La crisis de la justicia

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El éxito profesional se materializa con el riguroso estudio de los procesos y no con la sofística victoria que brinda una libertad por el vencimiento de los términos o con el triunfo de oropel que se consigue en las lánguidas y destempladas discusiones en las cloacas de las redes sociales.

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Hace algunos días se celebró un encuentro de la Comisión Nacional de Disciplina Judicial en el que intervino el Fiscal General de la Nación, quien, en su ponencia, expuso algunas críticas al actual procedimiento penal, precisando que ‘los únicos que se benefician son los delincuentes por cuenta de prescripciones y por el excesivo uso y existencia de audiencias en el sistema acusatorio’

Aun cuando mezcló algunas críticas sin fundamento – como aquella de considerar que las libertades por vencimiento de términos pueden atribuírsele a maniobras dilatorias de los defensores -, con otros reparos que sí gozan de sustento, le asiste razón cuando afirma que algunos de los principales flagelos que actualmente agobian al sistema son las prescripciones por cuenta de la congestión judicial y la injustificada extensión y prolongación de muchas audiencias.

Es innegable que la intención de implantar en el país un sistema de tendencia acusatoria fracasó estrepitosamente, no sólo porque vía legislativa se introdujeron reformas que rompieron la lógica de lograr escenarios en donde la terminación anticipada de los procesos – vía acuerdos, allanamientos o por aplicación del principio de oportunidad – fuera la regla general, sino porque la misma jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, con algún tufillo de populismo, ha impactado a la columna vertebral del sistema.

En relación con las libertades obtenidas por el denominado ‘vencimiento de términos’, no puede dejarse de lado que tal práctica, que es absolutamente recurrente, no puede atribuirse a la defensa, en tanto todo aplazamiento de su parte se descuenta del conteo para la libertad. Aun cuando no se desconoce que la concesión de estas libertades reafirma el Estado de derecho, no puede dejar de señalarse que allí no existe manifestación alguna de mérito o talento de los profesionales del derecho, pues lo único que se evidencia es el fracaso del sistema en el que no se logra adelantar las audiencias en plazos razonables.

Pero el hecho de que las tácticas dilatorias de algunos defensores no se cuenten para obtener la libertad, no quiere decir que no afecten el proceso, pues, definitivamente, sí inciden en la prescripción; hoy día esta forma de extinguir la acción penal está prácticamente garantizada en procesos voluminosos, con muchos procesados o cuando las penas no son tan altas.

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Si bien esta tardanza en los procesos beneficia a muchos procesados, esos que anhelan materializar aquel aforismo de ‘el tiempo que corre es la verdad que huye’, también es cierto que hay otros investigados que reclaman pronta y oportuna justicia, aquellos que se empeñan en demostrar su inocencia – porque en este país no se presume sino que hay que demostrarla – y ven que cada aplazamiento, que hoy día implica meses, les hace nugatorio su anhelo de pronta resolución judicial, en tanto, en no pocos casos, han sido vinculados injustamente.

La solución, evidentemente, no está en ampliar términos ni para conceder libertades ni para el conteo de la prescripción de la acción penal. El remedio a los flagelos del sistema, que hoy día debe ser de carácter estructural, empieza con el mérito en el acceso a los cargos de fiscal o de juez. Es inadmisible que los fiscales todavía no entiendan, o no quieran entender, que una imputación o una acusación demandan un mínimo de claridad en los hechos base del proceso.

Igualmente debe eliminarse la absurda estadística y esa perversa práctica consistente en que un fiscal imputa y presenta el escrito de acusación y otro adelanta el resto del proceso. Ese desorden no trae sino irresponsables y mediocres imputaciones imposibles de sostener, que redundan en que el ente acusador pierda más de la mitad de los casos que llegan a juicio, situación que, aunque también es una manifestación de justicia, denota que se perdió tiempo y personal valioso procesando inocentes que nunca debieron llegar a tan avanzado estadio procesal.

También deben reincorporarse las estructuras originales que abiertamente permitían celebrar preacuerdos y negociaciones, incentivar figuras como la conciliación extraprocesal para un mayor catálogo de delitos, especialmente en todos los patrimoniales sin importar su cuantía; volver más expedita la audiencia preparatoria (único aspecto que se extraña de la inquisitiva Ley 600), exigiendo que cuando un fiscal acusa, con su escrito haga el descubrimiento, enunciación y fundamentación de las pruebas que pretende hacer valer.

Finalmente, corresponde implementar desde las facultades de derecho una cultura por el respeto a la justicia. Que nuestros futuros profesionales comprendan que a las audiencias se asiste porque es un compromiso con la majestad del ejercicio de la abogacía y que las excusas para los aplazamientos deben ser absolutamente excepcionales.

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Que disciernan que el éxito profesional se materializa con el riguroso estudio de los procesos, con consistentes y meticulosos debates probatorios y con elocuentes y fundadas intervenciones en los estrados, y no con la sofística victoria que brinda una libertad por el vencimiento de los términos o con el triunfo de oropel que se consigue en las lánguidas y destempladas discusiones en las cloacas de las redes sociales, en donde sus principales protagonistas, además de irrespetar elementales normas de ortografía y gramática – que deberían ser uno de los pilares de su formación – pretenden ganar lo que estrepitosa y permanentemente pierden en los estrados judiciales. La justicia está en crisis y las reformas estructurales deben darse pronto.

*Dr. Iur. Mauricio Cristancho Ariza, abogado penalista, @MCristanchoA

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