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“Surgen las preguntas de siempre: ¿Qué envenenó el alma de nuestros pueblos con esta guerra partidista? ¿Cuándo se instaló esa insondable indiferencia hacia nuestros semejantes? ¿Qué abono hay en esta tierra para que haya fructificado este odio sin fin?”
Guayacanal, William Ospina
Hay un tono de gozo en este libro. Y está intensamente relacionado con la geografía que enmarca la historia y con una atmósfera colmada de vertiginosas hondonadas y montañas, de bosques, peñascos y selvas, de vegetación prolífica, con nombres tan hermosos como yarumos, guaduales, carboneros, guayacanes, guásimos…
El relato, escrito a la manera contemporánea denominada ‘autoficción’, combina eventos de la vida del autor -sus viajes en busca de esta historia- con hechos históricos -la vida de sus antepasados-; pero, como está dentro del ámbito de la ficción, el autor usa los recursos propios de ésta, ejerce como narrador omnisciente y decide a voluntad el énfasis de la historia y quiénes serán los personajes que le acompañen.
Sin duda, la gran protagonista de esta historia es la vida campesina, las gentes cuyo día a día es impensable sin su vinculación a la tierra. Históricamente corresponde al período denominado de la Colonización antioqueña y que se encarna en la vida de los bisabuelos del narrador, campesinos de Sonsón que llegaron al Tolima con la ilusión de tener sus propias tierras y criar a sus hijos con la abundancia que puede proveer el trabajo constante y la fértil naturaleza.
“Benedicto y Rafaela, y las gentes que venían con ellos, fueron los primeros en poblar la región después de tres siglos;(…) Aserraban sin fin porque el monte tenía que darles todo: los árboles se convirtieron en casas de corredores y barandas, cabañas asomadas al vértigo, mesas pesadas y largas donde cabían muchos comensales, pilones cóncavos, camas firmes y sillas mecedoras, pero también en austeros ataúdes que navegaron sobre hombros y entre rezos hasta los cementerios de las colinas, en guitarras y tiples y bandolas, y en fogatas nocturnas que alimentaron años de cuentos de malicia y de miedo.”
Por momentos sentimos que estamos asistiendo a una de esas fogatas nocturnas en donde, entre la oscuridad y el resplandor del fuego, vamos entreviendo singulares personajes que han formado parte de nuestra propia historia, porque salen a la luz una y otra vez en estas tertulias, y de los cuales queremos que nos vuelvan a contar sus aventuras una y otra vez, aventuras que ya sabemos pero que siempre son distintas por obra y gracia del cronista. Es notorio que el narrador le otorga un espacio singular al lenguaje propio de quienes protagonizan la historia, les da la palabra para deleite del lector. Apoyado en la memoria del tío Liborio, supimos del hombre que domesticó un gallinazo, del hombre que se bebió tres herencias y vivió con tres Bertas y tuvo tres hijos, de cómo a La Muerte lo mataron dos veces y de cuando el mismo Liborio se robó un revólver y cómo logró conservarlo.
El libro viene acompañado con unas fotografías, antiquísimas, en blanco y negro, que vivifican todo este mundo perdido. Allí están los rostros de hombres austeros y llenos de dignidad, vistiendo trajes de paño y descalzos en medio de parajes que han conquistado y domesticado con sus propias manos. Mujeres como Mamá Rafaela, cuya seriedad en las fotos nos despista sobre su proclividad a la alegría, y su complicidad con sus nietas para gozar de bailes y festejos. Son tres generaciones muy fecundas (Mamá Rafaela llegó a tener más de setenta nietos) y en ocasiones nos perdemos entre tantos primos, tíos y parientes, pero en medio de la sensación de que en ese mundo “todo estaba lleno de dioses”.
“Los de Guayacanal fueron tiempos de paz pero de lucha eterna”. No faltó el cura mojigato y lleno de odio hacia sus propios feligreses. Fue gracias a la arbitrariedad de este personaje que el pueblo, Guarumo, tuvo que cambiar su original nombre después de un viaje del cura por Italia que terminó llamándose Padua, para –supuestamente- subirle el estatus a su parroquia. En esta clase de vida era imposible aburrirse, por el contrario, el gozo y la alegría parecen estar presentes a la par que las dificultades y desgracias. Estos campos y esta familia son impensables sin la música. Estamos en el Tolima y cualquier ocasión es buena para reunirse y cantar con la primera guitarra que aparezca: bambucos, guabinas, boleros y, por supuesto, tangos. Incluso, el padre de Ospina tuvo un dúo, Alma Colombiana, con uno de los grandes intérpretes colombianos, Óscar Agudelo: “En Buenos Aires no saben que la mejor versión de aquel tango de Cadícamo, Cuando miran tus ojos, es esa con la que Óscar Agudelo acompañó la tragedia de los campesinos de Colombia”.
Parece inverosímil, una utopía, que hubiera existido esta corta edad de oro en nuestro país. Los estrechos lazos entre el hombre y la naturaleza iban en las dos vías, ser cuidador y cuidado; era un círculo que se planteaba más allá de la inmediatez de lo utilitario y se proyectaba con la sabiduría y sensatez de quien piensa comunitariamente. No se trata suscribir aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero, en cuanto al medio ambiente, infortunadamente hay consenso universal.
Entonces, surgen las preguntas de siempre: ¿Qué envenenó el alma de nuestros pueblos con esta guerra partidista? ¿Cuándo se instaló esa insondable indiferencia hacia nuestros semejantes? ¿Qué abono hay en esta tierra para que haya fructificado este odio sin fin?
Porque, ya es un lugar común decirlo, los millones de víctimas de esta violencia interminable han sido y siguen siendo los campesinos de nuestro país. Dolorosamente, el final de esta entrañable familia que habitó Guayacanal, es el mismo de millares de familias del campo que dejaron sus tierras abandonadas, junto con la alegría y, en algunos casos, la dignidad. ¿Les suena algo llamado Reforma Rural Integral? Es inaplazable.
*Consuelo Gaitán, graduada en filosofía y literatura de la Universidad de los Andes. Se desempeñó como Coordinadora del Grupo de Literatura y Libro de la Dirección de Artes del Ministerio de Cultura. Exdirectora de la Biblioteca Nacional.