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–¿Cómo pueden vivir tranquilos ustedes en medio de tanto bombardeo? ‒le pregunto a don Carlos**‒, un campesino productor de cacao de un municipio del norte del departamento del Cauca.
‒Pues le voy a confesar, don Orlando ‒me dice mientras se acomoda en la mesa en donde compartimos un café‒, cada vez que hay un bombardeo, a mí me da diarrea; me ocurre ya no más que sienta el paso de los helicópteros. Es algo impresionante, automático, me pongo muy nervioso, siento el malestar en el estómago y enseguida me manda pal´baño.
‒ ¿Cómo así, don Carlos? ¿Y le pasa siempre?
‒Sí, es inevitable, no le estoy diciendo mentiras, es la pura verdad. Yo ya me acostumbré, entonces lo que hago es echar madrazos, esa es otra de mis reacciones, aparte de encomendarme a Dios y esperar que dejen de sonar los tramacazos. Esto es muy verraco.
Don Carlos es un campesino afrocolombiano que se soporta y se desplaza con un caminador; una de esas estructuras metálicas que simulan cuatro patas y con la que reemplaza la tercera parte de la pierna que le falta, que no sé cómo perdió y por pura falta de confianza no me he atrevido a preguntarle.
Tiene alrededor de unos setenta años, es alto, de buena contextura física, dientes grandes y blancos y su pelo canoso refulge con su piel negra y curtida que refleja el paso del tiempo vivido en la zona rural del municipio de Guachené, en el departamento del Cauca. Es de manos gruesas, anchas; cómo no, si nunca ha hecho otra cosa que trabajar en el campo; en sus uñas lleva el rastro de sus jornadas que día a día comienzan antes de las cinco de la mañana.
Estamos en un salón que nos han facilitado en un edificio de oficinas de Santander de Quilichao. Allí se reúnen cada cierto tiempo algunos líderes campesinos de distintos municipios del departamento, en este caso vinculados a la producción cacaotera, actividad que se ha convertido no solo en una forma de defensa y resistencia cultural sino prácticamente en su única fuente de vida. Nada fácil para una región que, ya nos los explica la diarrea de don Carlos, ha vivido siempre todo tipo de contrariedades.
Don Carlos me responde con esa amabilidad y esa franqueza que lo caracteriza y lo muestra como la persona agradable y bonachona que es:
‒Aquí siempre nos toca decir que estamos bien, pues, ni modo, ya sabe que no solo la diarrea sino también la lengua nos puede castigar el culo. Qué importa que estemos mamados con tanta violencia y tanta guerra, la verdad es que estos últimos días han sido invivibles.
‒No lo dudo, don Carlos‒le respondo‒, si la vivo y la siento yo que la veo por los noticieros o me entero de ellas en los periódicos en Bogotá, ya me imagino cómo será para ustedes que la llevan en el estómago.
‒Sí, es lamentable y cada vez peor, y nosotros los campesinos los más jodidos y los que más llevamos del bulto.
No me explico -Continúa don Carlos, no sin cierta indignación‒ que mientras yo siento los efectos que le cuento, para otros es como si no pasara nada. Se pueden estar dando plomo allá en la loma, pero si usted baja al pueblo va a ver que la gente está tranquila, caminando y comiendo helados en el parque, y los señores jugando cartas y tomando tinto. Son tantos años conviviendo con la violencia que hoy ni un muerto ni diez ni veinte son noticia; es algo tan del día como ir al cultivo a limpiar la maleza o a recoger el cacao. Yo era uno de los que disfrutaban ir a la loma, pues eso por allá es muy bonito, pero hace muchos años que dejé de ir; a mí el miedo, y la flojera, sí me han ganado la batalla.
Don Carlos es parte de una de las muchas familias que viven de la producción de cacao; un producto que están tratando de no dejar morir porque, después de haber sido la estrella de la producción agrícola hace algunas décadas, fue desplazado por el cultivo de la caña de azúcar, que lo relegó a lo que se limita a ser ahora: una fuente básica de subsistencia a la que deben complementar trabajando como jornaleros o con la siembra de algunos productos adicionales como aguacate, plátano, yuca y algunos frutales.
Como líder de una de las organizaciones cacaoteras de la región, conoce como el que más del proceso de producción en finca; sabe cuáles son los mejores tipos de cacao, cuáles ofrecen las mayores ventajas y cuáles son los problemas a que se enfrentan los productores. Por eso desde su organización está pensando qué hacer, con quién hablar para que se les brinde el apoyo con que deberían contar, pues también tiene claro que el cacao es una especie de diamante en bruto al que no se le ha puesto suficiente cuidado y en el que puede estar al menos parte de la solución a los problemas del departamento.
Como es un campesino bien informado, sabe de la crisis por la que está atravesando el cacao en el mundo y de la oportunidad que representa para los productores en Colombia.
‒Mire don Orlando, por la crisis del cacao que usted sabe que hay en África, el precio este año se ha multiplicado más de tres veces. Nos habríamos podido hacer la navidad, pero también sabe que no tenemos suficiente capacidad para responder a los pedidos, pues la producción de nuestras fincas es muy baja. Además, los intermediarios nos tienen jodidos; ellos tienen para pagarle al productor en efectivo, tienen carros propios para ir hasta las fincas a recoger el producto… Por si fuera poco, son los que nos fijan los precios.
‒Sí, don Carlos, conozco muy bien la situación. Pero, volviendo a sus efectos estomacales, ¿toma algún medicamento para la diarrea? Le pregunto porque eso sí que me despertó curiosidad.
‒No, yo ya sé que apenas llegue la calma, el estómago también se tranquiliza. Es cosa de esperar; pueden ser unas horas o a veces días, pero no hay más que hacerle, algo se le debe aflojar a uno cuando el miedo lo sacude. Mejor dicho, para mí, la solución a las consecuencias de esta guerra está en contar con una buena dosis de papel higiénico.
El cultivo de hoja de coca, la minería ilegal, la disputa del control del territorio por parte de los grupos armados ilegales o su confrontación también con las tropas del ejército nacional, que en estos días han estado muy activas, se vuelven insignificantes frente al mal de estómago, que es la manera como uno de los tantos campesinos que a diario viven esta situación somatizan sus consecuencias.
Bueno, aunque eso le podría ocurrir a más de uno; habría que averiguar cómo se comporta el mercado de papel higiénico durante los días en que se incrementan las acciones de combate en la zona; una encuesta rápida en las tiendas o supermercados podría ayudarnos a tener la información; pues, así como don Carlos cuenta, habrá muchos que, pese a que puedan padecer las mismas flojeras, por puro pudor no se atrevan a hacerlo. No debe ser fácil eso de ponerse a contar que no es solo un dicho eso de que uno es capaz de cagarse del susto.
Lo que pasa es que don Carlos es un señor valiente, sin pelos en la lengua, quiere a su gente y piensa que se merecen una mejor calidad de vida. Sabe, está convencido, de que en el cultivo de cacao hay una gran oportunidad.
‒Necesitamos que haya Estado ‒dice‒, que la gente de la cooperación internacional deje de diagnosticarnos tanto; que le pongan remedio a esta guerra porque, si no, en algún momento todos vamos a terminar cagados y ya no habrá papel higiénico que alcance.
**El nombre no es el original para proteger la identidad del personaje.
*Orlando Ortiz Medina, economista de la Universidad Nacional y magíster en estudios políticos de la Universidad Javeriana. @OrlandoOrtizMe4