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Ellos ven que el paro fracasó; aquí vemos cómo el paro develó el fracaso histórico del Estado oligárquico. Dicen que fracasamos porque ya se asustaron con el baile de las y los que sobran. No hemos fracasado; apenas estamos empezando.

Colombia, aparta de mí este cáliz
¿Cuántas veces he sentido que ya no puedo soportar más? ¿Cuántas veces he querido alejarme de todo, romper con todo y encerrarme en un lugar donde no lleguen más las noticias? Es tentador un lugar sereno… es tentador caer en la indolencia y decir ‘siempre será igual, nada cambiará’. Es tentador decir ‘hemos luchado por más de 50, 60, 80 años y todo sigue igual, nunca cambiaremos nada’.
Después del fin de la Guerra de los Mil Días (1899 – 1902), uno de los antiguos generales liberales, Benjamín Herrera, le escribió una carta a un presidente de Colombia, pidiendo justicia para los excombatientes asesinados en indefensión, luego de dejar las armas. Años después, Gaitán leería la Oración por la paz (1948) donde denunciaría, de nuevo, los asesinatos de liberales. Dos meses después asesinaron a Gaitán. ¿Nos suena familiar esa historia? ¿Qué ha cambiado?
¿Cómo creer que Colombia, ahora sí, cambiará? ¿Cómo creer que somos la generación afortunada que, tras cien años de soledad, pudo respirar algo de democracia? ¿Seremos, acaso, tan afortunados? La experiencia juega para romper estas esperanzas y las muertes, mutilaciones, desapariciones y descuartizamientos nos devuelven a la realidad.
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La salida fácil sería callarnos, moderar nuestro discurso, olvidar las grandes demandas y ser “pragmáticos”. La salida fácil sería reconocer en el Estado una institución creíble, con quien podemos pactar, y, si la cosa está muy jodida, “protestar” sin gritos, sin bloqueos, cuando nos den permiso. Así, quizá, no nos maten. Siempre, en medio de todo, de repente, surge una voz que dice ‘¿sí ven? no despierten al monstruo’. En Colombia, ‘el paramilitarismo sigue presente y puede matar, y mata; no lo despierten’. Y sigue la voz: ‘por eso no hay que jugar con candela, encierren y voten por la persona que no asuste a ese monstruo’. La voz tienta nuestras debilidades, pero, si alguna vez queremos seguirla y recostarnos en el cómodo árbol del olvido, el grito del movimiento popular estará presente ‘¡NO! ¡No olvidamos! ¡No abandonamos la lucha!’ La mejor manera de recordar a nuestras compañeras y compañeros caídos no es con lágrimas silenciosas, sino en la continuación de la lucha.
La realidad colombiana nos presenta un cáliz donde la esperanza está mezclada con dolor. ¿Tiramos el cáliz o lo apuramos? El movimiento popular ya dio la respuesta: bebamos el cáliz y lo que ha de ser sea. Esta actitud no es de mártires ni de corderos de sacrificio; es la única actitud solidaria y eficaz que cabe en estos momentos. Sólo la lucha, en calles y urnas, puede construir un país donde no sucedan más estas atrocidades. ‘La lucha puede traer más muertes, sí, y por ello tenemos que protegernos y, por eso, la solidaridad entre nosotros tiene que multiplicarse. Nadie marcha para que lo maten; todas las personas que protestamos queremos ver la nueva Colombia democrática, libre y en paz, que saldrá de estas movilizaciones. Dejar la lucha es dejar al país en manos de la impunidad; es dar una victoria al miedo y a la sonrisa irónica de la oligarquía que dirá ‘ganó la gente de bien, logramos asustar a los vándalos’.
