En las entrañas de los Embera Katío

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Sacado de Artesanías de Colombia

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Este es el relato de una visita a Tierra Alta – Córdoba, municipio del que hace parte el corregimiento Santa Fe de Ralito, donde hace algunos años se llevaron a cabo las negociaciones de paz entre el Gobierno de Álvaro Uribe y las Autodefensas. Allí los indígenas Embera Katío conviven en medio del progreso y la pobreza, mientras luchan por conservar su cultura.

Sacado de Artesanías de Colombia

El carro arrancó raudo, un auto blanco de la casa Renault, que se abría paso entre vendedores de agua, jugos, prensa, que se feriaban en las calles de Montería de las que partimos.

A mi lado iba Pedro. Reconocí que era indígena porque llevaba en su cuello un collar multicolor con figura de águila y jaguar; de resto hubiese sido imposible identificarlo. Calzaba botas Brahma, blue jeans, poncho y una cachucha de los Giants de San Francisco. Ambos teníamos hoy el mismo destino, llegar a Tierra Alta – Córdoba, el mismo municipio donde se alzan los 380 kilómetros del corregimiento Santa fe de Ralito, conocido escenario en el que un puñado de paramilitares dialogó con el gobierno de Álvaro Uribe.

Llegamos a una YE o kilómetro 15, abandonamos una lustrosa autopista que comunicaba con Medellín y ahí desviamos nuestro recorrido por un ramal que nos llevaría a nuestro destino. El chofer, un hombre moreno en mangas de camisa, curtido por el sol y su oficio, paró el carro para tasar con un vendedor el precio de una bolsa con agua, bajo el sol de plomo que azotaba las sabanas de Córdoba.

Aproveché ese momento para susurrar la leyenda de una valla multicolor que tenía dibujado una represa surcada por pajaritos y guacamayas. El letrero decía: “Empresa multipropósito Urrá- SA.”. Mi compañero de asiento interrumpió su mutismo y preguntó qué quería decir “multipropósito”; le expliqué que era una palabra con muchos propósitos y el indio sentenció: – “Uno de los propósitos de Urrá fue acabarnos”-. Pedro Domicó Jarupia, mi acompañante, era descendiente de los Embera Katío, etnia que habitaba el Nudo del Paramillo con sus vertientes de los ríos Sinú, Verde, Esmeralda y Manso.

El carro se desplazaba rápidamente; a lado y lado de la vía se observaban correr en la infinidad pastizales color oro. – “Nuestra desgracia comenzó hace más de 10 años”-, recalcó Pedro, “hombres blancos compraron nuestras tierras con dinero desconocido para nosotros; nuestra economía era a base del intercambio y el trueque. Los primeros billetes que nos presentaron, tenían la imagen de una india que sonreía feliz”.

“La sonrisa de esa indígena nos sedujo, ese nuevo dinero nos daba placer y libertad, comprábamos muchas cosas, conseguíamos mujeres blancas, parrandeábamos hasta ocho días y por nuestros vestidos exóticos, los colonos nos sonreían y nos hacían reverencia. En las parrandas, los gotereros del pueblo se guiñaban el ojo y nos llamaban caciques”-. Después de una breve pausa agregó: “La cosa cambió; hoy la situación es otra”. Lo decía porque, desde hace varios años a la fecha, el nivel de homicidios y suicidios en esta comunidad indígena se ha disparado de una forma alarmante.

Un silencio soporífico invadió el carro, aproveché para bajar un poco el vidrio para ventilarnos. A los lados, seguían los pastizales; parecía que no habíamos avanzado nada. El tiempo se había detenido.

Cuando caí en cuenta estábamos pasando por la otrora famosa zona de ubicación Santa Fe de Ralito, sitio donde hace algunos años, políticos, empresarios y ganaderos se fueron a manteles con los paras con el sueño de refundar la patria.

Quise preguntarle a Pedro sobre los nuevos dueños de esas tierras y la respuesta fue el silencio. Me acordé de una frase de Freire que decía: “había una vez un lugar en que durante el día la gente construía, pescaba, cazaba, sembraba, cuidaba de los niños y las niñas y recogía los frutos de la tierra; por las noches, contemplaban la luna, conversaban con las estrellas y se contaban entre ellos historias de amor”.

