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Es por eso que el discurso de Gustavo Petro encarna, a mi parecer, lo que reza en el título de este escrito: el poder de la utopía.
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El agotamiento del modelo neoliberal a escala global, la ineptitud, la corrupción, la sordera, la arrogancia, la criminalidad, y el propósito diabólico de hacer trizas la paz del gobierno de Iván Duque, sumado a su gestión clasista, errática, y aporofóbica de la pandemia, ha hecho del régimen uribista narco-paramilitar que gobierna Colombia un mundo no deseado, que es lo que significa el término distopía.
En ese contexto, el discurso de corte socialdemócrata y liberal de Gustavo Petro, aparece como un bálsamo, como una tabla de salvación, en una coyuntura electoral que amenaza, ya no solo con perpetuar el régimen uribista, sino con un salto al vacío, con una salida totalitaria y fascista de la crisis económica, política y social en que se debate el país.
De raíces bolivarianas, marxistas, cristianas y nacionalistas, el discurso de Petro emerge como una alternativa de izquierda; pero también como un rescate de las ideas y del proyecto inconcluso del liberalismo progresista del siglo XX. Rafael Uríbe Uríbe y Alfonso López Pumarejo aparecen como referentes frecuentes de su retórica electoral. Y el acuerdo sobre lo fundamental, matizado en clave de paz y reconciliación, que el líder conservador Àlvaro Gómez Hurtado rescató del acervo funesto de su padre, se hizo recurrente en las arengas que antecedieron a la creación y al lanzamiento del nuevo proyecto político que encierra el Pacto histórico.
Si en la palabra hablada, Petro rememora al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, en la palabra escrita casi nunca se olvida del Nobel colombiano Gabriel García Márquez. Y en economía, en su voz no se escucha un Karl Marx o un John Maynard Keynes, a pesar de los vasos comunicantes y de la cantidad de ideas que su programa político comparte con esas escuelas de pensamiento económico y político. No obstante, Petro prefiere las selfies con Thomas Piketty, el joven y controvertido economista francés, que tras sus arengas es uno de sus autores predilectos, en lo que concierne a la igualdad, la hacienda y la justicia social.
Consciente de que la mezcla de El contrato social de Rousseau y del Quijote de la Mancha de Cervantes era explosiva, y que constituía una cátedra formadora de revolucionarios, el discurso de Petro ahora cabalga firme entre aglomeraciones humanas, entre banderas rojas, amarillas y verdes, entre wiphalas indígenas, entre estandartes arco iris del movimiento LGBT, y entre consignas, canciones, y caravanas; que semejan la epopeya del Quijote, contra esos gigantes molinos de viento, que simbolizan el régimen que hay que derrotar.
Es innegable, el discurso de Petro conecta, convoca y congrega, porque se muestra como una revelación de la historia y del país, porque se escucha como una síntesis crítica y a su vez esperanzadora, subversiva y atemporal de la realidad. Es un discurso que muchos quieren descifrar, cuestionar, comentar y compartir, pero sobre todo escuchar, en algún teatro, en alguna plaza, en un debate televisivo o en un parque popular.
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Se trata de una extraña mezcla de realidad y ficción, de soluciones que en el espacio se ven viables y que en el tiempo parecen imposibles. Es un discurso que llama a la controversia, que provoca la conversación y el disenso, pero que invita al consenso, y sobre todo a la acción. Es lo que yo llamo el poder de la utopía, que significa el mundo deseado. Y es en esa simbiosis que radica la fragilidad y la consistencia, la repulsión y la seducción del discurso de Petro, y en general del programa del Pacto histórico: en crear la esperanza y al mismo tiempo el miedo al cambio por generaciones inculcado. No obstante, ahí radica también, a mi entender, su ascenso político, y seguramente, creo yo, se cifra su poder de convicción.
En Petro la utopía no parece imposible, sino un espacio objetivo enmarcado en las fronteras de lo real. La utopía deja de ser entonces ese lugar imaginado e inexistente, para ser lo que en realidad siempre ha sido: la conciencia crítica, velada o abierta, de la sociedad; la conciencia crítica, velada o abierta de la necesidad.
Es por eso que las promesas que parecen irrealizables, en el marco espiritual de la utopía se vuelven realizables, y lo que la derecha estigmatizó como populista, la gente se lo apropió y lo volvió petrista. Porque la utopía es la impronta de toda religión, de toda comunión y de toda revolución, y sin la utopía, ningún proyecto de transformación social es posible.
Porque entre las necesidades y los sueños se debate la existencia humana, y cuando la utopía germina, cuando se difunde, y adquiere la grandeza y la magnitud de los sueños, la dimensión del heroísmo, la utopía se convierte en la materia prima de la conciencia y en una base indeleble de la identidad. Porque los sueños mismos no son otra cosa, que una de las expresiones recurrentes de la utopía, de la necesidad, de la emancipación y de la libertad.
¿Qué es entonces la utopía? ¿En qué radica su poder? Ya lo dijimos, pero hay que escucharlo en otras voces, del presente y del pasado, en otros pensadores que la descubrieron y que la releyeron : Las utopías según Karl Mannheim (1956), son « estados de espíritu […] fuera de la realidad, [que al mismo tiempo] tienden a romper las cadenas del orden existente ». « Sin la utopía – agregaba Mannheim -, ninguna comprensión del mundo es posible ».
«La utopía es ante todo una metáfora de la situación humana » escribió, por su parte, Alistair Fox (1982). La utopía – escribió George Kateb (2009) -, es una palabra que nos remite a la posibilidad que tienen los hombres de « hacer y rehacer sus vidas no condicionados por la insuficiencia ni por el miedo de una muerte violenta ». Y el poeta británico Oscar Wilde (ídem) concluyó: « El progreso es el resultado de las utopías », y la misma utopía es « […] el país donde la humanidad siempre vuelve ».
Es por eso que el discurso de Gustavo Petro encarna, a mi parecer, lo que reza en el título de este escrito: el poder de la utopía.
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*León Arled Flórez, historiador colombo-canadiense.