La bailarina de nuestra señora

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Con la leve sonrisa de siempre, entiendo que estoy disculpado y redimido de mi error. Para ella no existe la culpa.

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La primera vez que la vi era primer viernes, lo supe porque mi madre musitó desde el fondo de la casa: “hoy es día de maitines” y algunas señoras que conocía de vista caminaban en procesión silenciosa con sus velos inmaculados sobre sus cabezas rumbo a una vieja ermita que quedaba al doblar la casa. Iban al rezo de la tarde. Recuerdo que ese día llevaba su cabello recogido en una cola caballo que le daban una extraña belleza, hierática, y adusta parecida a un guerrero mongol. Su hermoso rostro lo eclipsaba unas gafas oscuras. Llevaba puesto unos blue jeans desgastados a la cadera. En esas caderas inexploradas sobresalían dos hoyitos similares a dos pequeños remolinos. Los remolinos de mi concupiscencia. En sus brazos sobresalían varios aderezos orientales que oscilaban de arriba abajo. En medio de sus turgentes senos, se ahogaba la imagen elaborada en plata de un crucificado. La pañoleta hindú que surcaba su cabeza dejaba ver con claridad su condición panteísta de la vida. Esta mujer no es de este mundo – pensé. Por el mismo andén venía un transeúnte que se unió a mi cruzada de admiración suspirando: “se están cayendo los ángeles del cielo”. De todas formas, los ángeles no son de este mundo – le dije al desconocido. Sus ademanes sibaríticos y femeninos, propio de la gente que no es decente, le hacían tomar un aire desafiante como diciendo: ¡mundo aquí estoy! Sin saber que yo era de este mundo, ignorando que la observaba se alejó.

Desde ese día monté guardia silenciosa en la cafetería que estaba al otro lado de la avenida. Guardia inofensiva al estilo suizo de bostezos, tintos y cigarrillos, esperando otra señal de vida. Señal que provenía de la ventana de vidrio cuando sudaba por el aire acondicionado o el sauna al otro lado cuando arrancaba produciendo un ronroneo parecido al arranque de un reactor nuclear.

Hoy es el quinto día de guardia. Nada sucede, nada pasa, nada se mueve al interior de esa casa; solo la mirada de la empleada de la cafetería que se está mareando conmigo porque esta semana muy a mi pesar le he consumido tintos y cigarrillos. Mi atención se exacerba cuando veo el garaje automático subir lenta y pesadamente como un puente levadizo, vomitando un lujoso auto de vidrios ahumados que casi revientan por el “pum pum” de la estridente música que escucha la gente que no es decente; las farolas oblicuas le dan una imagen agresiva de felino. Raudo se pierde en la lejanía, levantando a su paso confetis y papeles del reluciente asfalto. Mi esperanza se desvanece.

Por la claraboya de la cafetería observo un cielo azul si una sola nube, indiferente a mi preocupación, surcado velozmente por un jet plateado, fulgurante como la hoja de un cuchillo, dejando en su recorrido un perezoso hilo de humo.

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Cierto día que no recuerdo, entró subrepticiamente un niño a la cafetería. Sin decir nada depositó un papel en mi mesa. Un papel arrugado, igual a un manuscrito, casi deshecho por el sudor de sus manos. Sin ningún afán lo abrí y aparecía rubricado por una caligrafía de convento que tenía la siguiente inscripción: “Mañana en la cafetería x de la calle murillo. 230 de la tarde. No faltes”: Gabriela.

Entró con paso decidido y resuelto entre las mesas, al sitio donde yo me encontraba. El hermoso vestido de verano que lucía dejaba entrever una delicada y anoréxica figura, cuidada por ejercicios diarios y dietas. Su pronunciado escote hacía juego con sus brazos blancos como leche. Su cabello rubio y plateado, caía sobre sus hombros como cascada. Un silencio reinaba en el sitio. Un rayo de luz penetraba los viejos cristales de una ventana, refractándose sobre la descolorida pared. Como agujas que siguen el curso de un imán, las miradas de los que estaban presentes la seguían. Se sentó sin mirar. Su cuerpo exhalaba un costoso perfume, cruzó sus piernas con la elegancia y la sensualidad de una geisha. El corazón me latía violentamente. Estaba demudado, la sensación que pasa del rubor al gozo comenzó a invadirme.

Empezó a tararear una canción de moda, la misma canción que bailara la última noche con el artista de turno. Se veía feliz, fantástica, no podía creer que bajo esos sensuales movimientos se escondía el deseo soterrado de miles de hombres que a esa hora la vieron en vivo y millones frente al televisor. Ahora estaba aquí, junto a mí, con una taza de café en sus labios. No supe que decirle por lo que pasó la otra noche, cuando arremetí contra los guardias de su seguridad en un ataque de celos. Con la leve sonrisa de siempre, entiendo que estoy disculpado y redimido de mi error. Para ella no existe la culpa. Se levanta desde donde está, toma mi rostro entres sus manos, me estampa un beso en la frente igual a un niño cuando se va a la escuela. Se despide y se aleja en medio de las mesas a prepararse para el concierto de esta noche. De paso se postrará ante la imagen de nuestra señora para pedirle protección, porque ella sabe que está en el ocaso de su carrera. Un haz de luz sigue penetrando los cristales de la ventana y deja ver una tarde con tinte de otoño que se instalado en el firmamento.

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*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022. Email: [email protected]

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