Justicia presencial, de regreso al pasado

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El retorno a la presencialidad en la justicia debe darse manteniendo los avances que dejó la pandemia – principalmente en sede de virtualidad – incentivando muchos de ellos, ajustando otros, pero nunca desconociendo sus innegables ventajas. Obrar en sentido contrario sería casi un salto suicida a nuestro bochornoso pasado.

Impresoras colgadas en las entradas de los juzgados fue el gesto de protesta con el que los servidores de la justicia, tan solo pocos años atrás, quisieron evidenciar la precaria situación de suministro de implementos básicos para laborar a la que se habían visto sometidos por años. Estos funcionarios, como regla general, laboran más de ocho horas diarias y, previamente a la pandemia ‘aportaban’ alguna cuota mensual para tener café y agua en sus despachos y, en no pocas ocasiones, asumían gastos de impresoras, tinta y papel, dada la paquidérmica gestión del Consejo Superior de la Judicatura.

Desde hace casi año y medio las cuarentenas, sus simulacros, aislamientos, toques de queda y esa necesidad de mantener la prestación del servicio de justicia, llevaron a que los funcionarios judiciales, forzosamente, actualizaran sus ordenadores personales y mejoraran los servicios de Internet tanto en sus móviles como en sus hogares. Se trata de un costo enorme, silenciosamente socializado, que ha beneficiado la prestación del servicio, que se ha ahorrado la rama judicial y que muchos servidores asumieron con generosidad, algunos de ellos dando por compensados el ahorro en transporte, la valiosa estabilidad laboral en estas épocas y la gran fortuna de compartir más tiempo en su núcleo familiar.

Días atrás la Fiscalía General de la Nación, mediante circular del 01 de septiembre, dispuso ‘el retorno para la prestación de servicios de manera presencial en la modalidad de alternancia de todos los servidores y colaboradores de la Fiscalía (…)’; y el Consejo Superior de la Judicatura, en circular del 26 de agosto, determinó: ‘para garantizar la prestación del servicio de justicia, a partir del 1º de septiembre de 2021 se retornará gradualmente a la presencialidad’.

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Evidentemente, el país debe direccionarse hacia lo que se ha bautizado la ‘nueva normalidad’. Necesitamos que muchas actividades que han disminuido su operatividad nuevamente retomen su giro ordinario, pero tal paso, por lo menos en términos de justicia, debe darse manteniendo los avances que dejó la pandemia – principalmente en sede de virtualidad – incentivando muchos de ellos, ajustando otros, pero nunca desconociendo sus innegables ventajas. Obrar en sentido contrario sería casi un salto suicida a nuestro bochornoso pasado.

Dentro de esos avances, se destacan la posibilidad de hacer una audiencia con sus participantes ubicados en distintas partes del país, la facilidad con la que un profesional del derecho puede atender en la mañana un juicio en Cartagena y en la tarde otro en Pasto – lo que antes hubiera implicado el necesario aplazamiento de alguno de ellos -, la radicación de denuncias, demandas y memoriales escaneados vía correo electrónico – sin filas y sin esos odiosos sellos de ‘recibido’ -. La digitalización apresurada de expedientes saldó parte de una deuda pendiente y la erradicación de excusas baladíes – en ocasiones ofensivas- de sujetos procesales que, ya fuera aduciendo un trancón, el retraso de un vuelo, la prolongación de otra diligencia o un malestar en su salud de último momento – lograban suspender audiencias en nuestro bien apodado sistema penal ‘aplazatorio’.

Los traslados de las personas privadas de la libertad a las dependencias judiciales ya no son necesarios, circunstancia que reflejará disminución de transporte, personal y riesgos de seguridad. El trámite virtual de la tutela ha economizado los costos que comportaba el envío a la Corte Constitucional de todas las sentencias que se profieren en el país para su eventual revisión.

La reducción del uso del papel es un avance medioambiental que merece reconocimiento, un significativo ahorro presupuestal en tal rubro y un aligeramiento del peso de los edificios que, en varias sedes judiciales, alcanzaron a amenazar ruina. Gastos relacionados con el pago de servicios públicos, seguridad en los edificios y aseo debieron mermarse; lo propio habrá ocurrido con impresoras, tinta y papel, o gasolina, llantas y aceite de los vehículos asignados a algunos funcionarios. 

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Si bien es cierto en algunas oportunidades se presentan retardos absurdos – e irrespetuosos – para dar inicio a alguna audiencia o se suscitan algunos inconvenientes en conectividad, también son conocidos protocolos, como en la Corte Suprema de Justicia, en donde días antes a cualquier audiencia llaman a verificar la calidad de la señal y exigen un ‘plan B’ con el teléfono móvil.

Con la pandemia – y la virtualidad – inclusive se acabaron las protestas en la rama judicial a las que ya nos habíamos acostumbrado cada año y que anunciaban la cercanía de la vacancia judicial. Bastaba con poner un par de baldes, un bafle y un lazo para obstaculizar la justicia del país. Con la virtualidad, los anuncios de paro fracasaron, en tanto las audiencias se hicieron en completa normalidad.

No tiene sentido que, si la gran mayoría de diligencias pueden desarrollarse de manera virtual, la decisión sea retornar al caos al que nos acostumbramos antes de la pandemia. Definitivamente, hay audiencias que requieren ser presenciales, a modo de ejemplo, en materia penal, cuando se va a escuchar a los testigos de cargo – o de descargo – nada mejor que poder garantizar que no desvíen sus miradas a algún oculto asesor, que no pierdan de repente el audio o que, intempestivamente, no se les corte la señal de Internet.

También se demanda que sean presenciales aquellas audiencias en las que se requiera de algún experto para que adelante alguna prueba grafológica o cotejo dactiloscópico de algún documento indubitado, o cuando se requiera que algún miembro de una junta directiva reconozca su firma en un acta o que el girador de un título valor certifique la suya. Pero la programación de esas precisas audiencias presenciales puede ser perfectamente concertada con el juez.

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Mientras en otras latitudes la justicia se proyecta a la implementación de la inteligencia artificial, aquí se pretende que nuestros funcionarios retornen a trabajar con computadores sin cámara, a que padezcan un servicio de Internet intermitente o a que instalen audiencias en cuyas salas solo se graba voz y no imagen. Tampoco tiene sentido que los litigantes debamos acudir obligatoriamente a los juzgados cuando ni siquiera se cuenta con servicio digno de baño. 

La virtualidad llegó para quedarse y quienes administran la justicia, Fiscal General y Consejo Superior de la Judicatura, no pueden empeñarse en desconocer esta realidad; más bien deberían sembrar las semillas hacia la ‘e-justicia’, ponderando desde ya que tal vez no haga falta arrendar esos vetustos, onerosos e incómodos edificios, sino que debemos ir pensando en juzgados y tribunales virtuales.

*Dr. Iur. Mauricio Cristancho Ariza, abogado penalista, @MCristanchoA

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