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No queremos agentes y funcionarios del Estado con el síndrome de Eichmann, esto es, incapaces de asumir sus responsabilidades y de sentir arrepentimiento por las atrocidades cometidas y, por ende, incapaces de reparar a las víctimas del terrorismo de Estado.

Un sujeto absolutamente normal y la ausencia de cualquier sentimiento de culpa son los principales rasgos de la personalidad de un criminal nazi acusado de haber preparado la logística que terminaría llevando a cientos de miles de judíos a campos de exterminio en Europa oriental. Éste es el retrato de Adolf Eichmann que nos legó Hannah Arendt en su ensayo «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal». La inocencia del acusado radicaba en el cumplimiento de la ley; es decir, Eichmann se declaró inocente de crímenes de lesa humanidad aduciendo que él únicamente cumplió a cabalidad con su trabajo y con la ley, siendo esta última lo mismo que las palabras del Führer puesto que aquellas tenían “fuerza de ley”, según lo atestiguado en el juicio por quien terminaría más tarde en el patíbulo.
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Al silenciamiento de la conciencia de Eichmann contribuyeron, por un lado, el hecho de no haber encontrado nunca a nadie en contra de la Solución Final, más bien; se sintió secundado por la respuesta entusiasta de la “buena sociedad” que le rodeaba. Por otro, el lenguaje en clave – Arendt afirma que nunca se empleó en la correspondencia oficial palabras como matar y deportación sino “solución final”, “tratamiento especial”, “cambio de residencia”, “trabajo en el Este”- sirvió como un recurso para mantener la serenidad y el orden en los servicios necesarios para llevar a feliz término el genocidio de la población judía. En esta misma línea también jugaron un rol importante los eslóganes ideados por Himmler, – p.ej., “la orden de solucionar el problema judío es la más terrible orden que una organización podía jamás recibir”- dado a que plantaron en los asesinos la idea de estar realizando una grandiosa labor histórica que conllevaba una pesada carga.
Todo este aparataje conceptual, que facilitó la instauración del terror en Alemania y posterior aniquilación de los judíos, puede ser extrapolado para analizar la actual situación que está marcando la agenda política y social del país. En este último mes de paro nacional, hemos sido testigos a través de las redes sociales de los abusos cometidos por las fuerzas armadas colombianas siguiendo las directrices de algunos dirigentes políticos y otros burócratas que han fungido como los teóricos del actual régimen para justificar la brutal respuesta que el gobierno de Iván Duque le ha dado al estallido social y cuyas palabras, al igual que las de Hitler, tienen fuerza de ley. Todo comenzó, cuando vía Twitter el expresidente y máxima autoridad del partido Centro Democrático Álvaro Uribe Vélez, hizo un llamado para defender el derecho de la policía y ejército de hacer uso de sus armas. Este tipo de órdenes/leyes veladas, sumadas a un discurso estigmatizador que asocia la protesta social con el “vandalismo”, “terrorismo vandálico”, “terrorismo urbano de baja intensidad” o la famosa “revolución molecular disipada” -¡propuesta por un nazi!- tienen eco tanto en las fuerzas armadas como también en la buena sociedad que no cuestiona el terrorismo de Estado y que más bien decide agremiarse en grupos armados para mantener la seguridad de la comunidad, defender la propiedad privada y disparar contra los manifestantes, constituyendo así nuevos grupos paramilitares urbanos.
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Para completar el cuadro, tenemos al General Zapateiro, lavador de conciencias por antonomasia, quien en palabras dirigidas a los “héroes de negro” les afirmaba: “estamos haciendo las cosas bien, ofreciendo nuestra vida para salvar la democracia que muchos quieren destruir”. Estos mensajes redentores dirigidos a unos agentes de las fuerzas del Estado cada vez más politizados, aunados a los factores descritos anteriormente, se han traducido en una represión brutal del estallido social que ya dejan según la ONG Temblores 1.248 víctimas de violencia física, 45 homicidios, 1.649 detenciones arbitrarias de manifestantes, 705 intervenciones violentas en manifestaciones pacíficas, 180 casos de disparos con armas de fuego, 25 víctimas de violencia sexual, 6 víctimas de violencia basada en género y un número aún sin confirmar de varios cientos de desaparecidos.
Estas horrorosas cifras deben servir a la sociedad colombiana como una alerta del país que no queremos seguir siendo. No queremos agentes y funcionarios del Estado con el síndrome de Eichmann, esto es, incapaces de asumir sus responsabilidades y de sentir arrepentimiento por las atrocidades cometidas y, por ende, incapaces de reparar a las víctimas del terrorismo de Estado. Necesitamos que el discurso se humanice para ver al otro no como un enemigo sino como un contradictor digno de respeto e interlocución, pues sólo el cumplimiento de los compromisos logrados a través del diálogo nos sacará de la crisis en la que estamos.
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*Ana Marcela Valencia Arango, historiadora de la Universidad del Valle con maestría en Estudios Latinoamericanos Interdisciplinarios de la Freie Universität Berlin.
Ana Marcela,
me gustó su análisis, contundente y sin aspavientos !!!
Muchas gracias. Escribo para ustedes.