Fotoshow: El gallo Mauricio

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La ley francesa protegió los derechos que tienen todos los gallos del mundo a cantar cuando se les plazca.

La que está por fuera del corral y vestida de rojo es Corinne Fesseau. El que recibe la comida es el gallo Mauricio. Me refiero al que está en primer plano, también vestido de rojo. Fíjense que en el fondo hay un gallo negro (mirando hacia otro lado). No, el protagonista de esta nota es Mauricio, gallo al parecer responsable de un exceso de alegría debido (supongo yo) no al alimento que le prodiga Corinne sino a la gallina que lo acompaña (favor mirarla). Ocurrió en Saint-Pierre-d’Oléron; algunos vecinos humanos de Mauricio entablaron una querella porque hacía mucho ruido.

Pero, la semana que pasó, con todo y coronavirus, fueron protegidos sus derechos por la ley francesa. Los derechos que tienen todos los gallos del mundo a cantar cuando se les plazca. Los legisladores aprobaron una ley que preserva “la herencia sensorial del campo”. Asunto que, según la jurisprudencia, incluye, además de los cantos de los gallos, la eufórica alegría de las gallinas, el repique de las campanas de las iglesias, el olor a estiércol procedente de un establo cercano (se incluyen aquí todos los mamíferos productores de estiércol). Pero también el canto (o murmullo) de las cigarras o el croar (o canto) de las ranas (y se incluyen los sapos). Y los graznidos (¡cómo no!) de patos y balidos de ovejas y relinchos de caballos. Rebuznos de burros no podían faltar. La ley francesa es, como se diría hoy, incluyente.

Es de anotar que los ruidos, olores y paisajes del campo suelen molestar tan solo a los habitantes de las ciudades. Ellos fueron quienes, en este caso, protestaron en Saint-Pierre-d’Oléron. Y la disputa se debió, como tantas otras cosas de nuestros días, a la pandemia, pues, debido a ella, los habitantes urbanos han decidido irse a vivir a los campos sin haber tenido en cuenta que, en el campo ya vivían, desde hace bastante tiempo, otros seres vivos que tuvieron desde siempre su libertad de ser.

Los nuevos inquilinos quieren un campo limpio y silencioso, atributos que no tienen las ciudades pero que ellos admiten allí y no en el campo. En la ciudad parece que disfrutan de los olores del dióxido de carbono pero en el campo aborrecen el del estiércol de las vacas, y son felices con los chirridos de los buses pero no permiten ni un asomo de los cantos de los gallos y mucho menos del cacarear de las gallinas o el zumbido de los mosquitos. Si un caballo relincha ponen una tutela y a los insectos riegan con insecticidas previamente comprados en los ascépticos supermercados de las ciudades. El ministro de la vida rural de Francia, Joël Giraud, que parece un hombre sensato, explicó a los querellantes de Mauricio: “La vida en el campo significa aceptar algunas molestias”. No entendieron. De manera que él, un gallo galo (para más señas) habrá de seguir cantando para repetirnos (a todos) que una de las razones de la crisis que vivimos es la armonía que perdimos entre nosotros y los demás seres vivos.

El proyecto de ley fue aprobado por la Asamblea Nacional y la cámara baja del Parlamento de Francia. Consenso total. Pero los habitantes recién llegados (me dicta mi fuente) son del Centro Democrático de allá y no admiten sentencias que contradigan sus santas voluntades. Seguirán cacareando, digo yo.

*Manuel Guzmán Hennessey, consultor en temas de sostenibilidad, profesor de la Universidad del Rosario, Director General de Klimaforum Latinoamérica Network KLN, @GuzmanHennessey

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