En ese lapso, nadie habló, ninguno dirigió la palabra ni para preguntar la hora; estábamos metidos en nuestros pensamientos cuando vi los primeros ranchos de paja. El conductor nos sonrió por el retrovisor con una frase escueta: – “Bienvenidos a Tierra Alta” -.

Por la ventanilla pasaban fugazmente casas de bahareque, niños que jugaban en una cancha de tierra al lado de una pared con frases promisorias de la campaña política pasada.

Al descender del vehículo, nos recibió una ráfaga de aire caliente, acompañada de un sin número de cantinas donde al mismo tiempo y sin ningún problema sonaba el extinto cacique de la junta, Uriel Henao y el Charrito Negro.

Pedro me invitó a tomar algo; por los vivos colores del local, noté que era un negocio indígena. Nos sentamos al fondo para poder seguir la conversación. El ruido de la música era ensordecedor. Levantó tímidamente la mano como un niño en un aula de clases. Llegó la mesera: una indígena enrollada de una manta de vivos colores. Pedro siguió relatando la desgracia de su etnia.

-“Cuando teníamos muchas indias (billetes) en nuestro bolsillo emigramos a la tierra prometida Tierra Alta. Muchos nos aventuramos y colocamos cantinas, bares, billares. Empezó el despilfarro”-. (Es famoso en este pueblo un amanecedero administrado por indígenas, que queda a las afueras del pueblo.) -“Para esa época, según una sentencia de la Corte Constitucional, teníamos asegurado 20 años de sueldo”-.

-“¿Cómo así?” – le pregunté.

-“Por disposición de un fallo de la Corte Constitucional a nuestro favor, el Estado debe pagarnos por 20 años un subsidio de $113.000 por cada hijo”.

Con una sonrisa, agregó: – “yo le he sacado al gobierno más de cinco millones de pesos”-. Pensé: -“he ahí la malicia indígena”-. Tuve curiosidad por preguntar en qué los había invertido y, como adivinando mi inquietud, se acercó la mesera y le rodeó la cintura con un abrazo. La indígena le dio un apresurado y furtivo beso en la cabeza, ante la entrada de nuevos clientes, todos indígenas.

Entre vallenatos, rancheras, salivazos y sonrisas con dientes enquistados en oro y un dialecto desconocido para mí, transcurrió ese primer día; entrada la medianoche, dos mujeres indígenas se llevaron a Pedro a rastras completamente embriagado. Yo me fui a dormir.

Al día siguiente, me despertó un rayo de sol que penetraba por una cerca desportillada; había dormido mal en una hamaca a la que no pude encontrarle acomodo.

Un niño Embera desnudo, descalzo, con un estómago prominente y su nariz llena de mucosidad, me miraba fijamente; cuando intenté incorporarme, desapareció. A mi lado estaba Pedro que dormía la resaca de la noche anterior. Busqué un sitio para bañarme; no había.

Tuve que hacerlo en una alberca ante dos ojitos asustados que me miraban a través de la cerca desportillada. Llegó el desayuno: plátano, yuca, ñame y un pescadito encima. A dudas penas pude probar bocado. Pedro ya se había incorporado y con su sonrisa festiva pasaba a recogerme. Nuestro destino hoy era Puerto Frasquillo

A la gran represa

Cada uno se subió a una moto de alquiler, este transporte le llaman “moto ratón” o “moto taxi”; aproximadamente, hay 2.000, organizados en tres cooperativas. Hombres que conducen sin casco o protección, solo un poncho que les tapa un poco la nariz cuando pasan a más de 100 kilómetros por hora.

El sol se asomaba tímidamente por encima de los inmensos árboles de teca, especie originaria de la India; el gobierno de turno había encomendado a los paras de su momento la reforestación de cientos de hectáreas. Lo que quedaba del gran río Sinú se veía como una gran cinta amarilla, serpenteando la extensa llanura cordobesa. Pasamos por una construcción que amenazaba en ruinas, llamada “la ciudadela”, hoy convertida en prisión para ex paras.

