camino, eso que lleva a nuestros campesinos a no creer en promesas, gobierno, guerrilla, paras, curas, santos o milagros. Todo el entramado de mentiras en el que hemos vivido ha hecho que se seque la poesía, porque el poder de la corrupción y del narcotráfico no nos permite creer nunca más. El cultivo de marihuana, los campamentos guerrilleros, los secuestrados, las amenazas, las vacunas fueron los ‘cimientos’ para el Stairway to Heaven, una idea que reflejara la canción de Led Zeppelin.
Se pregunta el filósofo Theodor Adorno si es posible la poesía luego de Auschwitz, luego de la barbarie. Así es como el engaño se ha erigido en el signo de nuestra época, el monarca que nos conduce al éxito y la desazón que este estado de cosas produce en nuestras vidas la encontramos en el libro homónimo de cuentos de Mario Mendoza “Una escalera al cielo” (), donde recorremos caminos en los que nuestra sociedad ha ido en busca del oro y ha encontrado el incienso del velatorio.
Es claro que se gobierna sembrando en donde no se ha abonado, donde lo colectivo ha sido dejado de lado porque en una escalera cada cual cuida de sus pasos y donde la solución a la corrupción se nos vende como una administración de los recursos en el campo de lo jurídico y en el refinamiento técnico que de éste hacen los economistas. La realidad es que los saberes técnicos han secado al lenguaje de sus significados comunicativos y ninguna política pública logrará jamás ser realidad sin el apoyo de sus beneficiarios o receptores. De ahí nuestro fracaso como sociedad.
Es por ello que será en esa “senda del vagabundo” donde el poeta pueda volver a vivir y crear en un país donde los políticos creen que los poetas son unos miserables que claman por subsidios, donde creen que los científicos hacen un doctorado para ser especialistas en hacer presentaciones en Power-Point y donde creen que los jóvenes son unos delincuentes.
¿Cuándo volverá el país a homenajear al poeta como lo hizo con el autor de “todo nos llega tarde, ¡hasta la muerte!”? La respuesta es simple: cuando detengamos el auto-homenaje del político que es capaz de poner una placa conmemorativa más larga que el túnel que ha sido construido.
*David Camargo, docente asociado Universidad Antonio Nariño, científico analista de datos, asesor en políticas públicas con doctorado en el área de reconstrucción centrado en consecuencias de la guerra sobre la propiedad de la tierra.
Está bonita esta reflexión, me hace preguntarme cómo la poesía abandonó el horizonte imaginativo y los sueños del poeta. Cierto es que hasta el crimen puede ser objeto de culto poético, la Tragedia es prueba de ello. La muerte otorgaba entonces valor y sentido a la vida. Fracasar como sociedad es cosa inexplicable, pero tiene que ver con ese misterio tan profundamente existencial…