Continuar la lucha hoy significa cuidar la vida de hoy y mañana. La movilización nos permite espacios de protección como la Primera Línea; permite que nuestros dolores no queden en soledad, sino que se vuelvan ganas y razones para continuar. ‘Que tenemos diferencias’, sí, tenemos diferencias; ‘que a veces estamos confundidos’, sí, eso es normal en cualquier movimiento. Pero diferencias y miedos no se arreglan en quietud, sino en el movimiento mismo de las luchas sociales. Además, por más que difiramos en algunos detalles, sabemos que queremos construir democracia y sabemos que esa democracia implica que no haya hambre ni guerra, que haya trabajo, educación y vivienda digna. Debemos tener claro que esta democracia no es la misma que defiende la oligarquía; esta democracia nuestra es una construcción popular.
El General Plazas Vega, mientras incendiaba, con personas dentro, el Palacio de Justicia, regaló a los medios de comunicación la frase: ‘[Aquí estoy] manteniendo la democracia, maestro.’ Situémonos, un momento, en lo que sucedía. La Presidencia y el Congreso, escondidos y temerosos, dejaron el poder en manos de los militares, mientras el tercer poder público, el judicial, era, literalmente, incinerado en su Palacio. El ejército incendió el Palacio de Justicia y una de sus balas, según la Comisión de la Verdad, asesinó al Presidente de la Corte Suprema, el Doctor Alfonso Reyes Echandía. Quemar, matar, desaparecer, ¿por qué se hizo todo ello? ‘Para defender la democracia.’ Lejos de ser este un cruel chiste, típico de Colombia, los militares decían y dicen eso en serio. Es como si le preguntáramos a alguien del Ku Klux Klan que porqué se unió a ese grupo y él contestara: ‘para luchar contra el racismo, maestro.’
La frase de Plazas Vega pudo haber pasado a la historia colombiana de la infamia, pero lo cierto es que fue y es paradigma de un discurso muy repetido por las fuerzas militares y policiales. Cuando el General Zapateiro fue enviado a Cali para apoyar las labores del Esmad, el discurso que dio se centró en dos partes: ‘ustedes, los del Esmad, son unos héroes”’y ‘aquí estamos para proteger la democracia y las instituciones’. ¿Qué hay en esa palabra, democracia, que justifica violaciones, mutilaciones, desapariciones? No olvidemos que los paramilitares nunca dijeron que querían una dictadura; todo lo que ellos hicieron fue para ‘defender la democracia’. Si militares y paramilitares dijeran ‘aquí estamos para instaurar una dictadura militar, machista, racista y oligárquica’, confrontarlos ideológicamente sería mucho más fácil. Pero no, hablan de democracia. ¡Hasta los ‘falsos positivos’ se hicieron en nombre de la democracia!
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No nos dejemos confundir. La “democracia” de la oligarquía es solo una palabra, una alfombra que se ha usado hábilmente para esconder la realidad. Por ello debemos rechazar, tajantemente, cualquier acercamiento a su idea de democracia. Podemos usar sus instituciones, a través del voto popular, pero este uso debe estar encaminado a cambiar el Estado, no a fortalecerlo. Que quede bien claro: ¡Un país donde jóvenes manifestantes aparecen muertos no es una democracia! ¡No lo es! En Colombia, la democracia está por construir y esa construcción no puede darse sino desde las luchas barriales, estudiantiles y campesinas, las luchas feministas, las resistencias indígenas y negras. Nuestra democracia está por venir y la estamos construyendo desde la diversidad.
El paro nacional no es un mero movimiento de protesta; es un movimiento radical de cambio de valores. ¡Estamos cambiando el significado de la democracia! Por eso, el miedo de la oligarquía; por eso, no nos perdonan que saliéramos a protestar. La oligarquía ha entendido bien que nuestro movimiento no es superficial, pues apunta a los problemas estructurales del Estado. ¡Claro que a veces dan ganas de apartar el cáliz y llorar y alejarnos de todo! Pero la única garantía que tenemos para frenar esta atrocidad es continuar la lucha. No tenemos más garantías. ¿Descansar? Ya habrá tiempo para ello.