Allí se alojaron los ingenieros suecos y rusos que construyeron la hidroeléctrica; cada fin de semana, formaban orgías y bacanales con puticas traídas de Montería. Para los vecinos evangélicos, esa era la gran Babilonia; cuentan que un pastor de la zona aprovechó ese frenesí para lanzar diatribas apocalípticas y amenazarlos con el averno. Según Luis Alfonso Ruiz, antiguo vigilante de la ciudadela, por estas camas desfilaron muchas damas de la sociedad monteriana.

Después de hora y media arribamos a Puerto Frasquillo, un caserío hecho de madera con hojas de zinc. Por encima se veía una inmensidad azul: la gran represa de Urrá, surcada por diminutas embarcaciones que arribaban al puerto.

Hicimos un recorrido por el caserío donde lo único diferente era “Saoco”, un indígena que ofrecía frutas exóticas a los visitantes. Doña Irene, una mulata entrada en años, nos dijo: -“El progreso ha llegado para quedarse y no irse jamás”. -“Aunque ya no tengamos bocachico, tenemos el dinero y el dinero todo lo puede” -sentenció la enorme morena-.

Yo observaba que, debajo de esos millones de litros cúbicos de agua de la represa, quedó sepultada una de las floras y faunas más ricas del planeta azul, simplemente porque ahí vertían tres grandes ríos y sus vertientes (ríos Manso, Verde, Esmeralda, este último con un lecho limpísimo y cristalino).

Sentados sobre una rústica banca, invité a Pedro que me hablara sobre Kimi Domicó Pernía, el líder indígena que perdió su vida el 2 de junio de 2001 en el Alto Sinú, a manos de paramilitares comandados por la trinidad Castaño, crimen recientemente confesado por un ex jefe para.

Después de un breve diálogo, intuí que Kimi era para ellos una especie de mesías, un hombre que los sacó del anonimato. Famosos fueron sus periplos internacionales denunciando la creación de la represa en ciernes, como el que hizo ante el gobierno canadiense para que desistiera de aportar dinero para su construcción. Cuando lo desaparecieron, Tierra Alta fue la meca de muchos europeos e intelectuales pidiendo su liberación y regreso. Nunca apareció.

Pueblo de contrastes

Tomamos un viejo vehículo que nos transportó de regreso. A pesar de la influencia que ha ejercido Tierra Alta en ellos, algunos indígenas han conservado sus costumbres. Lo comprobé esa noche en una fiesta a la cual me invitaron. Esa noche se iba a dar el enlace nupcial entre una joven del cabildo Bagadó con uno del cabildo tradicional, dos de los más poderosos. Llegaron algunas mujeres con sus rostros pintados en vivos colores, lo cual indicaba que estaban en la época del firtreo o noviazgo. Esa noche no hubo licor.

Como forastero amigo de ellos y en gesto de buena voluntad, tenía derecho a una indígena como pareja. No acepté. Tuve curiosidad por conocerla. Era una joven mujer, enjuta, ataviada en collares multicolores, enfundada en una manta roja, que, de vez en cuando, me miraba furtivamente.

Entre risas, baile y totumadas de chicha, nos sorprendió el alba. Fue una velada inolvidable.

Ultimo día en las entrañas de los Embera.

Nuestro destino hoy eran las oficinas de Urrá. Alrededor de las 9 de la mañana, debajo de unos árboles, había una multitud de indígenas con carpetas en las manos – ese día reclamarían el subsidio, algunas de estas familias las habían reubicado -. Recordé que, regresando de Puerto Frasquillo, vi algunos reasentamientos como San Rafael, Campo Bello, El Tesoro. Ninguno de ellos hacía gala de su nombre. Allí pervivían perros famélicos que jugaban con algunos niños.

Según una enfermera del hospital que omitió su nombre, las condiciones de salubridad son precarias y el índice de mortalidad infantil en el último año se ha disparado. El nivel de natalidad es inverosímil, por la creencia que entre más hijos, más dinero reciben.

La guerra territorial y el fuego cruzado entre bandas criminales los ha diezmado. La mayoría de estos niños no conocen una escuela.

Por todo eso Tierra Alta es un pueblo de contrastes. Es normal ver a un indígena en una motocicleta Kmx último model, camionetas cuatro puertas que pasan raudas transportando a los máximos jefes y directivos de Urrá y, simplemente, ver a un niño indígena mendigando. Hoy por hoy, Tierra Alta es una bomba de tiempo.

*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 – 2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

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