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Trump ha corroído la capacidad de la sociedad y de las instituciones de dialogar.
A escasos días de la conclusión de un agotador periodo electoral, Estados Unidos se prepara para una elección sobre la cual parece colgar el delicado equilibrio de todo un país. Fronteras afuera, la comunidad internacional observa con anticipación la llegada de una ola que sin duda salpicará el porvenir del resto del mundo.
Sin perjuicio de lo que suceda el tres de noviembre, y lo que se augura como un final de año de alta tensión desde que se conozcan los resultados electorales hasta que comience el siguiente mandato presidencial, Donald Trump ha dejado su singular huella en el panorama político mundial.
Se ha analizado y debatido hasta la saciedad la gestión de Trump y su impacto en la balanza comercial y diplomática de su país enmarcada en una disyuntiva entre el liderazgo global y el aislacionismo, en la política climática y minero-energética, en las relaciones raciales y el rol de la policía en la sociedad o en las complejas reformas a los sistemas de educación, inmigración y salud que demandan, a su manera, ambos lados del espectro político.
Estos asuntos afectarán a unos y a otros de manera dispar en función de su condición, y la evaluación de su manejo por parte de la presidencia dependerá del tinte ideológico de la lupa con la que se inspeccionen. Sin embargo, otro de los resultados de la presencia de Donald Trump en el foro político sea quizás el que más pueda afectar al frágil tejido de la democracia, aunque no sea tan fácil de cuantificar o evidenciar.
Trump, en el ejercicio de la presidencia de los Estados Unidos de América y en su rol como candidato, ha corroído la capacidad de la sociedad y las instituciones de mantener un diálogo público constructivo.
Mientras que la mayoría de gobiernos y políticos del mundo democrático intenta liderar desde los puntos en común – ocultando las controvertidas verdades del poder bajo un manto de cuestiones unificadoras –, Trump ha sido el rostro enrojecido que escupe orgullosamente las insolencias de la corrupción, la discriminación y la híper-capitalización de la política, mientras deslegitimiza la empatía, el consenso y, sobre todo, la verdad.
Este fenómeno es especialmente amargo en un momento en el que la sociedad tiene preocupaciones comunes ante las que, a priori, la verdad es indiscutible, el consenso de las autoridades es prácticamente absoluto y la empatía debería brotar de manera natural. Ante una pandemia irrefutable y la creciente ubicuidad de los efectos del cambio climático, los políticos han sido presentados con una oportunidad única para continuar liderando desde lo común y negociando sobre lo ideológico.
Por supuesto, ni los métodos de Donald Trump son de fabricación propia, ni el resto del mundo está exento de culpa. Sin embargo, mientras Donald Trump continúa con su particular modo de gobernanza de perenne campaña, alimentado por la exposición del ciclo de noticias de 24 horas y las redes sociales, no son tanto sus mensajes, sino el trasfondo de su manera de lidiar con la verdad y con sus contrincantes que resulta profundamente preocupante para la salud de un sistema democrático.
Especialmente, hay ciertos elementos constantes en la retórica “trumpista” cuyo impacto va más allá del deseo de superponer una doctrina o una idea por encima de otra. Estos elementos no son peligrosos desde un el punto de vista ideológico por estar en contra de tus preferencias políticas. Son factores de riesgo para la sociedad debido a su corrosión exponencial del diálogo civil.
El Trumpismo no afronta un debate buscando combatir desde el intercambio de ideas respaldadas por hechos y evidencia. Su punto de partida es que la oposición carece de la legitimidad para participar en la discusión. Va más allá de un argumento ad hominem en el que el rival se desacredita como un emisor válido de un mensaje. Es un mecanismo de ataque en el que no sólo el contrincante jamás será admitido como un rival válido, sino que su palabra nunca gozará de un mínimo ápice de consideración como verdad, por muchos datos o evidencias que lo respalden.
El Trumpismo tasa las transigencias o las concesiones como muestras de debilidad. Es posible que puertas adentro Donald Trump y los miembros de su gabinete exhiban empatía y entendimiento en sus negociaciones, pero la imagen que reciben y emulan sus millones de seguidores no fomenta valores sobre los cuales construir una discusión productiva. Bajo su dogma, dos argumentos opuestos son mutuamente excluyentes y, por lo tanto, la cesión es la muerte de un razonamiento.
Por último, la constante politización y el cuestionamiento hasta de los temas menos controvertidos fabrican discusiones innecesarias, generan un flujo de información imparable e imposible de procesar adecuadamente y dividen, cuña a cuña, la brecha ideológica que separa a la sociedad. Donald Trump no ha construido un muro: ha socavado un conjunto de grietas hasta convertirlas en un acantilado intransitable.
El uso de estos mecanismos genera desconfianza en las instituciones, imposibilita la negociación y desdibuja el concepto de la verdad.
Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. De una u otra forma afecta la vida política de tantos otros países, avivando el círculo vicioso de la polarización, particularmente durante las campañas presidenciales.
En Colombia, donde unos y otros comienzan a calentar motores para un ciclo electoral que empieza a asomar la cabeza, tenemos la oportunidad para remar contra las corrientes invisibles que buscan emplear estos métodos y hacer un esfuerzo por retomar un discurso político y social basado en:
- El uso de la evidencia, para combatir el desdén por la legitimidad de un oponente o un argumento.
- La empatía, como fundamento básico de la conversación, la concesión y la negociación.
- La despolitización de los temas, evitando pre-asignar posturas a partidos políticos y juzgar cada asunto por sus propias características.
Cambiar la forma de hacer política es un ejercicio inalcanzable para la mayoría de nosotros, pero tanto los ciudadanos de a pie como los medios de comunicación tenemos un rol que desempeñar en la forma en la que conversamos con aquellos que no comparten nuestra opinión y en la manera en la que juzgamos tanto a los que nos representan como a sus argumentos.
*Diego Beamonte Cosín, consultor en estrategias de posicionamiento y relaciones internacionales.