En riesgo la garantía del secreto profesional

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¿Es absolutamente inviolable el secreto profesional? Una respuesta afirmativa malograría el privilegio, pues lo tornaría en refugio sagrado para cometer crímenes sin cuartel. ¿Cómo resolver, entonces, la línea gris?

Aun cuando no es posible concretar una valoración puntual frente al proceso del expresidente, por cuanto se trata de diligencias reservadas, sí parece oportuno exponer cuatro comentarios, desde un plano teórico, pues podría haberse tejido una gran amenaza a tan importante garantía constitucional.

Acaba de cumplirse un siglo desde que se publicó El alma de la toga, obra en la que el gran letrado español Ángel Ossorio y Gallardo ilustró un conjunto de valores que deben orientar el ejercicio de la abogacía. Un acápite destinó al secreto profesional sugiriendo, con tono socarrón, que no hay más que una manera de guardarlo: “no diciéndoselo a nadie”. Con tal reflexión pretendió expresar que quien consulta a un abogado debe tener la certeza de que lo allí dicho no verá nunca la luz ya que, indiscutiblemente, se trata de un derecho del ciudadano y de un privilegio-deber del jurisconsulto.

El abogado penalista cuando interactúa con una persona sometida, o por someter, a un proceso penal, debe ofrecer y asegurar un muy amplio ambiente de confidencialidad, en el que su interlocutor pueda desnudar su consciencia y contar su verdad, para de esa manera proyectar adecuadamente la defensa. Aunque tal privilegio es piedra angular de varias profesiones, al penalista le corresponde mezclar la firmeza del sacerdote cuando escucha los errores y horrores que flagelan el alma del feligrés, con la solvencia inalterable del médico que anhela siempre brindar el mejor remedio, sin importar quién sea su paciente.

La semana pasada se profirió una de las decisiones más trascendentales, y más largas, de nuestra historia judicial, en la que la Sala Especial de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia impuso detención preventiva domiciliaria a un expresidente de la República. Uno de sus fundamentos se edificó, a pesar de que la defensa no propuso reparo alguno, en la validez impartida a las interceptaciones efectuadas a las conversaciones entre el sindicado con uno de sus abogados.

Dos argumentos sustentaron la legalidad de estas escuchas, por un lado, aduciéndose que la condición de defensor sólo se adquiere a partir del nombramiento o designación, y, por otro, atendiendo a que en anterior providencia ya se habían pronunciado sobre la posibilidad de profanar el secreto profesional cuando, según reportó la prensa especializada, se presenten los denominados “hallazgos casuales”; en esta última oportunidad, la línea telefónica del ex presidente resultó intervenida en un proceso en el que él no era sujeto de investigación, sino que, al parecer, por error involuntario, su abonado apareció traspapelado en dichas diligencias.

Aun cuando no es posible concretar una valoración puntual frente al proceso del expresidente, por cuanto se trata de diligencias reservadas, sí parece oportuno exponer cuatro comentarios, desde un plano teórico, pues podría haberse tejido una gran amenaza a tan importante garantía constitucional.

En primer lugar, la Carta Política de 1991 de manera perentoria e inequívoca precisó en su artículo 74 que ‘el secreto profesional es inviolable’; tal precepto sería la base para que los códigos de procedimiento penal dictados desde entonces hayan establecido, sin ambages y de manera reiterada, que ‘por ningún motivo se podrán interceptar las comunicaciones del defensor’ (art. 351 DL 2700/1991, art. 301 Ley 600/2000 y art. 235 Ley 906/2004).

En segundo lugar, la Corte Constitucional ha desarrollado tal prerrogativa, principalmente en dos escenarios; el primero, en el que se estableció su alcance al indicarse: “Como en el derecho a la vida, en el secreto profesional la Carta no dejó margen alguno para que el legislador señalara bajo qué condiciones puede legítimamente violarse un derecho rotulado ‘inviolable’ (…)” (C-411/1993); el segundo, blindándolo en profesiones como la medicina (T-413/1993) o en oficios como el periodismo (SU-056/1995); finalmente, señalando que en la relación abogado – cliente el privilegio se fortalece, pues existe vínculo inmediato con el derecho de defensa (T-708/2008).

En tercer lugar, y de cara al momento en el que empieza la protección constitucional, oportuno es recordar un auto interlocutorio de la misma Corte Suprema en el que se dirimió un impedimento negado por un tribunal de distrito judicial a un conjuez. Este togado había manifestado que, precisamente sobre los hechos acerca de los cuales iría a fungir como juzgador, habría dado consejo a los allí procesados en su rol como abogado; su pretensión fue negada al argumentarse que, como quiera que no se expresó puntualmente en qué consistió el consejo, era imposible determinar si se trató de una asesoría superficial o de fondo.

