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Duque no parece el tomador de decisiones en materia de seguridad; los militares, bajo las órdenes de Álvaro Uribe, sí.
Les quiero contar una historia que se mezcla con mis recuerdos de infancia. Juan María Bordaberry, digno representante de la “gente de bien”, que portaba uno de los apellidos más prestigiosos de las familias ganaderas del país, llegó a la presidencia de Uruguay en 1972 a través de las urnas. Pronto se convirtió en el vocero de los militares, les cedió el poder y, dieciséis meses después, se puso al frente del golpe de Estado. Nunca renunció. Los uruguayos conocemos bien eso que llaman “gobierno cívico-militar”. Y tenemos nuestras versiones perversas de títeres útiles.
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Estamos presenciando la “bordaberrización” de Colombia. Iván Duque parece haberse entregado a los militares. De hecho, el decreto 575 del 28 de mayo de 2021 constituye, en la práctica, un golpe de Estado a las autoridades locales elegidas por voto popular.
Para todos efectos prácticos, estamos viviendo bajo estado de conmoción interior de facto, mas no de jure. Duque evita la declaración de la conmoción interior para evadir el control constitucional y, por eso, acude a la figura de la asistencia militar para poner a soldados en las calles de las ciudades.
El decreto ordena a los gobernadores de Cauca, Valle del Cauca, Nariño, Huila, Norte de Santander, Putumayo, Caquetá y Risaralda y a los alcaldes de Cali, Buenaventura, Pasto, Ipiales, Popayán, Yumbo, Buga, Palmira, Bucaramanga, Pereira, Madrid, Facatativá y Neiva coordinar con militares el desarrollo de la asistencia. ¿Qué es esto sino la instauración de gobiernos locales cívicos-militares?
Los bloqueos, no solo han costado vidas y afectado derechos de no manifestantes, también juegan en contra de la maltrecha seguridad alimentaria colombiana. Dicho esto, ni jurídica ni políticamente se justifica la militarización de departamentos enteros para retirarlos, un camino peligroso que puede terminar en baños de sangre. La orden despoja a las autoridades locales de la alternativa de la negociación, que muchos de ellos privilegian.
También exige el Presidente decretar el toque de queda “en caso de necesidad”. ¿Cómo se valorará cada caso? En coordinación con los militares. Ni una palabra de respeto a los derechos humanos, ni de reconocimiento del derecho a la reunión pacífica, ni de los derechos de los manifestantes. El Presidente, como el uribismo que representa, ha reducido la narrativa de la protesta a la violencia.
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Según la Constitución, los gobernadores son agentes del Presidente en materia de orden público. Nada más. El decreto les obliga a “adoptar las medidas, e implementar los planes y acciones necesarias para reactivar la productividad”. Una vez más, ¿cuáles serán esas medidas y esos planes? Se decidirán en consulta con militares porque exigen el fortalecimiento de “controles de seguridad”.
Procede luego el Presidente a amenazar con sanciones a los gobernadores y alcaldes. ¿Sanciones de quién? De Fiscalía y Procuraduría, los órganos que él controla.
Duque no parece el tomador de decisiones en materia de seguridad; los militares, bajo las órdenes de Álvaro Uribe, sí. Así lo ha hecho saber el jefe político del Centro Democrático con sus mensajes por Twitter, que no son más que instrucciones a seguir.
La delegación de poder sí acarrea consecuencias. A Bordaberry los juicios por violaciones de derechos humanos lo persiguieron hasta su muerte. Debido a su avanzada edad, cumplía casa por cárcel cuando falleció.
Los uruguayos lo sabemos por experiencia: un civil electo puede convertirse en el sepulturero de la democracia.
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*Laura Gil, politóloga e internacionalista, directora de La Línea del Medio, @lauraggils