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El laboratorio es una suerte de The Rehearsal institucionalizado, el punto de encuentro ideal entre las ansias de controlar y la concomitante voluntad humana, ahora tan olvidada, de ensayar.
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Hoy en día, cuando parece imposible entablar un diálogo sin comentar lo que se ve en las plataformas de streaming, se hace urgente separar la paja del trigo. En estas últimas semanas HBO estrenó dos mini-series imperdibles: una es Irma Vep, dirigida por el director francés Olivier Assayas (Carlos; Clouds of Sils Maria) y la otra The Rehearsal, concebida por el humorista estadounidense Nathan Fielder (Nathan For You). Esta última, a la que me referiré aquí, resulta difícil de describir: aunque aparenta ser una iteración más del género reality show, una mirada atenta descubre en ella innumerables temáticas que apuntan mucho más allá. En principio, la serie ofrece a los participantes la oportunidad de ensayar, con antelación y cuantas veces se requiera, una situación determinada que ellos deseen experimentar en el futuro, cualquiera que esta sea. The Rehearsal, así, está concebida como un laboratorio de experiencias y futuros posibles. Si una persona tiene una cuestión urgente que resolver con un familiar, por ejemplo, o carga con el peso de una culpa que pide a gritos confesión, la serie le permite explorar los posibles escenarios en que tal situación podría desenvolverse. Con ese fin construye sets basados en lugares reales y contrata actores profesionales: sets que replican, a la perfección, el escenario exacto en que esa experiencia futura se efectuaría; y actores que gozan de la habilidad de remedar, hasta el más ínfimo detalle, a las personas reales con que entonces se interactuaría, cuando llegue la ocasión. El afán de realismo, llevado a extremos que sólo podrían tildarse de neuróticos, busca mitigar la sensación de falsedad teatral y, en consecuencia, facilitar la inmersión total del participante o “practicante” de turno.
A manera de ejemplo, el caso más significativo de la serie: una mujer soltera que quiere saber, antes de tomar una decisión al respecto, en qué consiste ser madre: qué sacrificios implica, qué ajustes exige. Fielder, el excéntrico creador de la serie, le construye para ello su casa ideal, la que ella imagina en sueños para su familia; le busca un marido dispuesto a vivir con ella y a fungir de padre; y contrata una sucesión de niños actores –de distintas edades, por supuesto, pues es necesario irlos reemplazando para simular el correr del tiempo–, que hagan las veces de su hijo. La atención al detalle es exhaustiva: para reforzar la sensación de que se está viviendo una temporalidad real, una temporalidad humana en que los hijos crecen y las madres envejecen, Fielder ordena colgar en la casa unos espejos que le van añadiendo años a quien se refleja en ellos.
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Pero las ansias delirantes de control se revelan a la larga insuficientes, pues la realidad siempre se escapa, aunque a veces sea por poco, de lo planificado. Por un lado, la simulación no puede esconder del todo su condición de tal; por el otro, los seres humanos no operamos bajo lo predecible, no somos reducibles a cuadros, esquemas u organigramas sinópticos. La serie, por tanto, se mece entre el intentar y el circunscribir, el arriesgar y el pronosticar. Se mece, asimismo, entre lo propio del ensayo literario, en que Michel de Montaigne exploró, descubrió y construyó su “yo” con absoluta libertad, y el experimento científico, en que un hecho debe ser comprobado o refutado bajo unas condiciones artificiales, expresamente dispuestas para permitir lo repetible. O quizá, utilizando un símil más complejo, The Rehearsal podría equipararse al ensayo musical, al hecho de ensayar una interpretación, digamos, de una pieza para piano: el intérprete, en este caso, debe lo mismo ceñirse a la partitura que comunicar su lectura personal de ella. Sea como fuere, en general los actos humanos comportan una tensión que siempre nos acompañará en tanto animales creativos y, al mismo tiempo, calculadores. Nos gusta ensayar, sí, pero no podemos evitar el deseo de controlar, y situados entre esos dos polos pretendemos domesticar, o apaciguar, a la diosa Fortuna.
Y lo que sucede en la televisión a menudo ilumina, o refleja, lo que acontece fuera de ella. Algo hay de The Rehearsal en las propuestas de algunos economistas actuales que han sido testigos de cómo los postulados sacrosantos del neoliberalismo, década tras década, van perdiendo fuerza. Hace poco la economista Mariana Mazzucato, tan citada por el gobierno Petro, se refirió en la revista Cambio no sólo a la importancia de implementar “misiones” específicas –esfuerzos de desarrollo industrial que aúnen liderazgo estatal e iniciativa privada– sino también a la de estructurar centros o laboratorios que se dediquen de modo exclusivo a la innovación constante en materia de políticas públicas. Uno de ellos, según Mazzucato, es el Laboratorio de Gobierno de Chile, una agencia del Estado austral que “tiene el mandato”, ya no de afinar una ortodoxia, maquillar un sistema o aplicar pañitos de agua tibia, sino de “experimentar y fallar”. Si vamos a la página web de la entidad, allí se explica que esta “busca acelerar la transformación de los servicios públicos de cara a las personas”, que utiliza “metodologías colaborativas de diseño”, que se nutre de un “enfoque multidisciplinario”. Asumiendo una “óptica intersectorial”, además, se propone agilizar las “transformaciones del Estado de Chile” mediante un proceso “experimental, colaborativo y basado en la evidencia”. En pocas palabras, el laboratorio es una suerte de The Rehearsal institucionalizado, el punto de encuentro ideal entre las ansias de controlar y la concomitante voluntad humana, ahora tan olvidada, de ensayar.
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*Alejandro Quintero Mächler. Filósofo e historiador. Magister en filosofía y Cultura Ibérica y Latinoamericana. PhD. Latin American and Iberian Cultures (LAIC) en Columbia University.