¿Marchar va a menguar nuestro dolor? No, las atrocidades no dejarán de doler, seguramente no dolerán ni un poquito menos, pero nos dolerán, en compañía, y eso ya es algo… es mucho. Lejos de querer abrazar un fatalismo cristiano, creo sinceramente que está bien que sintamos el dolor. El paro nos ha ayudado a aguzar los sentidos, a sentir(nos) mejor y más; un país que no siente las injusticias es un país sin esperanzas. Cuando nos abrimos al cambio, nos abrimos al dolor; nos abrimos a sentir una realidad que había pasado subterráneamente, y de la que habían querido que sólo nos llegasen las cifras que no sangran ni lloran. Sintamos; no hay de otra para cambiar este país.
Abrirnos al sentimiento implica dejarnos afectar, sentir incomodidades, angustias y dolores, pero esta oscuridad no es el paisaje completo, pues al abrirnos nos abrimos también al amor, al amor eficaz del que hablaba Camilo Torres Restrepo. Abrirnos al sentimiento implica dejar atrás categorías fijas, con las que creíamos arreglar todo y dejar que la realidad cambie nuestras concepciones y seguridades. Al igual que sucede en el enamoramiento, lo que llega a fascinar en este proceso no es la seguridad sino aquel espacio que no tenemos controlado y nos sorprende. Como dice San Juan de la Cruz: “Por toda la hermosura / Nunca yo me perderé, / Sino por un no sé qué / Que se alcanza por ventura.” Es ese no sé qué, esta falta de seguridad, el espacio en el que se construye la Colombia que antes era impensable desde la categoría cerrada y rígida que nos habían impuesto de ‘democracia’.
En este paro, estamos aprendiendo constantemente, nos equivocamos, nos dolemos, pero aprendemos. Aprendemos como cuando aprendemos a conocer a otra persona; cuando nos abrimos a enamorarnos, nos abrimos a lo desconocido, nos abrimos a aprender otro lenguaje de pequeños gestos, matices, intuiciones, silencios, cambios y miradas. Como en un baile, al principio las manos son inciertas y torpes, pero luego esa incertidumbre felizmente se pierde en el mar, que es el cuerpo de la otra persona, y vamos navegando y vamos construyendo y deconstruyendo.
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Puede que suene cursi lo que acabo decir sobre el amor, vale, pero entendamos que el amor no está desligado de la rabia y la justa indignación. Esta indignación, sin embargo, no nos puede llevar a los ánimos vengativos. La venganza implica, como dijo Nietzsche, detenerse una y otra vez sobre el pasado; la vida, en cambio, avanza. La venganza implica pagar con la misma moneda – diente por diente – e implica que usemos sus mismas formas y ello no puede pasar porque nuestra realidad es diferente, y la lucha no es para reemplazar un poder autoritario por otro, sino para cambiar la estructura misma de lo que han sido las instituciones del poder en Colombia.
Hace poco vi una columna intitulada: ‘¿Por qué fracasó el paro?’ ¡¿Qué?! ¿Fracaso? ¿Dónde? No quiero comentar semejante despropósito, sólo quiero hacer hincapié en una cosa: el problema actual no es cómo interpretamos la realidad, sino la realidad misma. La realidad que ve el Gobierno y la que ve el movimiento popular no son la misma realidad. Ellos ven cifras; aquí vemos personas. Ellos ven vándalos; aquí vemos el nacimiento de una democracia radical. Ellos ven una democracia quieta que está en peligro de moverse; aquí vemos cómo confluyen, desde todos los rincones del país, las semillas de una verdadera democracia. Ellos ven que el paro fracasó; aquí vemos cómo el paro develó el fracaso histórico del Estado oligárquico. Y vamos más allá, no nos quedaremos sólo con develar el fracaso del Estado, pues vamos consumando este fracaso, lo terminaremos de una vez por todas y, desde ahí, construiremos un nuevo país. Dicen que fracasamos porque ya se asustaron con el baile de las y los que sobran.
Pero no hemos fracasado; apenas estamos empezando.
Canción a escuchar: Cálice (Cale-se). Chico Buarque & Milton Nascimento.
*Nicolás Martínez Bejarano, filósofo de la Universidad Nacional y estudiante de la maestría en historia del arte. Investigador sobre filosofía medieval y estudios visuales. @NicolasMarB