El último vuelo de la cometa

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Se escucharon varios disparos que rompieron el silencio de esa mañana. Una bandada de golondrinas alzó su vuelo llevando la desgracia a otra parte.

La primera vez que lo vieron estaba sentado al borde de un precipicio envuelto en un aura misteriosa con sus dos brazos erguidos sosteniendo un hilo casi invisible. Un grupo entusiasta de niños lo rodeaba contrastando con su fría indiferencia. Uno de ellos rompió el silencio y le preguntó: – ¿Qué es eso? – Con un gesto de irritación, volteó la mirada y, al ver unos profundos ojos azules y una nariz llena de pecas, suavizó su voz y sin volverlo a mirar le dijo: – ¡no ves que es una cometa! -. Quedaron aún más desconcertados porque no entendieron el significado de dicha palabra.

El maestro les había dicho en la escuela que estuvieran pendientes porque iba a pasar el cometa Halley. Lo que este hombre sostenía era algo que jugaba a gran altura y poseía vivos colores, ahí estuvieron con él hasta entrada la noche, cuando recogió el hilo palmo y se marchó indiferente ante la mirada atónita y sorprendida de los chiquillos.

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Al día siguiente, estaba en un amplio patio dándole a comer a un enjambre de pollos que corrían enardecidos hacia él. Los mismos niños de la tarde anterior lo atisbaban por una cerca desportillada que conducía a la calle. Sí, ahí estaba, pero ahora su actitud era la de un guardián que receloso cuidaba la cometa que parecía una gran mariposa colorida pegada sobre la blanca pared. Los niños quisieron cruzar la acera para admirarla más de cerca, pero desistieron de su intento al ver a uno de los enigmáticos personajes de la cooperativa de vigilancia privada, que pasaba como fantasma.

Amaneció y fueron los chiquillos los primeros en dar la voz de alarma en la escuela. Por la tarde la calle estaba atiborrada de gente, admirando ese gran ingenio de intensos colores que le había quitado el sueño a más de un niño. Él gozaba en la distancia de toda la algarabía que se había formado en torno a su casa; se jactaba de no conocer a nadie. Ser un desconocido. Sacando provecho de aquella situación y con gesto grandilocuente, levantó los brazos, quedando el pueblo en silencio: “Señores, señoras, niños, sé que muchos han venido a admirar mi gran invento, sé que quieren tenerla, tal vez puedan tener una como ésta o mejor”. Se escuchó un estruendoso aplauso. Mañana abriré esta casa como oficina. Dio media vuelta y se retiró, dejando un profundo silencio a sus espaldas. Al rato, salió con su gran aparato echado al hombro; la misma turba de chiquillos de la tarde anterior lo siguió hasta el mismo barranco donde lo vieron la primera vez. Esa noche, a distintas horas y en distintas partes se escuchó el crujir de las primeras alcancías inmoladas, producto del delirio cometoide.

Al otro día, había una fila desde su casa hasta el extremo del pueblo, parecidas a esas colas que producen los almacenes de grandes superficies enquistados en un barrio pobre. Ese día había sido declarado cívico. Los estaderos por vez primera estaban vaciados y las calles, que antes permanecían atropelladas por los comerciantes, ahora eran surcadas por uno que otro perro que hurgaba en las canecas de las basuras. 

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Desde la mañana hasta el mediodía, se encerró y, de vez en cuando, salía exhausto, cual cirujano después de la más férrea operación. Algunos lo emulaban y le daban pequeños aplausos. Menos Felipe, aquel niño pecoso que le preguntó qué era eso de la cometa: lo miró siempre con recelo.

Era una mañana fría, todos tenían una cometa, era el ansiado día de elevarlas al firmamento. El sitio de encuentro era el precipicio donde lo vieron esa tarde.  En todos se veía la alegría y el jolgorio, menos en los árboles que tenían esa sensación de soledad y tristeza. Los perros aullaban en la lejanía. 

El pueblo entero se reunió en el sitio indicado. Él no apareció. En su lugar llegaron unos encapuchados que con armas de fuego dispararon indiscriminadamente haciendo que las golondrinas alzaran el vuelo.

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Felipe miraba desde el balcón el regreso de los pocos que quedaron y, con ellos, empezó a llorar a sus muertos.

*Ubaldo Manuel Díaz. Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Florida blanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018 -2019 Barrancabermeja – Santander.

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