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El tema en el fondo no es del número de personas que hablan, se trata de que un abogado exponga y sustente ordenadamente los fundamentos de su postura y que pueda impugnar una eventual decisión adversa.
El 25 de mayo de 2020 fue asesinado George Floyd, inmediatamente las autoridades americanas iniciaron las investigaciones de rigor y el 8 de marzo de 2021 se instaló el juicio en contra del agente Derek Chauvin; el 20 de abril siguiente el jurado lo encontró culpable y, a finales de la semana pasada -el 25 de junio- un juez denegó la solicitud de un nuevo juicio y le impuso una pena de 22 años de prisión.
Entre el homicidio y la sentencia transcurrieron trece meses, la práctica de pruebas y alegaciones tardaron menos de seis semanas y el único reparo por supuesta violación de garantías fundamentales -basado en que el jurado estaría contaminado por provenir del mismo lugar en el que se cometió el crimen- se resolvió en cuestión de días.
Por inverosímil que parezca, cuando en Colombia se tramitó la Ley 906 de 2004, actual sistema de procedimiento penal, se concibió la implantación de un esquema con visos similares al americano, en donde, si bien no se reguló la figura del jurado, sí se dio especial preponderancia a los mecanismos de negociación, de justicia acordada y de terminación anticipada del proceso, cuya utilización sería la regla general, mientras que a juicio solo irían los casos que, con suficiente solidez, fueran estructurados por la Fiscalía.
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Transcurridos más de tres lustros tenemos un sistema colapsado, los mecanismos de terminación anticipada fueron destrozados tanto por la ley como por la jurisprudencia, la fiscalía imputa de manera irresponsable -basada en la absurda “estadística”- y pierde siete de cada diez casos que lleva a juicio. Para agravar esta circunstancia, se ha enquistado una cultura que bien podríamos denominar “falso garantismo”, con muchas manifestaciones, una de ellas, de la que hoy me ocuparé, referida a la creencia errada de que entre más permisivos sean los jueces más legitimidad tendrá un proceso.
El caso del expresidente Álvaro Uribe parece dar muestras de ese falso garantismo; a pesar de que la audiencia en la que habrá de resolverse la preclusión, promovida por la Fiscalía, se instaló desde comienzos de abril, hoy día no se ha escuchado el primer argumento. Llevan meses reconociendo supuestas víctimas y las que ya obran -dejando de lado a Iván Cepeda- cuentan con una muy discutible legitimidad; casualmente estos mismos apoderados son los que piden aplazamientos y la justicia, dócil, ha accedido a sus pretensiones.
Se ha dejado de lado la aplicación de una norma que hubiera permitido avanzar desde el primer día; se trata del art. 340 del Código de Procedimiento Penal, que faculta al juez para limitar el número de representantes de víctimas al de defensores; es decir, si actúa un defensor, solo podrá actuar un representante de víctimas. Los dos eventuales reparos que podría suscitar la aplicación de esta norma son tan solo aparentes.
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En primer lugar, y aun cuando este precepto parece circunscribir tal facultad únicamente al juicio oral, la jurisprudencia de la Corte ha permitido su aplicación en etapas anteriores -como las audiencias preparatoria o la acusación-; adicionalmente, ha señalado que si bien la Corte Constitucional declaró inexequible una disposición que autorizaba a fiscales a hacer estas limitaciones en la etapa de investigación, tal pronunciamiento se dio cuando las víctimas no contaban con las prerrogativas con las que actualmente gozan dentro del proceso penal. Súmese a ello que, en la práctica judicial, cuando concurren pluralidad de víctimas a audiencias ante los jueces de control de garantías, esta disposición se aplica sin reparo alguno.
En segundo lugar, podría afirmarse que, dadas las particularidades de este caso -en donde Fiscalía, Ministerio Público y defensa coinciden en apoyar la preclusión- se requeriría de mayor número de víctimas para restablecer un equilibrio. Tal apreciación tampoco es correcta; así como la defensa, como regla general, debe enfrentarse a las posturas armónicas de Fiscalía, Ministerio Público y víctimas, y se ha dejado claro que tal circunstancia no enrostra vulneración alguna de garantías fundamentales, también en este escenario un solo vocero de víctimas puede desempeñar adecuado rol.
El tema en el fondo no es del número de personas que hablan, que en la mayoría de los casos lo único que buscan es protagonismo, se trata de que un abogado exponga y sustente ordenadamente los fundamentos de su postura y que pueda impugnar una eventual decisión adversa.
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Garantizar derechos fundamentales no es permitir que un letrado hable por horas -diariamente en la práctica judicial los funcionarios suelen limitar las intervenciones de los sujetos procesales-, tampoco que si un defensor apela en diez minutos, se le conceda a un “no recurrente” más de una hora en el uso de la palabra y, mucho menos, que se permita explicar conceptos básicos sobre qué es una víctima, requisitos para su reconocimiento, cuando son argumentos ampliamente conocidos por los jueces. Lo propio puede decirse de suspender audiencias, a la espera de que un superior confirme o no un reconocimiento de víctimas, cuando es la misma ley la que ordena, en esos casos, dar continuidad.
En idéntico sentido, la presencia de las víctimas no es indispensable para adelantar ninguna audiencia: así entonces, paradójicamente, estos aplazamientos, que aparentemente se dan para garantizar sus derechos, al único que benefician es al procesado; desde ya podría anticiparse que esta causa, con el tiempo que lleva desde que se dio la vinculación, el período probatorio que deberá agotarse y las decisiones que serán recurridas -no solo ante el Tribunal sino luego con las tutelas hasta que la Corte Constitucional dicte la última palabra-, en el evento, probabilísticamente inviable, que se decidiera acusar al expresidente, ya la prescripción está garantizada.
*Dr. Iur. Mauricio Cristancho Ariza, abogado penalista, @MCristanchoA