La Corte, con atinado criterio, revocó la decisión argumentando que “exigir la revelación, total o parcial, del contenido del diálogo realizado entre un abogado litigante -así este no haya sido finalmente contratado para asumir la defensa- y el procesado, deviene en la vulneración del secreto profesional. En el marco del Estado de derecho, ninguna autoridad debe ignorar o propiciar el desconocimiento de esa garantía fundamental” (48871). Nótese que, además de afirmar la relevancia de la garantía, demarcó que la protección constitucional no demanda formalidad alguna como podría ser el otorgamiento de un poder o la efectiva representación judicial.

En lo que tiene que ver con los denominados “hallazgos casuales”, aclárese preliminarmente que esta figura consiste en el descubrimiento sorpresivo e inesperado de otro u otros medios de prueba distintos al inicialmente buscado; a nivel de dogmática procesal penal, se predica que un primer paso para determinar la validez de estos nuevos elementos debe empezar con la verificación de la legalidad de la búsqueda inicial. Me explico a partir del siguiente ejemplo.

Supóngase una diligencia de allanamiento, debidamente ordenada para buscar el arma homicida, en la que adicionalmente se encuentra un alijo de droga; en este escenario, la validez de las evidencias del delito de tráfico de estupefacientes resulta indiscutible, pues encajaría, precisamente, en un hallazgo casual. El problema se generaría cuando los investigadores, en nuestro ejemplo, ingresan por error a un domicilio distinto al señalado en la orden de allanamiento, encontrándose allí evidencias relevantes para esclarecer algunos delitos.

En este evento, y de acuerdo con la jurisprudencia y a la doctrina especializada, todo lo que se encuentre es ilegal, salvo que se hallen episodios de flagrancia, y se pueda alegar que no existe una expectativa razonable de intimidad o se satisfagan los presupuestos a las excepciones de exclusión probatoria (descubrimiento inevitable, vínculo atenuado y fuente independiente).

Ahora bien, ¿esta lógica de los hallazgos casuales sería plenamente aplicable a casos en los que resulte involucrada la garantía del secreto profesional? Tal vez con un segundo ejemplo se encuentre la respuesta: imagínese a un abogado claramente corrupto, en cuya investigación en su contra confluyen, sin lugar a equívocos, los motivos fundados para interceptar su línea telefónica; pero imagínese también que su vecina, quien días atrás le había comentado personalmente al indecoroso profesional algunos detalles sobre la muerte de su esposo, decide llamarlo a su móvil y confesarle que fue ella quien cometió el homicidio.

¿Diríamos, bajo la lógica del hallazgo casual, que esta mujer no tiene alternativa distinta que una aceptación de cargos? ¿Afirmaríamos que se encuentra más que probada su confesión?; O, muy por el contrario, ¿deberíamos considerar que el secreto profesional es prerrogativa superior y que, a pesar de que la orden de interceptación telefónica fue legal, tal privilegio se erige como un muro de contención que da plena salvaguarda a quien ejerció su derecho de consultar a un abogado?

Luego de un juicio de ponderación parece que la última postura se ajusta más a la Constitución. Ahora, ¿significa esto que es absolutamente inviolable el secreto profesional? Una respuesta afirmativa malograría el privilegio, pues lo tornaría en refugio sagrado para cometer crímenes sin cuartel. ¿Cómo resolver, entonces, esa línea gris? De acuerdo con lo expuesto, sólo sería permitido deshonrar el secreto profesional ante la existencia, corroboración y sustentación de previos motivos fundados, indicativos de que el abogado y su cliente estarían delinquiendo.

Fuera de ese escenario, debería prohibirse perentoriamente escuchar y valorar lo conversado entre abogados y clientes (así como periodistas y fuentes, o médicos y pacientes) y en caso de que aplicaciones tecnológicas terminen interceptando estas comunicaciones, debe ordenarse su exclusión e inmediata destrucción. Una interpretación en contrario, se estima, dinamitaría un pilar estructural del noble ejercicio de la abogacía y, de su mano, se hundirían también, entre otras, las bases de la confidencialidad del sacerdocio, de la actividad médica y del más que necesario oficio del periodismo.

*Dr. Iur. Mauricio Cristancho Ariza, subdirector Centro de Pensamiento Penal “Luis Carlos Pérez” (Polcrymed), @MCristanchoA

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